Retrato de gobierno, con monstruo y dictador
Hay tanto, pero tanto, en esta sola foto, que no se sabe ni por dónde empezar. Hay, por ejemplo, tres presidentes. O mejor: dos presidentes y un dictador. Aunque vale aclarar que no todos lo eran el día del retrato: lo serían por turnos. Y tal vez por eso se les ve tan complacidos, con sonrisitas traviesas bien apretadas sobre sus filas de dientes.
Es casi obvio que el presidente en funciones era el señor de adelante: un paisa rozagante, nieto y sobrino de dos expresidentes, empresario, exgerente de la Federación Nacional de Cafeteros y postulado a última hora a las elecciones de 1946 como una medida desesperada de su partido, el Conservador, para competir con alguien “de mostrar”. Se llamaba Mariano Ospina Pérez, y si la historia fuera un juez tal vez lo declararía culpable por haberse cruzado de brazos cuando podría haber desactivado la bomba atómica de la violencia partidista que haría volar el país en pedazos con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán.
Igual él no se mandaba solo. Al hombre que vemos a su izquierda lo llamaban de muchas maneras, pero para efectos de esta fotografía lo llamaban el Patrón, y era el gran chalán del partido Conservador. Volcánico, telúrico, cáustico, pendenciero, vengativo y sigan ustedes enumerando adjetivos parecidos, que todos le van a cuadrar. Por su verbo embrujador, prestidigitador de un ideal de país gobernado bajo el imperio de la biblia y los fusiles, lo llamaban también el Monstruo. Admirador de Hitler, adulador de Franco. Se llamaba Laureano Gómez, y en el juicio de la historia tal vez será acusado de haber sido el mayor entre los lanzallamas de palabras que empujaron a la Colombia de su tiempo a convertirse en un gigantesco teatro de horrores, en el que se mataron a bala, machete, piedra, soga o puñal decenas de miles de colombianos por el hecho de pertenecer al partido Liberal o al partido Conservador.
El Monstruo o El hombre tempestad —de aceitosos ojos verdes y lengua achicharrante— sería “elegido” presidente en 1950, cuando fue el único candidato en unas elecciones a las que el partido Liberal no se presentó “por falta de garantías”. O para decirlo de otro modo, porque la policía disolvía con balas las manifestaciones del candidato liberal (Darío Echandía) mientras que por todos los rincones del país alcaldes conservadores y sus policías locales, junto a bandas de “pájaros” y “chulavitas” —los paramilitares de entonces— andaban masacrando a cuanto liberal se les atravesara. ¿Por qué? Porque aunque habían ganado la presidencia habían perdido las elecciones parlamentarias, y sabían que en las siguientes presidenciales probablemente serían derrotados. Por eso querían darle “un sustico” a sus rivales, para bajarles un poco los humos y el afán de gobernar. Pero se les fue la mano.
De la voz azufrada de Laureano brotó la frase con la que colgó una lápida en el cuello del partido Liberal, al que llamaba el “basilisco”: un monstruo que “camina con pies de confusión y de ingenuidad, con piernas de atropello y de violencia, con un inmenso estómago oligárquico, con pecho de ira, con brazos masónicos y con una pequeña, diminuta cabeza comunista, pero que es la cabeza”. El “castrochavismo” de su tiempo, el “socialismo del siglo XX”, dirían los de ahora. Un monstruo al que, no lo dudaban, había que decapitar.
Y eso hicieron, o trataron de hacer con empeño. “Llegaremos hasta la acción intrépida y el atentado personal (…) y haremos invivible la república”, había dicho años antes —en una de sus frases más escalofriantes— el doctor Tempestad en su palestra del Congreso.
Y bueno, detrás, justo a espaldas del primero, el tercero: ese gran kepis militar sobre una carita de santo bonachón. El pacificador del Valle después del terremoto social del 9 de abril, luego nombrado director general del Ejeŕcito Nacional por el hombre al que escolta en esta foto. El mismo que se autodenominaría “General Supremo” después de derrocar al presidente designado por el Monstruo cuando la enfermedad lo mandó —quién creyera— a una cama. Se llamaba Gustavo Rojas Pinilla. Y en el tribunal de la historia tal vez se le reconozca el hecho de haber amortiguado el arrasamiento violento del país, que lideraba Laureano Gómez. Pero también se le sentencie, entre otras cosas, por haber hecho del suyo un gobierno autocrático y reaccionario —una dictadura— que cerró cuantos periódicos pudo, aplacaba a tiros la protesta estudiantil, apaleaba en público a quienes abuchearan a su familia y le otorgó la Cruz de Boyacá a la Virgencita de Chiquinquirá.
Y atrás y alrededor de todos ellos, su gente: policías, burócratas, lagartos, militares, camanduleros… Todo ese gran equipo que aceitaría a punta de telegramas, cartas, chismes, columnas y órdenes directas la maquinaria del genocidio partidista. Uno de ellos, incluso, se hizo célebre por cacarear, fuerte y claro, otra frase para la historia: “A este país lo pacificamos a sangre y fuego”.
Todo esto lo cuentan, pues, los historiadores. Aunque otros afirman que estos mismos hombres fueron “santos varones”, “héroes”, “prohombres” que consagraron su vida al servicio de la Patria.
Vaya uno a saber. De pronto el equivocado es uno. Y en vez de aprender la lección y corregir, lo propio tal vez sea repetir la historia. Como pasa en Colombia desde que existe.