Una sola sombra larga

Por SANTIAGO RODAS
Ilustración de Sara Rodas

A medida que avancé por las páginas de La sombra de Orión, del escritor Pablo Montoya, me subió una angustia incómoda por todo el cuerpo, algo se aglutinaba en mi estómago: un malestar creciente. Leemos con el cuerpo entero, sobre todo cuando lo que se lee está relacionado con algunas de las obsesiones que nos han acompañado por años. Conozco muchos de los personajes que aparecen en el texto, a los raperos, a las doñas, a los grafiteros; he recorrido las calles que se describen, he estado varias veces en La Escombrera, conozco el detalle de las investigaciones que allí se realizaron. Digamos que entiendo bastante bien los hechos de la Operación Orión.

Pero en La sombra de Orión, si bien no tenía muchas expectativas, leí una novela que me sorprendió por las decisiones erradas, una tras otra, dentro del engranaje que se propuso. Decisiones estéticas, y en consecuencia políticas, cuyas reflexiones y rodeos sobre la violencia y la literatura, y construcciones lúdicas y didácticas, hicieron que el texto se fuera deshilachando hasta quedar como un manojo de palabras puestas en un orden sin mucho sentido. Una sombra que se desvaneció hasta hacerse transparente. Una novela escrita con distancia temerosa que no sale bien librada y, contrario a ser un “dispositivo de memoria” como el autor lo enuncia, se queda en las buenas intenciones.

Con este texto intentaré poner en orden mi malestar como lector. Responder por qué tanto el tono elegido por los narradores, sus paisajes íntimos y las descripciones de los lugares en los que ocurren los hechos, como las decisiones políticas que repercuten en la trama son desafortunados desde el punto de vista narrativo. Las buenas intenciones de contar el dolor de la herida abierta por la Operación Orión tan solo logran demostrar el exotismo y la lejanía con la que alguien mira “desde afuera” y agarra con guantes la violencia urbana de los últimos años.

Montoya empieza el texto con el proceso de llegada de Pedro Cadavid a Medellín después de una larga estadía en París. Se topa con una ciudad ruidosa en la que un nuevo partido político, que aparentemente traerá un cambio, está a punto de ganar las elecciones. Con un tono de castellano neutro, solemne y correcto, que pretende ser universal pero tan solo llega a ser una lengua desabrida y alambicada, el narrador nos presenta a su familia, a sus novias profesoras, a sí mismo y sus ideas políticas de una cierta izquierda enclosetada. De este modo va armando el escenario en el que Pedro Cadavid logra acceder, después de varios rodeos políticos, familiares y románticos, a La Comuna, como se nombra la Comuna 13 en la novela. El autor dice en una reciente columna de opinión que su libro es: “Una novela sobre la desaparición forzada y el modelo narcoparamilitar que se ha instalado en Medellín, y en la que cuestiono a la sociedad de esta ciudad por su indolencia cómplice frente a estos flagelos que la roen desde hace años”. Y efectivamente de esto va la novela: violencia urbana, un Estado fantasma que acecha, aparece y desaparece según convenga, el conflicto armado entre guerrillas, paramilitares, militares y civiles, esto anudado a la historia de conformación y poblamiento de medio siglo de la Comuna 13 hasta llegar a la sucesión de operaciones militares de las últimas décadas para “sacar a la guerrilla” del territorio. Sin embargo, la filigrana narrativa, la “mirada” del narrador, y las decisiones que toman los personajes distan bastante de lo que Montoya se propone. Muchos propósitos y poca literatura.

Hay una escena del capítulo 10 en la que vale la pena detenerse. Allí se puede leer el mejor ejemplo de la mirada y el tono que seguirán en el relato. En ella Pedro Cadavid mira la Universidad de Antioquia no como un profesor sino como un excursionista ingenuo, un niño extraviado entrando por primera vez en el lugar:

“Eduardo le señalaba a su colega la exuberante vegetación.

—Mira, Pedro, quieren asaltar los espacios académicos —decía.

Eran árboles gruesos de mango, ceibas majestuosas, laureles altísimos, balazos, anturios, diefembaquias de hojas verdes y brillantes. Nanclares le aconsejaba observar también a los estudiantes, zarandeados por el ímpetu de sus hormonas.

—La lujuria es invencible es estos trópicos, Pedro. Hay ansia de copulación por todas partes. Es una maravilla para los sentidos, pero una trampa para el intelecto (…).

