El papá de otro
—
Por TOMÁS LOPERA J.
Ilustración de Puño
“No se preocupen muchachos que el papá de Luis es rico, escojan lo que quieran”.
El señor canoso acababa de terminar una llamada que recibió en un teléfono celular, encogió la antena sobre el aparato de batería trapezoidal, cerró la tapita abisagrada y se acercó, feliz, como si le hubieran dado una muy buena noticia. Fue la primera vez que vi un teléfono celular, la primera vez que me dijeron que pidiera lo que quisiera en la charcutería donde vendían dulces americanos que en esos días eran muy escasos en Medellín. A la charcutería solamente íbamos a empañar el vidrio del mostrador con nuestro aliento y a hablar de lo que cada uno había probado, prácticamente nunca comprábamos nada. Era también la primera vez que iba a montar en un Montero Mitsubishi de los nuevos, la primera vez que dormía en una finca distinta a la de mi abuelo y la primera vez que le decía mentiras a mi papá para poder ir a algún lado.
Escogí unos confites que venían dentro de un envase con la forma del Pingüino de Batman, más por el muñeco que por los dulces, que sabían terrible. Acababa de salir la película de Tim Burton y yo estaba obsesionado con ese villano rechoncho. Carlitos escogió un paquete de chocolatinas Twix miniatura, Chinga unos chicles Bubblicious y una Butterfinger. A mí me dio pena pedir más. Luis no escogió nada. Seguro estaba acostumbrado a comer chocolatinas americanas todo el día mientras jugaba Gameboy solo en una mansión quién sabe dónde. Los demás vivíamos en Ciudadela de San Diego, un conjunto de edificios menores donde vivían familias de clase media, en el núcleo 9 apartamentos 203, 306 y 405. Luis era el hijo del señor canoso y el señor canoso era novio de la mamá de Carlitos, que era viuda y mucho más joven que él. Al papá de mi amigo lo mató la guerrilla en su finca de Tarso cuando ella estaba en embarazo. La mamá de Carlitos no fue al paseo porque siempre estaba trabajando, aunque el señor canoso le decía que no se preocupara por plata. Sospecho que, como Luis era un niño muy solo y casi siempre tenía cara de estar aburrido, querían que nos hiciéramos amigos de él. Por eso estábamos ese día ahí, listos para irnos a dormir a su finca en Rionegro. El canoso sacó un fajo de billetes del bolsillo interior de su chaqueta de cuero negra, se puso las gafas para ver mejor y pagó. Ahí, con los lentes, le noté el parecido. Era igualito a Jacques Cousteau, el submarinista francés que había sido mi ídolo de infancia. Nos dijo que nos montáramos al carro pues que Ele Jota, y como vio que nadie le entendió, aclaró: “¡Los juimos pelaos, a pasar bueno!”.
Apenas nos subimos, resbalando el asiento del pasajero para pasar a la parte de atrás, el papá de Luis puso un CD de Scorpions en el equipo de sonido del carro último modelo y nosotros sentimos ese silbido con el que comienza Winds of change como si nos lo estuvieran silbando en la oreja, a todo taco. La parte de atrás del Montero era estrecha, brincaba mucho y no tenía ventanillas lo que se dice ventanillas, sino esos vidrios que se medio levantan y por donde no alcanza a entrar el viento. A mí no me dio nada, porque yo estaba acostumbrado a ir a la finca de mi abuelo en Fredonia cada ocho días y esa carretera sí que era maluca, el Chevette de la casa estaba muy desbaratado y mi papá solo tenía casetes de ópera o de boleros que nos íbamos oyendo todo el camino. Pero Carlitos sí se puso mal con las curvas y el calor de esa banca trasera sin ventilación. Como le daba pena decirle al papá de Luis que parara, fue Chinga el que le tocó el hombro al señor y le preguntó si podíamos parar un rato porque Carlitos estaba muy maluco. Se oyó un gruñido y después dijo: “Listo, aguante pelao, que ya paro, no me vaya a vomitar los asientos de cuero pues”, mirando por el retrovisor con ojos amenazantes. Nos detuvimos en un restaurante de carretera y mientras Carlitos tomaba aire, nosotros nos burlábamos porque no estaba acostumbrado a montar en un carro que no fuera el transporte del colegio. A él, que era más bien bravucón, no le daba ni para responder. El señor canoso se fue para el fondo del parqueadero, donde no pudiéramos oírlo, a hacer otra llamada. Colgó y, antes de volver donde estábamos, lo vimos entrar al estadero y tomarse un aguardiente. “Súbasen pues que tengo que llegar a solucionar un bololoi. Carlitos, pásese para adelante usted para que esté en la ventanilla a ver si se le quita esa maluquera, Luis, usted váyase atrás”. El hijo no protestó, sabía que cuando su papá decía algo, tenía que obedecer. Yo me monté al carro después de Luis y vi, cuando se estiraba para entrar y la camiseta se le subió más de la cuenta, que tenía un morado grande en la espalda.
