La casa por la ventana

Por CRISTINA TORO
Fotografía de Juan Fernando Ospina

La ventana es la misma desde hace más de ochenta años. Madera fina de la de entonces y un vidrio grueso de los que ya no se fabrican permanecen a golpes de sol y viento como testigos del tiempo. Cuando el arquitecto Nel Rodríguez construyó la casa en 1941, se podía mirar hacia el valle de Aburrá y ver el río Medellín cruzando el horizonte, el cerro El Volador de frente y a lo lejos la ciudad, que apenas subía al segundo piso en algunas construcciones. Al otro lado del río, un año atrás, Pedro Nel Gómez había trazado lo que sería el barrio Laureles, en el antiguo corregimiento de La América.

En la actualidad, si se mira a la izquierda de la ventana, el edificio de consultorios que violenta la escala del barrio con su altura no deja ver el suroccidente, y hacia el frente, a lo lejos, el edificio cercano al metro recorta la visibilidad sobre el cerro que se asoma con sus copos de bosque a ambos lados de la mole.

Se ven los techos de tejas de barro que descienden escalonados sobre la loma y árboles más viejos que la casa, en los que se posan los currucutúes a repetir su canto en las mañanas sin dejarse ver. Gavilanes y azulejos, siriríes, garzas, loras, canarios y muchas otras aves habitan este barrio Prado que en cada edificación guarda un misterio.

En la juventud del barrio circulaban por sus aceras las familias adineradas y en sus calles los chicos jugaban trompo, gallina ciega, pirinola o coclí. Las chicas a duras penas salían y sus juegos eran versiones en diminutivo de lo que se esperaba de su vida adulta: mamacitas, cocineritas, monjitas. Esos mismos muchachos jugaban fútbol cuando aún no se había construido el estadio y los campeonatos se disputaban en la cancha Los Libertadores, en el naciente barrio San Joaquín; las jóvenes, que todavía no podían aspirar a ser ciudadanas, seguramente los miraban de reojo rumbo a las normales de señoritas y colegios de monjas en los que las orientaban para ejercer labores afines al hogar, la religión o la caridad.

Los pregones de los comerciantes de leche y víveres, parva fresca, tierra de capote, flores, viandas y bisuterías que recorrían a pie o a caballo el barrio, retumbaban contra las fachadas, calcadas por arquitectos y maestros de obra locales de postales europeas y norteamericanas.

Por aquí pasaron con sus vestidos a mitad de la pantorrilla y sus calcetines tobilleros las señoritas casaderas que después prometieron fidelidades irrenunciables a sus novios recién graduados de ingenieros o abogados, los mismos que administraron las empresas comerciales e industriales de la creciente economía de la época.

Esta ventana la limpiaba la dentrodera que compartía habitación con la cocinera y a lo mejor solo salía los domingos a misa en la Metropolitana. En las casas vecinas las empleadas también trabajaban en horario corrido y debían darse por bien servidas si además de la comida y la dormida se ganaban unos pesos para ayudar a su familia.

Muchos torrentes y aluviones han bajado por estas lomas que fueron desgastándose como las fachadas de sus mansiones. Quedan vestigios no solo en la arquitectura sino en la vegetación, de un entorno concebido como negocio urbanístico por inversionistas que en 1926 parcelaron la finca La Polka para dar origen al vecindario más suntuoso de la ciudad. Cedieron franjas al municipio para trazar calles y construir sistemas de acueducto y alcantarillado, iluminaron el entorno con cuarenta faroles con diseños copiados de alguna ciudad europea y le dieron el privilegio al barrio de arraigar especies tan bellas como los cascoevaca, carboneros, mangos, cauchos, acacias, caobas y los emblemáticos guayacanes amarillos, rosados y blancos que tapizan las aceras con su alucinante floración.

La crisis de los años treinta impactó el crecimiento de la construcción y los lotes pendientes de urbanizar se dividieron dando paso a casas sin antejardín que conservaban el estilo de arquitectura foránea a una escala menor en amplitud y altura. A partir de los años sesenta el vecindario se fue poblando con habitantes de otras procedencias que ocuparon las casas señoriales reformadas para dar cabida a dos o tres viviendas, los nuevos edificios de cuatro a seis pisos de altura y las casas de estilos más modernos con fachadas en mármol y piedra bogotana.

En menos de cincuenta años los descendientes de los fundadores del barrio, los hijos y nietos de los Olano, los Cano, lo Restrepo de Carlos E., los Santamaría, Ángel, Nicholls, Duperly, Moreno, los herederos de la “gente pesada de Medellín”, partieron en sus carros último modelo con chofer para establecerse en Laureles y El Poblado. Se fueron lejos de sus vecinas licenciosas de Lovaina, la universidad del sexo, lejos de sus vecinos obreros de Manrique, Villa Hermosa, Campo Valdés y Aranjuez, que fueron apeñuscando las lomas colindantes incentivados por los proyectos urbanísticos financiados por cuotas, que ofrecían “agua, luz y tranvía” a sus moradores.

El trazado de la avenida Oriental cercenó las comunicaciones armónicas con el Centro de la ciudad y la soledad de la noche se fue tomando el vecindario cuando el uso residencial dejó de predominar y cambió la vocación del barrio. El viaducto del metro que transformó la carrera Bolívar, antes conocida como El Llano, y la ampliación de la calle Barranquilla marcaron otro límite territorial que aisló más aún la conexión con referentes urbanos como el Cementerio de San Pedro y el Bosque de la Independencia.

El barrio se convirtió en una isla rodeada por aguas azarosas en la que las sombras de la noche sepultaron los fantasmas de los jóvenes que salían de las fiestas de quince en los tiempos del esplendor y de los hombres de sombrero que regresaban copetones de los cafés del Centro, o de visitar a las muchachas de los burdeles que a pocos pasos tenían sus sitios de encuentro.

En la actualidad hay viviendas, clínicas, consultorios, centros geriátricos y de beneficencia, instituciones educativas, sedes religiosas, graneros, panaderías, farmacias, pequeñas industrias, mercados, talleres, ebanisterías, hostales, inquilinatos y algunas sedes culturales que generan un tráfico continuo de carros, buses y gente desde las cinco de la mañana hasta caer la tarde. Luego las calles se ven desiertas, salvo en la esquina de la clínica que permanece sin tregua con su enjambre de taxis amontonados a ambos lados de la calle.

Otros son los pregones del año veintiuno. La pandemia y el hambre sacaron las tiendas a la calle y desde muy temprano los parlantes ofrecen aguacates, mazamorra, medio litro de helado a dos mil, tamales de arroz, pollo y cerdo, frutas y salpicón a punto de evaporarse en los calores de las tardes, legumbres varias, toda una plaza de mercado rueda en carretillas de tracción humana.

Se oyen las voces de los cuidadores de carros, los radioteléfonos de los taxis que esperan su clientela, los buses que pasan sin precaución por las cebras peatonales, las protestas ciudadanas, los helicópteros que sobrevuelan el barrio mientras los carros y motos huyen en contravía cual guacamayas entre la pólvora de la alborada y los jóvenes van y vienen con sus consignas y sus pancartas despertando a los duendes del barrio. En tardes como estas una soprano con bufanda instala su amplificador e interpreta exquisitas arias, mientras el viento sigue colándose entre las cornisas, capiteles, arcos, molduras y columnas de la casa y golpea los vidrios de la ventana que desde hace ochenta años permanece muda, como si aquí no pasara nada.