Agencia de turismo carcelario
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Por CAROLINA CALLE
Fotografías de Juan Fernando Ospina y Carolina Calle
I
No, ni riesgos
Si Marina pudiera devolver el tiempo y regresar a ese instante en el que su novio le propuso matrimonio, respondería sin lugar a dudas: no, ni riesgos. Cuando eso pasó, hace más de cincuenta años, dejó salir un suspiro y pensó: ¡por fin! No disimuló el afán de casarse, sacó su agenda y le preguntó: ¿cuándo?
Aunque apenas llevaran cinco meses de noviazgo, quería que fuera cuanto antes. En realidad, esa joven de diecisiete años no estaba del todo enamorada. Marina lo que tenía era prisa de salir de casa, necesidad de probar, urgencia de cambiar. Estaba cansada de la vida que conocía, de que cada día la apretara esa insoportable sensación de estar viviendo algo repetido.
Levantarse a las cinco de la mañana, ir a misa, volver, cuidar a los ocho hermanos menores, estudiar, ayudar a la mamá en la cocina, arreglar la casa, hacer tareas, rezar el rosario, dormir y volver a lo mismo, una y otra vez. No veía la hora de variar el paisaje, la ruta, los acompañantes, el viaje.
Hugo le gustó porque estaba bien puesto, tenía casi treinta años, era gerente de una empresa de fotos y vestía corbata; era rubio, de ojos azules y patillas largas a la moda. Marina no sabía qué era conversar a solas con un pretendiente, cómo era un abrazo de hombre ni qué se sentía tomarse de la mano con un novio. Los papás les controlaban las visitas en la sala de la casa. Ella quería ir más allá de los roces, dar un paseo sin vigilancia, que sus besos no fueran a secas. Pero en esa época, para llegar a esas instancias y quedar bien con todo el mundo, tenían que hacer el trámite ante un altar y salir de la iglesia vestida de blanco.
Recién casada conoció las salas de cine y las tribunas del estadio, aprendió a manejar carro y anduvo por pueblos, comió helado, tomó aguardiente, bailó vallenato, montó a caballo, nadó en ríos, posó para las fotos, pisó un aeropuerto, abordó un avión, miró las nubes de frente, abrazó al esposo por encima del cielo, lo agarró debajo del mar, lo besó, lo probó, lo amó y, así, Marina se enteró de lo que era ser joven, feliz y libre al mismo tiempo.
Antes cumplir los veinte años, debutó como madre; antes de los treinta, ya tenía media docena de niños. Desde entonces solo hubo tiempo para los embarazos. Con los años, llegó de nuevo esa sensación de rutina, de desgaste, de presidio. Levantarse a las cinco de la mañana, ir a misa, volver, cuidar a los seis hijos, cocinar, lavar platos, rezar el rosario, dormir y volver a lo mismo, una y otra vez.
Al esposo se le fue desanudando la corbata, le creció la barriga, empezó a llegar con tufo y a quedarse horas extras en el bar. Su bebida predilecta resultó ser el café con aguardiente.
Se acabaron los paseos en familia, ya solo salía en el carro a recoger al esposo que no podía caminar por la ebriedad. Aunque era un borracho querido, no dejaba de ser un borracho. Marina decidió quitarse el anillo de matrimonio y meter las manos en el fuego y en la nevera. Montó un restaurante y cocinó para compensar el dinero que se iba en alcohol.
Le pidió un cambio a Hugo y le creyó, le insistió y aguantó, le suplicó y soportó, lo aconsejó y esperó, le imploró y explotó. Una noche agarró una toalla larga y le envolvió toda la ropa. Le hizo un nudo con las puntas, le entregó ese equipaje y le dijo: ¡váyase que yo soy capaz sola! Le cogió rabia y asco, se cansó del mal aliento y del ronquido, de ver cada día su risa adulterada y su mirada perdida, de sentirse sola e invisible a su lado. Necesitaba escapar como fuera de esa mala costumbre en la que se convirtió su matrimonio.
II
El nido vacío
A esa Marina libre que conoció los primeros meses de casada no la volvió a ver por ningún lado. La separación le trajo menos disgustos, pero más sacrificios. Más independencia, pero más encierro. En el día se concentró en el restaurante y sus comensales; en la noche, en la casa y sus hijos.