(…) Cadavid sonreía viendo a las chicas con sus camisas y sus pantalones apretados. Los ombligos asomados como ojos coquetos. Los escotes dejando ver parte de los senos. Se sentaban en los pasillos, o se agachaban para tomar cualquier cosa, y la raya de las nalgas aparecía como una epifanía”.

Lo que habita en la universidad es una cópula de todo con todo: las estudiantes de clase baja, voluptuosas, irracionales, de pantalones descaderados, con los estudiantes hombres que no merecen para el autor ninguna descripción; las iguanas, los insectos, las plantas. Una orgía salvaje, incontenible y académica. La Universidad de Antioquia vista por los ojos de un cronista de Indias, analizando las naturalezas de las selvas vírgenes y los cuerpos salvajes de mujeres de tierras ardientes como una especie de Humboldt recién desempacado en América. Aquí, en este capítulo, se instalará el afrecho de la mirada. Con este mismo ojo es con el que luego se intentará ver lo que sucede en La Comuna. Y, al igual que se describirán las ceibas majestuosas, la raya del culo como una epifanía y la cópula incesante entre estudiantes, se hablará de los raperos con ropajes anchos que parecen una “tribu indígena” por sus misteriosas vestimentas, sus aretes enormes y sus maneras extrañas de bailar un ininteligible break dance, igual que las “casitas” de barrio amontonadas una sobre otra, construidas con esfuerzo, dedicación, ternura e ingenuidad, y describirá a quienes viven allí como los “espectadores asustados” de tiroteos entre bandas delincuenciales que observan “perplejos” (usa todo el tiempo este tipo de adjetivos) los continuos enfrentamientos. Parece que, después del luminoso París, la novedad de la tierra antioqueña encandiló al escritor y no le permitió ver más allá de una lectura forastera que sobrevuela los hechos y los personajes que son, sobre todo, marionetas para que avance la trama, para que Pedro Cadavid pueda moverse con su intelecto por los lugares de conflicto.

Quizá la elección del lenguaje y del narrador contribuya a provocar en el lector la idea de que le nombran algo visto por vez primera, que necesita ser contado de manera lúdica y pedagógica. Esa estrategia hace que el relato pierda fuerza y se convierta en una construcción remota, hecha con un lenguaje al borde de lo turístico, que no se ensucia con la sintaxis de los habitantes del lugar ni de la época, sino que busca moldear el paisaje y los personajes a los parámetros lingüísticos y culturales del escritor: los de la ciudad letrada.

La mirada siempre lasciva de quien relata es otro de los ingredientes que está en primer plano en las más de cuatrocientas páginas de la novela. Los personajes femeninos tan solo sirven para conducir al narrador a los lugares a los que necesita llegar para que la trama continúe. De modo que las mujeres de esta novela no son personajes sino instrumentos, siempre eróticos, siempre sometidos al intelecto del protagonista, siempre ayudantes para el “fin mayor” cuyos devenires se resuelven en que el personaje principal recorra y piense “críticamente” lo que pasa (sobre todo lo que le pasa a Pedro Cadavid, porque esta es una novela en la que el problema de las desapariciones forzadas y la violencia desembocan en un insomnio y una migraña que aquejan al protagonista. Es decir, la herida que le ha causado el uribismo por medio de las operaciones militares a la sociedad antioqueña solo parece importarle al cuerpo del sensible y atormentado escritor, pero esto lo dejaré para el final).

Así, es precisamente la novia de Pedro Cadavid, Alma, el principal personaje femenino, quien le abre las puertas de La Comuna. Alma es una hippie sobrenatural que, por “ser mujer”, entiende lo que a los demás personajes, incluyendo al narrador, se les escapa. Ella es sexi sin saberlo, misteriosa, su cuerpo agradable, moreno, popular y es obviamente mucho más joven que él. Ella será la encargada de llevarlo por primera vez a La Comuna, de mostrarle los barrios y La Escombrera, incluso, dirá Pedro Cadavid, sin ninguna ironía, que le gusta Alma, sobre todo, porque es de La Comuna. Así se van pasando las páginas, una tras otra, con descripciones insulsas de la vida atormentada y cotidiana de Pedro Cadavid, a contrapelo de relatos de las diferentes operaciones militares, los enfrentamientos, los desplazamientos y la disputa de los espacios estratégicos entre las bandas. Y Alma, en medio del remolino de balas sacando del atolladero narrativo al protagonista, que como se queda muy rápido sin qué más decir sobre sí mismo, decide escribir una novela dentro de la novela. Sí, se nos cuenta que el personaje principal está escribiendo una novela con sus reflexiones dentro de sus otras reflexiones y en ella va a describir, bajo capas y capas de adjetivos, lo que realmente quiere decir sobre la operación Orión.

