Escucha en la toma
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Por YUBELY VAHOS
Ilustración de Señor Ok
La investigación histórica se realiza con los sentidos. Es fácil admitir esta afirmación cuando se piensa en la sed que advertimos en nuestra mirada al vagar por las fotos de días extintos que, claramente, no fueron tomadas para nosotros. O cuando nuestro tacto desnuda un documento de archivo, y rozamos delicadamente su cuerpo de tiempo detenido, mientras olemos el sedimento de las manos que pasaron por él antes que las nuestras. Pero, ¿cuál es el lugar del oído en esta relación erótica? Que nadie piense en jugar a la tabla güija para escuchar las voces de quienes recorrieron antes que nosotros los pasillos de la casa tenebrosa que es en ocasiones nuestro país. El procedimiento es mucho más prosaico, pero el vértigo no está lejos (imagino) del que sienten los jugadores de aquel invento.
Viaje conmigo a curiosear entre los recovecos del Archivo General de la Nación, hasta hallar —gracias a un golpe de suerte— una colección de audios recuperados de veinte casetes, que preservan parte de la vida cotidiana y las negociaciones adelantadas entre el M-19 y el gobierno de César Turbay, durante la toma de la embajada de República Dominicana en Bogotá. Sí, se trata de vestigios de aquella acción emprendida el 27 de febrero de 1980 por el comando Marcos Zambrano de esa guerrilla colombiana y culminada dos meses más tarde. Evento histórico en el que un grupo armado mantuvo cautivos embajadores de Estados Unidos, Israel, Uruguay, Austria, Suiza, El Salvador, Costa Rica, Brasil, Guatemala, Egipto, Venezuela, México y Haití, y al nuncio del Vaticano, hasta que el gobierno y la guerrilla lograron negociar un fin pacífico que comportó la entrega de los rehenes y la salida segura de los guerrilleros a Cuba.
Poco se sabe de los caminos que recorrieron esos audios hasta reposar en las arcas del AGN. Lo cierto es que, como en la película alemana La vida de los otros, los guerrilleros y en menor medida los rehenes fueron grabados por las fuerzas militares durante el desarrollo de las actividades cotidianas y excepcionales que marcaron el ritmo de ese suceso único. También es cierto que, a semejanza de Wiesler, el encargado de escuchar lo que ocurría en la casa de la pareja vigilada en la película, cuerpos de inteligencia, parte del equipo negociador y otros grupos interesados siguieron los sucesos de la embajada, conocieron casi con la misma precisión de los rehenes y los guerrilleros las rutinas y tensiones de ambos grupos —y por ello aún está por saberse cómo esta realidad influyó en el rumbo de las negociaciones—. Con más preguntas que respuestas respecto al origen de los audios, me hallé inmersa en su escucha, intentando descifrar su contenido y transcribiendo todo cuanto podía captar, con el propósito que anima las empresas y las quimeras de los historiadores: comprender una porción del pasado a partir de sus vestigios.
En ese sentido, La Toma: el M-19 en la Embajada de República Dominicana, 1980 da cuenta de mis hallazgos y restituye el lugar del sonido en la investigación, con su carga “erótica”, ética y narrativa. Escuchar como una intrusa girones de la vida de un grupo de seres humanos, forzados a hacer causa común para la culminación exitosa de la toma y separados por sus ideas sobre cómo debía gestionarse ese final y, sobre todo, por la amenazante presencia de las armas guerrilleras, es una experiencia que aproxima el oficio del historiador al del antropólogo. El acceso a apartados de aquellos dos meses me otorgó la sensación de entrar en la embajada, pero qué precaria forma de estar allí. En mis oídos reverberaban conversaciones, gritos, risas, jadeos, mientras yo permanecía a la orilla de lo que había ocurrido hace cuarenta años, como una perpetua recién llegada que no entendía muy bien la trama que se desenvolvía en torno suyo.
De repente escuchaba la voz fuerte de un hombre a quien con el tiempo reconocí como el Comandante Uno, dialogando amablemente con los embajadores de República Dominicana, México y Brasil sobre la comida, haciendo mofa sobre el presidente de la República de Colombia. Y minutos más tarde volvía a encontrarlo a puerta cerrada con la Chiqui, guerrillera y compañera sentimental suya despotricando de los mismos hombres, dudando de la honestidad de sus palabras. En tales circunstancias me fue preciso aprender a pensar en “clave de la embajada”. Esto significó desarrollar una suerte de intuición que me permitió descifrar los entresijos de las interacciones entre los sujetos que habitaron esa casa bogotana.
Hablo de intuición, porque al tratarse de audios captados sin el conocimiento de sus protagonistas nada es totalmente diáfano. El poder que ejercían algunos guerrilleros frente a sus compañeros y la totalidad del grupo respecto a los cautivos se expresaba con un tono particular de voz; en tanto que yo podía percibir la frustración de los dominados en la densidad del silencio, en los dientes apretados que retenían los insultos y los actos desesperados que los cautivos ansiaban y temían materializar. Sin embargo, este recurso no solo acudió en mi ayuda para trazar con palabras el horror que constituye el telón de fondo de esta toma. Se tornó aún más valioso para comprender el sentido de otros aspectos que constituyeron la experiencia de rehenes y guerrilleros.