Sus cuarenta años llegaron con presagios de vejez. Cada hijo tomó su rumbo, la casa fue quedando vacía con una colección de matas, dos jaulas y seis canarios. Reclamaba llamadas o visitas de los suyos, en últimas, tiempo y presencia de su familia. Le empezó el reflujo, la gastritis, el mareo, el dolor en las rodillas, la presión alta y el insomnio. Visitó al neurólogo, al otorrino, al gastroenterólogo, al bioenergético, al ortopedista, a la psicóloga, al somnólogo, al psiquiatra. Marina resultó alérgica a la soledad.
Como no tenía con quien, hablaba con sus seis canarios, dos azules y cuatro verdes. Usualmente, a las 5:30 de la mañana Marina les quitaba las cobijas que cubrían las jaulas. Les hablaba con cariño, les ponía granitos de mostaza y alpiste. Les surtía el agua del bebedero y les cambiaba la página del periódico donde caía la mierda. En las tardes les ponía zanahoria rallada y miel de abejas. La banda sonora de su casa eran esos cantos que se desvanecían al atardecer cuando volvía a taparlos con las cobijas.
No solo para la sazón tenía buena mano. También para las matas. Todo lo que tocaba florecía. Una parte de su casa la convirtió en un vivero pequeño. Sembró limoncillo, toronjil, orégano y albahaca. Le nacieron anturios, begonias y novios. Le crecieron pinos y cuernos. Se le murieron cactus por exceso de riego. Como creía que tenían piel y oídos, a todas las plantas las acarició y les puso conversa.
En la peluquería encontró un poco de alivio. Le gusta que la toquen, que la acaricien, que la consientan. La embelesa que le echen el champú, que la peinen, que la maquillen, que le digan que quedó bonita. Desde niña fue vanidosa. Su juguete preferido era el espejo. Le gustaba coger el carbón de leña para delinearse las cejas de negro. En el colegio ganó un reinado y en el pueblo se acostumbró al asedio de jóvenes, adultos y viejos. Cuando mudó de piel y su reflejo se ensanchó, apartó de su vestier la ropa oscura porque le sumaba edad. Coleccionó gorras, escotes y camisas de colores. Se hizo una liposucción, dos cirugías de párpados, se puso pestañas, se estiró las mejillas. Usó uñas postizas, cremas antiarrugas y mascarillas.
En la iglesia también halló un paliativo para la incertidumbre. Se le intensificaron las ganas de ir a misa. Rezar el rosario se convirtió en un vicio. Memorizó los salmos 23, 43 y 91. Le hizo novenas a San Judas Tadeo, a la virgen de Guadalupe, a las Ánimas del Purgatorio y al Milagroso de Buga.
Le pedía al cielo lo mismo que la mayoría: salud, dinero y amor, aunque ella específicamente solicitaba: lotería, juventud y compañía. No necesariamente el premio mayor, pero que no le faltara plata. No eterna juventud, pero que la tercera edad no le restara fuerza ni belleza. No pedía otro anillo ni marido, pero sí una buena compañía.
En su casa siempre hubo una veladora prendida. Le pidió a Dios que no la soltara de la mano, que no la dejara perder, que la guiara por el camino que debiera llegar. ¿A dónde? Ni idea, pero que la acompañara. Le suplicaba por un golpe de suerte. ¿Cuál? Ni idea, pero que algo cambiara. Y pasó, cuando cumplió medio siglo de vida, el golpe llegó.
II
El desvío
Marina no volvería a ser la misma desde el 11 de septiembre de 2001. Mientras las torres gemelas caían en Nueva York, en Medellín esta mujer se derrumbaba al enterarse de que su hijo mayor estaba preso. Había sido recluido en la prisión más hacinada de Colombia: la cárcel Bellavista.
Jorge era un conductor todoterreno: manejaba carros, buses, taxis, camionetas, furgones, lo que hubiera. Alguien lo llamó para contratar sus servicios y le ofreció un buen pago para una tarea simple: llevar un camión a un pueblo cercano. La oferta fue tentadora hasta que la policía lo detuvo en la carretera. Resultó que ese vehículo era robado, que los cilindros de gas que transportaba no eran insumos de cocina sino instrumentos para consumar un atentado de la guerrilla.
Lo acusaron por terrorismo, rebelión, concierto para delinquir, hurto, entre otros. Marina jamás pasó por algo semejante en cincuenta años de vida. Supuso que la cárcel sería el fin, la ruina, el infierno. Los domingos quedaron separados en su agenda para visitar a su hijo. Era el único día de la semana que permitían el ingreso de mujeres. Al principio todo era siniestro. Absolutamente todo. Para poder entrar tuvo que bajarse de sus refinados tacones y alquilar un par de chanclas en las afueras del penal. Los tenis, las botas, los zapatos cubiertos estaban prohibidos para evitar el tráfico de droga y dinero en el interior de los patios.