Llegamos como a la hora y pico a una casa de campo con todas las de la ley. Parecía antigua, o muy bien envejecida por los arquitectos. Tenía un parqueadero cubierto donde había un BMW de dictador africano y una moto Kawasaki Ninja verde. El canoso me vio mirando, se acercó y me preguntó que si era que a mí me gustaban los carros. Yo asentí con la cabeza y el tipo me dijo que Luis tenía dos ochenticas, que si queríamos ahora podíamos montar alrededor de la parcelación, porque allá en Rionegro no ponían problema por eso. Me dieron muchas ganas de montar en esas ochenticas, mis papás no me dejaban montar en moto. Nunca. Mi papá era médico en un hospital público y nos contaba que la mayoría de los pacientes que entraban por urgencias llegaban por bala y por caídas de motos. Que no fuéramos brutos y punto. En cambio, el papá de Luis era otra cosa, le gustaba la velocidad, tenía plata y le gustaba la música de Scorpions.
Entramos y dejamos las mochilas en los camarotes de una de las habitaciones, que eran amplias y decoradas al modo texano, con cuadros muchos de caballos, todos los muebles de madera rústica y alfombras con motivos de los indios de Nevada o Colorado, no sé realmente, ¿Arizona? Allá hablamos un rato y le dijimos a Luis que si en la finca también tenían Súper Nintendo y que si podíamos jugar. Él nos mostró la sala, donde había un televisor Sharp pantalla gigante sobre un tapete de piel de oso, con cabeza y todo, como en las películas. Era la primera vez que yo veía un televisor de pantalla gigante y también una piel de oso. Luis nos dijo que la piel la habían traído de Las Vegas, que era original de oso grizzly. Ignorando la boca abierta llena de colmillos del ursus destripado y planchado, nos pusimos a jugar por turnos Mortal Kombat en ese televisorsote. O bueno, nos turnábamos todos para jugar con Luis, que ganaba siempre, porque como ninguno de nosotros tenía Súper Nintendo en la casa, éramos muy malos. Fue el único momento en que lo vi feliz ese fin de semana, destrozando virtualmente en esa pantalla gigante los personajes del juego, viendo la sangre, imitando los sonidos de los personajes.