En la toma se desarrollaron situaciones que nos revelan que, en ocasiones, en la revolución también hubo fiesta. Mi oído me asaltaba con un corrientazo al captar signos del espíritu festivo con que rehenes y guerrilleros hicieron más soportables los días que se sucedían en la embajada. Se bebió y se cantó a la salud de quienes cumplieron años durante esos meses, algunos embajadores y varios guerrilleros se tornaron en contrincantes recurrentes en torno a juegos de azar, los integrantes del comando Marcos Zambrano animaron sus ratos libres e incluso las horas de guardia con licor y chistes de alto calibre, y los rehenes encontraron en el elogio de la belleza de sus captoras un paliativo para su soledad.
Escuchar los audios de la toma no solo implicó dejarme atrapar por lo excepcional. Poco a poco fui reconociendo las rutinas que cimentaban la vida común en ese espacio. Cada hora tenía unos sonidos particulares que aprendí a identificar para situarme en el tiempo de aquellos hombres y mujeres. La madrugada sonaba a duchas y bostezos, la mañana a sartenes, platos y noticias, la tarde a visitantes que arribaban para entregar alimentos y monitorear la salud de los rehenes, la caída de la noche a conversaciones sueltas, reuniones y las voces de los que permanecían insomnes. Solo así, la escritura sobre la toma se tiñó con el color de una empatía sin ingenuidad, y mi cuerpo fue el puente para plasmar en el papel la vaharada de vida que discurría en el reproductor de sonido.
No puedo culminar esta crónica de lo escuchado sin compartir una infidencia que posee el hálito de la prosa de Henry Miller, o de las más atrayentes descripciones etnográficas de Bronisław Malinowski. Durante algunos minutos de escucha descubrí que, en este aparentemente cándido acto, también hay cabida para un gesto que, a falta de una palabra más precisa, denominaré voyerismo. Unos jadeos lentos, ritmados con palabras de deseo; y el sonido inconfundible de los cuerpos ajetreados en los juegos de la carne me anunciaron que había abierto una puerta que los guerrilleros habían cerrado para entregarse a la intimidad del sexo. Con la mano sobre el botón que me permitía adelantar la grabación y pasar de largo ante lo prohibido, deshojé por un instante la margarita: ¿escucho o me retiro? Pero la curiosidad de la mujer que me habita y el afán historiográfico de correr todos los velos del pasado me instaron a seguir las evoluciones de ese deseo que, gracias a la magia del sonido, todavía parece arder con la frase pronunciada por el Comandante Uno: “Sí, mi amor, pero venga, aproveche, quítese eso, eso, en diez minutos, vea, ¡jum!, dentro de diez minutos nos pueden matar”.
Fragmentos
“Y no vino la Cruz Roja, no vino el furgón, y eso está pletórico de basura, de ropa sucia, y el perro muerto en la sala”, señala la Chiqui. “¡Ese perro está muerto desde antier!”, completa Zambrano, a lo que la Chiqui agrega: “Y los lunes es que normalmente la Cruz Roja viene. Ahora rato, cuando estaba el de la moto, le preguntamos y él nos dijo que sí, que el furgón estaba allí, pero no, no vino”. Y cierra el peruano: “Ese perro empieza a oler”.
“Entonces entraba a un cuarto y estaban reunidos todos ustedes. Pues estaba reunida toda la gente y veía a Alfredo. Me saludaba: ‘¿Y qué, usted cómo está?’. Y yo: ‘¡Marica, usted qué hace aquí!’. Y él: ‘No, esto está tan bueno que yo me vine’. Y yo: ‘¡Cómo así!’. Y él: ‘No, pues yo me vine’. Y yo: ‘¿Usted está seguro de que de aquí vamos a salir con vida, o qué?’. ‘¡Claro! La vaina se demora, pero salimos’. Entonces, después […] la Chiqui quería agua, y nos fuimos a buscar agua pa la Chiquita, pero […] los lavamanos no estaban, no había lavamanos, y allí me desperté”.
“¡Presenten armas! ¡Arrr! A discreción, ¡descansen, arrr! A discreción… Entonces, cuando estén en presentar armas, vamos a contar un minuto de silencio por el compañero Carlos Arturo Sandoval”. Posteriormente, Roberto empezó a cantar solo aquella estrofa que nadie recordaba y todos querían escuchar: “Hoy, que la patria se halla herida, / hoy queremos todos combatir, / vamos a dar por ella nuestra vida, / que morir por la patria no es morir”.
“—Bueno, todos los que estamos aquí tenemos seres queridos. La mayoría de los del M-19, creo que todos, tenemos mujeres, hijos, padres… ¿cierto? Yo en mi soledad, pues… cuando estoy descansando, me acuerdo de mi esposa. Tanto ella como yo somos bastante infantiles en muchos aspectos […]. Yo a ella le escribía cosas cuando estábamos juntos. Aunque son muy cursis tal vez, a mí me gusta escribirlas [y] a ella le gusta escucharlas. Yo no sé cómo buscar el medio, ¿cierto?, pero yo quisiera que esto le llegara lo más pronto posible; así no supiera que estoy aquí, pero que me acuerdo de ella.
—¡Qué lindo! [se escucha entre risas].
—Silencio, pues, que peligra la vida del artista:
Aún no me he olvidado de aquel trigo dorado en marzo como en enero, / no de aquellos labios dulzones que un día besé primero. / Ni de tus breves y blancas manos, que cual blancas palomas acariciaron mis ilusiones, / ni de las alegrías y los temores que inquietaban el amor y los dolores. / Muñequita de seda, pedacito de marfil, / gentil muchachita, no te olvides de mí”.