Sin embargo, lo que me causó más desencanto fue el final del libro. Después de bracear para poder terminar la novela con mucho esfuerzo, descubrí, perplejo, que el “pachamamismo”, una especie de búsqueda mágica y original de nuestras “raíces” que inunda el pensamiento urbanita occidental a manera de New age y que, al parecer sedujo también al ganador del Rómulo Gallegos, es la salvación al problema endémico de los cuerpos que no le importan al Estado, de los cuerpos de los que hay que deshacerse a toda costa.

La novela termina con que al escritor Pedro Cadavid le dan migrañas, se le aparecen fantasmas de los desaparecidos en La Escombrera como si fuera un elegido secreto, un embudo del dolor y, después de su investigación exhaustiva entre los archivos, las entrevistas, no puede dormir por semanas. Todo esto lo obliga a intentar diferentes métodos para sanarse. Primero con unos baños en aguas termales con los que no consigue apaciguar el dolor, y luego la brillante y enigmática Alma, su joven novia popular, le recomienda una toma de yagé: la cura definitiva para los problemas con los fantasmas y las secuelas traumáticas.

La sombra de Orión se desbarranca con una toma de la raíz mágica en Santa Elena. Cabe aclarar que no creo que la literatura deba mostrar el camino de la salvación sobre nuestros conflictos recientes en la ciudad, no debe ser un faro moral, pero sí considero que intentar escribir una novela en la que se denuncia el ciclo de hechos atroces y violentos implica tener una responsabilidad política y una sensibilidad narrativa que el mismo autor ha señalado como su intención en distintas entrevistas y textos periodísticos. Un pasaje largo de la novela relata en primera persona los acontecimientos terribles por los que atravesaron muchas de las víctimas, sus historias personales de lo que les pasó en esa comuna, pero estos acontecimientos están arrumados y no desembocan en la transformación de algún personaje, de una idea; son una especie de “vitrina de voces” que no alcanza a percudir ningún otro lugar de la novela: las voces de Pedro Cadavid y de Pablo Montoya son mucho más importantes para lo que ocurrirá al final.

Que la resolución del relato sea una toma de yagé me parece, cuando menos, contradictoria, pues el alcance que se pretendía, según el propio autor, era volcar la mirada pública sobre la violencia en la Comuna 13 que desde muchos lugares se quiere borrar. Las decisiones en el último tramo de la novela individualizan los problemas y los sufrimientos en vez de hacer una lectura sobre los hechos y las víctimas y la tierra y las secuelas y las heridas todavía abiertas. Montoya, en la voz de Pedro Cadavid, decide mirarse a sí mismo y su conflicto interno. Resulta más importante la lectura aguda y profiláctica de los acontecimientos y los fantasmas desde su propio lugar de escritura, que lo que podría construirse con los elementos que se tejen en medio de todo lo que ocurrió en la Orión hace casi dos décadas.

El dolor causado por una operación militar en la que se amangualaron el gobierno y los grupos paramilitares en el barrio más densamente militarizado de Latinoamérica se resuelve dándole la espalda al problema y concentrándose en el propio dolor de cabeza, en la angustia de un espectador de segunda mano. Claro, hablamos de ficción, pero la ficción devela el entramado y los intereses políticos de quien escribe. En este caso es un gran despropósito “pachamamizar” el sufrimiento de los otros y volcarlo a la fuerza, a las dolencias propias de quien, de manera académica y con guantes, se acerca al núcleo del dolor más grande de la ciudad.

Sin saberlo, Pablo Montoya se pone en los zapatos de Pedro Cadavid, quien, contrario a iluminar los hechos complejos del relato, oscurece las historias de quienes padecieron los helicópteros zumbando sobre sus cabezas, los enfrentamientos armados, las desapariciones forzadas y los desplazamientos, porque lo importante para el texto, en definitiva, es el dolor individual de un escritor que solo parece tener sensibilidad para sus propios fantasmas: una sola sombra larga.