Al rato, el papá de Luis nos vio y nos preguntó que para qué habíamos venido a la finca si solo íbamos a jugar Nintendo. Tenía un vaso de whisky en una mano y un rifle en la otra. “Apaguen eso, que nos vamos de cacería”. En principio a mí no me gustó la idea, porque yo era del grupo ecológico del colegio, pero me imaginé disparando el rifle y se me abrieron los ojos, porque —sí, otra vez— era la primera vez que iba a disparar. Bajamos una colinita por la parte de atrás de la casa, caminamos por un sendero más o menos callados, más o menos nerviosos, con la presencia del canoso con el rifle como apabullándonos, a fin de cuentas, no era que lo conociéramos mucho. Como a los veinte minutos, Carlitos vio un barranquero muy grande con una cola larga de plumaje azul fulgente. En ese momento sonó el teléfono celular y otra vez él se fue lejos a contestar entregándole el rifle a su hijo. El arma quedó en manos nuestras. Por fin íbamos a poder disparar. Luis, que era el único que lo sabía usar, nos explicó cómo se le quitaba el seguro, se cargaba, se apuntaba y se disparaba. Primero, él le tiró al tronco de un árbol. Se vieron las astillas volar cuando el proyectil impactó la corteza del pino. Siguió Carlitos, que agarró el rifle y nos apuntó a todos, amenazante. Que si muy charritos burlándose de él porque se mareó, que ahora sí nos iba a meter un tiro a cada uno por el jopo, cosas así. Nosotros nos escondíamos unos detrás de otros moviéndonos como bailarines en un video de Britney Spears, porque sabíamos que Carlitos era capaz de cumplir lo que estaba diciendo. Luis era el único calmado, como si no le importara mucho que le dispararan. Se le acercó despacio al loco de Carlitos y le dijo que ojo, que a su papá no le gustaba que uno le apuntara a la gente con un arma porque las armas eran cosa seria, nos podían regañar y que los regaños de su papá no se los recomendaba a nadie. Mi amigo miró al canoso de reojo, dejó de amenazarnos y le disparó al mismo tronco que Luis. Las astillas volaron. Después le pasó el arma a Chinga, que se demoró un rato apuntando, apretó el gatillo y vimos moverse unas hojas como a dos metros del tronco. Nos reímos de la puntería del tirador, que se disculpó diciendo que era que se había acordado en el último momento de las tetas de Pamela Anderson. Nos reímos de las bobadas de Chinga. Cuando me estaba pasando el rifle para que yo disparara, el papá de Luis volvió muy ofuscado, nos lo arrebató con violencia y le apuntó al barranquero. “No van a ser capaces de matar el pajarraco pues, manada de cacorros”.
Entonces disparó.
El pájaro cayó haciendo un ruido suave sobre la hierba de color verde intenso. “Recójanlo pues, princesas; vea Luis, estos también son unas locas, como usted”. Dijo el señor. Nadie protestó. Fuimos juntos. Olía a pólvora, teníamos miedo y tristeza. Nos paramos a verlo un rato, sin cogerlo. Estaba boca arriba, con el cuellito doblado a la izquierda. El proyectil le entró en la mitad del pecho, donde las plumas eran más verdes. Carlitos lo tomó en las manos con delicadeza. Volvimos a la casa, el señor caminando muy rápido, nosotros muy lentamente. Cuando llegamos, él no se veía por ninguna parte. Carlitos le arrancó una pluma de la cola al pájaro y la guardó en su maleta, después lo enterramos en un hueco que hicimos con un azadón. Nos quedamos un rato callados, viendo la tierra que cubría la tumba improvisada. Nos dieron sánduches de queso amarillo, papitas de paquete y Coca-Cola de comida. Yo no tenía hambre, pero me lo comí todo porque a mí enseñaron que uno en casa ajena debe comerse lo que le ofrezcan. No quisimos montar en las ochenticas, tampoco en los caballos de la finca. Mucho menos practicar tiro al blanco con el rifle.
Cuando nos íbamos a ir a dormir, volvimos a ver al señor a través de un ventanal grande. Hablaba por el celular afuera de la casa. Gesticulaba, se tomaba las canas, se veía alterado, gritaba. Luis nos dijo que apagáramos la luz, mejor que no nos viera más. Unos minutos después, lo oímos volver adentro, también oímos los hielos chocar contra el vaso de vidrio. Otros hielos. Otros. Otros. Otros. Al rato entró en la pieza donde estábamos y nos dijo que nos largáramos si no queríamos que nos volviera mierda, que nos fuéramos. Eran más de las diez de la noche, hacía mucho frío, pero cogimos las mochilas como pudimos y nos tuvimos que ir. Nos acordamos del barranquero. Del rifle. Luis nos miraba por una ventana de la casa que daba a la carretera, pero el señor canoso lo agarró de los hombros con fuerza y se lo llevó para adentro. Caminamos por donde nos acordábamos que habíamos venido. En la primera tienda que nos encontramos pedimos prestado el teléfono para llamar a mi casa, porque mi papá era el único que tenía carro. A la hora larguita vimos llegar el Chevette rojo destartalado al rescate. Boté por la ventana el muñeco del Pingüino. Le prometí no montar en moto nunca.