Confesiones de un recolector
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Por Mario Cárdenas
Ilustración de Samuel Castaño
“La coca es para América una gran fuente de riqueza y esperanza. Riqueza como producto apetecible y de amplia exportación. Consuelo para los enfermos gracias a su utilización como anestésico”.
José María Samper, La Nación, 1884
Consumo pasta de café a diario para recolectar hoja de coca. Es el combustible que tengo para trabajar. Es fácil prepararlo, se mezcla pasilla quemada con pedazos de polvo y se fuma en esta pipa. Todo mezclado, bien triturado y listo, pa dentro. Recolectamos hojas de coca para fumar cafeína. Meter cafeína. No siempre fui adicto a la cafeína. Cuando era niño no me gustaba, le hacía el quite, veía a las señoras mayores que se sentaban a beberlo y a fumarlo en las mañanas y durante las noches hasta quedarse dormidas en las sillas mientras las manchas de café les escurrían de la boca bajándoles por esas tetas arrugadas. Esas señoras untadas en la boca de ese olor quemado, tiznadas, oliendo a fogón de petróleo. Si lo veían a uno cerca, lo querían chupar y lo dejaban a uno todo untado de ese sabor caliente que no se quitaba ni con un trago de aguardiente. Siempre le saqué el quite a la cafeína, pero la cafeína me persiguió, me buscó, la cafeína lo busca a uno, se le aparece, lo domina a uno, y cuando lo domina a uno no hay de otra, a mí se me apareció por todo lado hasta que vea, aquí estoy metiendo de eso. A mi hermano lo mataron porque lo cogieron con media bolsa de cafeína. Pobre. Llevado, flaco y sin trabajo se dejó tentar por el vicio. No hay que dejar que lo domine a uno, como le digo, pero la tentación es muy brava. La plata fácil. ¿Cuál fácil? Nada es fácil. Hacer plata pa salir de pobres o comprarse una percha. Una oportunidad para hacer algo y ganarse una plata. Llevar una bolsa hasta Cali y volver. Lo cogieron, lo encerraron, lo liberaron y lo mataron a los catorce días de estar afuera. Pobrecito. Alma bendita. Mi papá metía cafeína a toda hora, se la fumaba, se la tomaba y hasta se la inyectaba. Ese man era bravo con eso. Decían que hasta se la comía del desespero. Andaba con pepitas de café en los bolsillos de las camisas y los pantalones, en las manos siempre tenía pepitas que masticaba. Se le ponían negros esos dientes de adelante, escupía a cada rato una flema oscura que botaba en cualquier lado, como cuando botó un pedazo de eso en la sopa que se estaba comiendo y de una cucharada se la volvió a tragar. Áspero. El hombre llegaba pasado de revoluciones, todo loco, agresivo, quería tocar a mis hermanas; a unas les pasaba la mano por las piernas, por los hombros, les metía la mano. A otras, con una ira, les pegaba con el cable de la plancha. Desprendía el cable de plancha y les marcaba las piernas, surcos de sangre en las piernas de las mujeres. A mi mamá le pegaba. El hombre con la cafeína en la sangre, con ese aliento agrio que deja en la boca luego de escupirla. Salía con la camisa blanca y aparecía con la camisa untada de café, amarillos esos dientes, unos podridos, picados, comidos por la masticadera de las pepas. Yo veía todo, me daba cuenta de lo que le hacía a mi mamá, pero no hacía nada, era un niño, quería darle duro, hacer algo, hundirle un cortaplumas sevillano que me regaló la abuela, enfrentarlo, pero me daba miedo. No hice nada. Hasta que crecí, y mis hermanas crecieron y tomamos medidas, nadie sabe eso, pero eso no se lo puedo contar. Me cae la ley. Olvide eso que le dije.
Odiaba la cafeína, todavía lo odio pero vivo con ella. Nací con ella. Dicen que esa fue la herencia que me dejó la familia. Que mi papá de tanto meter de eso nos engendró con ese mal. A la final soy más café que carne, soy más cafeína que huesos. Mis venas danzan con la cafeína, se mueven con esa gasolina. Ahora es lo que tengo, cafeína para poder trabajar. Darme un susto de cafeína y tener el primer arranque para empezar con las revoluciones encima. Entonado y directo a los sembrados. No comer y meter cafeína. La cafeína me quita el hambre. Acá no comemos mucho, lo que ganamos en la finca es para meter. Cuando nos pagan ya lo debemos todo, por eso toca volver a empezar la semana. Vivimos en la deuda. En la finca nos dan una comida en la mañana, y otra en la tarde. A veces pienso, todo loco, que lo que como es cafeína, pedazos de cafeína con arroz o cafeína con un tazada de aguapanela hirviendo. Nunca he visto una mata de café, dicen que son grandes, que la hoja es así de grande como esta gorra, que de los palitos salen unas pepas rojas y verdes. Con unas hojas gruesas. Mi papá conseguía de esas hojas, pero molidas, las traían del Pacífico, de Tumaco, del sur. Se iba y volvía cargado. Ya negras, en harina, molidas, listas para inyectárselas. Eran caras esas hojas, limpias, puras con ese verdor concentrado. Una vez me dijo: “Nunca se le vaya a ocurrir meter de esta güevonada, esta planta es una puta maldición que lo domina a uno. El mal de este país es que tengamos esa puta planta acá. El origen de todas nuestras desgracias”. Y se quedó mirando a la montaña. “Mentiras, las desgracias siempre han estado desde el caucho en adelante, desde mucho más atrás, desde el oro”, dijo. Yo miraba la hoja con repudio mientras él me decía eso. No hacía falta que él me lo dijera. Yo la odiaba porque creía que era el fruto de todos nuestros males. No los males del país, los males de la casa. Otra vez, un día de bobo le pregunté: “¿Si es tan mala usted por qué la mete?”. Me dio una palmada en la cara. Me miró feo con una sonrisa larga que le estiraba la cara, ahí le pude ver los dientes que le faltaban, las encías quemadas, las manchas que tenía como grietas en la boca.
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Tiene el cuerpo flaco, marcado. No tiene grasa y la poca grasa se la consume el cuerpo que se alimenta de las sobras. Los bordes de los dedos negros. Las uñas largas. La piel reseca, las venas de los brazos brotadas como si unos gusanos se le hubiesen incrustado en la piel. El cuerpo es más cafeína que agua. Tiene marcados los músculos. Con huesos pronunciados y la piel quemada de estar horas bajo el sol recogiendo coca. No necesita más para vivir. Está en un cuarto con otros siete cuerpos, pasa la cosecha en esta finca cocalera. En unas camas los cuerpos parecen que están muriéndose en un hospital. Hacinados como en la cárcel. Cuerpos tirados con ganas de meter. No entra la luz. Se concentra el olor, nadie se bañó hoy. “Se nos acabó el vicio”, dicen. No es el único que mete cafeína, otros meten cafeína, todos meten cafeína en estas fincas. En la radio suenan canciones. Eso se lo imaginan. No está sonando, no tiene pilas, hace días que se le acabaron las pilas al radio, a todos se les olvidó dejar unas monedas para las pilas porque nadie tenía un peso, las únicas monedas que juntaron las gastaron en una bolsita de cafeína que se acabó otra vez. Imaginan canciones. Les duelen los huesos, las fibras, les crujen los labios resecos. No duermen, uno de los cuerpos se revuelca en el pedazo de cama dura, se le clavan las astillas de paja en la espalda, se mueve de un lado para otro, se tapa con el pedazo de sábana. Nadie duerme. Quieren salir a pedirle al señor de la finca que les dé un pedazo de cafeína. Pero ninguno tiene crédito. Se levanta, se tira al suelo, y empieza a buscar pedazos de cafeína, granitos, sobras que se caen. Nadie deja caer nada. No es el único que busca, otros cuerpos también están en el suelo, en cuatro patas, con unas cucharas dobladas raspando el cemento seco. Hacen un montoncito y lo ponen en una mano, soplan, algo debe haber. No hay mucho, no hay nada. Raspan las pipas y juntan con algo del suelo, de los bolsillos. Escarban en las uñas gruesas, largas y negras, se sacan el mugre. Tiene pedazos de cafeína. Juntan un montoncito que da para dos pipazos cortos. Son siete. Dos prendidas, dos plones, cada uno se reparte el plon en la boca del otro para hacerlo rendir y quedan en las mismas. No hay más.
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A nosotros nos pagan para comprar cafeína. Un té de coca en Niuyork vale dos días de trabajo en la finca. Con dos hojas hacen un té. Una bolsa de un kilo de coca en la China, siete semanas de mi trabajo. En London es un poco de plata. Yo no creo que eso sea verdad. Nosotros recogemos, pero sobre todo arrancamos las matas del suelo. Les quitamos las hojas. Eso no puede ser tan caro allá, eso acá es maleza. Igual lo que me importa es la cafeína. Coger de estas hojas verdes para tener trocitos de cafeína. Arrancar hojas de coca y meter cafeína.
El que empezó con el vicio acá fue Jorge. Acá no dejaban meter. El jíbaro le dio a probar. Le regaló un pedazo de cafeína pura y le regaló la pipa, una que hizo con el tubo de un Kilométrico, cinta enrollada y papel aluminio. Desde ahí se enganchó. No lo para es nadie. Fuimos probando de uno en uno, ahora todos tenemos de esas pipas, las pulimos, las limpiamos para que no se atasquen, les hacemos mantenimiento a diario. Primero fue Jorge, luego Darío, luego don Ismael, César… Hasta que todos quedamos enviciados. La plata se va en eso. El jíbaro no volvió, dicen que lo quebraron, pero el patrón ahora nos vende para meter o con eso nos paga. Desde que él vende, uno ya no ve el pago porque se va todo en eso. Él anota en un cuaderno lo que nos da. Puras rayitas y números. La pipa es como la mujer de uno. No tengo mujer. De eso no hablo, la mayoría de nosotros somos hombres solos; sin familia ni mujer ni hijos. Mejor así que dar la vida de mi papá. Tenemos solo la pipa y una muda de ropa. Una peinilla y un espejito. Uno quiere mucho la pipa porque es la que nos da la moral, dos plones antes de meternos en medio de esas matas de coca y tirarnos a raspar. Desde las siete hasta las dos que es la hora del almuerzo. Estimulados. Rápido, rápido caen las hojas de coca. Somos raspachines, nos dicen los espadachines, a veces cantamos. Cogemos la rama y desgranamos las hojas, caen y caen en la palma de la mano. ¿Ve como tengo las manos de tajadas? La hoja lo raspa a uno, lo corta, entre más verde mejor. Llenar la maletica con las hojas. De una en una, de hojita en hoja, pero eso se va llenando rápido y vuelva a empezar. Ya nos pagan por día, no por semanas. Desde que el patrón nos vende, como le digo, ya no vemos la plata. Si no raspamos no hay cafeína.
La semana que viene se acaba la cosecha. Nos toca aguantar hasta octubre que vuelve y arranca esto. ¿Mientras tanto? Nada, tirar pa la ciudad. A recoger cartón, botellas de plástico y meternos en unas ollas de vicio. Allá la cafeína es de otra, más barata. No hay comida, pero hay los plones. A veces nos quieren sacar y nosotros volvemos, nos suben a unos camiones y nos tiran en la carretera por la vía al Valle. Nosotros nos devolvemos caminando con el sol a las espaldas. Toca en grupo, porque si lo ven a uno solo lo matan. Se lo arrastran. Así hasta que uno vuelve y lo reciben en estos matorrales. Hay que dejar que a las matas les salgan las hojas. Eso sale rápido, de una. Tan bonitas que son estas matas. Y volver para acá, a la finca. He rodado por muchas fincas del eje cocalero. Dizque eje cocalero. Ahora le dicen el triángulo de la coca, por el turismo. Viene mucho gringo ahora, con plata, a probar cómo es la cosa con la coca. Les hacen tures por las fincas, les muestran el sembrado, cómo funciona la cocina. Vienen, compran y llevan. Llevan de todos los productos que se hacen con la hoja. Hasta sombreros he visto. Dulces, para hacer jugo, arequipe de coca. Cerveza con coca, ron, tortas. Muchas de esas fincas se volvieron hoteles para el turista, les metieron piscina y juegos. Ya no se cultiva nada. Las que eran grandes las parcelaron. Es duro el trabajo ahora. Antes sí había camello, mucho despegue en temporada, se venía la gente del Cauca a trabajar para acá. Ahora ellos siembran más allá, matas de coca y de cafeína por todos lados. Me dan ganas de irme por allá a ver qué tal. A la final debería estar cogiendo cafeína, irme a un despegue de esos y hacer una plata. Pero eso por allá es muy caliente. La mata de café, meterse entre cafetales aguanta pero uno viendo todo eso ahí sembrado le dan ganas de huelerse todo eso. ¿No quedará uno todo loco? A mí es que me da miedo. No aguanta.