En esa época las mujeres tenían que entrar de falda para facilitar la requisa en sus partes íntimas. En un cuarto oscuro, una guardiana envolvía los dedos entre un pañuelito blanco, le pedía a cada mujer que se agachara y luego la tocaba para descartar que llevara armas o celulares escondidos en la vagina.
Pasó horas al sol y al agua, al frío y al calor para cruzar la frontera en medio del tumulto. Hizo filas de noche y de madrugada, sacó ampollas y juanetes, se quemó la cara y los brazos, sintió bochorno e indignación, se le hincharon los pies y las rodillas, también los ojos después de la despedida.
Al día siguiente de su primera visita todo le daba vueltas en la cabeza. Los muros, el alambrado, las púas, las cámaras, la requisa del guardia y la del perro, la inspección a la comida y al cuerpo, el pasillo, la oscuridad, la celda, los bolillos, las llaves, los candados, el chirrido, los gritos, la basura, la fetidez, el vaivén, la vida sin horizonte, los sellos en la piel, las palabras en la pared, el humo de los fumadores, los rastros de ansiedad por doquier.
Se levantó con los ojos hinchados de tanta lágrima suelta. En la madrugada les quitó el manto a los pájaros y los vio saltar de un columpio a otro, confinados, desesperados, atrapados, mirando por cada resquicio, buscando una salida, muriendo cada instante. Y como nunca antes, los oyó diferente. Cayó en la cuenta de que esos trinos que le sacaron tantas sonrisas, en realidad eran lamentos, gritos, clamores de libertad. Se sintió culpable por todos los años que los condenó al encierro. Entonces descolgó las jaulas, les abrió las puertas y los obligó a volar.
IV
La pasión de Marina
Al menos los domingos Marina no iba sola a la cárcel. Siempre salía junto a la nuera. Hacían la fila juntas. Le llevaban muchas cosas para que Jorge las almacenara en su celda y tuviera provisiones durante toda la semana. Huevo, salchichón, jamón, fríjoles, arroz, chicharrón, chorizo, ensalada y papa; jabón, desodorante, papel higiénico, crema dental, champú y condón.
Cuando correspondía la visita conyugal a Marina les tocaba dejarlos solos. Se iba para el patio a mirar las rejas que fragmentaban el cielo. El compañero de celda del hijo la invitó a jugar cartas para que fuera menor la espera. Se llamaba Bernardo, era joven, no pasaba de treinta, sus ojos eran verdes como un cañaduzal; su piel era como el azúcar moreno. Era solitario, de pocas palabras pero de buenos oídos, no era de Medellín sino del Valle del Cauca, como su familia estaba lejos casi nunca recibía visitas.
Cuando Jorge buscaba intimidad con la esposa, Marina ya tenía pasatiempo, se iba a jugar al patio y a hablarle a Bernardo. Se volvieron amigos dominicales e intercambiaron soledades. Bernardo le pidió una mano, que le enviara unos papeles a su madre y al juez. Como él quedó con su número de celular, la llamó a preguntarle por el encargo. Comenzó a repetir la llamada para saber cómo estaba, cómo iba, qué tal su mañana, su tarde, su noche. Así empezó la costumbre.
Ya sabía que era él cuando el celular sonaba a las seis y a las once de la mañana, a las dos y a las cinco de la tarde, a las siete y a las once de la noche. Después de tanto tiempo, décadas quizás, Marina volvió a sentirse importante, de repente alguien la esperaba, la necesitaba, la quería. Al menos eso le decía y se lo repetía de frente, por escrito y, sobre todo, por teléfono.
Era la primera vez que Marina se fijaba en un hombre con tanto tiempo libre. Ausente pero pendiente de su día, de su noche, de su vida. Marina empezó a desear que llegara el séptimo día, la fila se le hizo más breve, la requisa le pareció sencilla, la hostilidad de la prisión se le volvió paisaje, la multitud dejó de causarle tedio, los malos olores ya eran pasajeros, el amor le nubló la vista, el olfato, el gusto, el tacto, desde que Bernardo le ofreció sus oídos y se dedicó a escucharla.
Ya no le importó que le sellaran la mano en cada reja, que le esculcaran la comida, que le hurgaran en su cuerpo, que los perros la merodearan, todo tenía sentido si era por ver a su hijo y por compartir con el novio. Y fue ahí, en la cárcel, que Marina volvió a sentirse joven, feliz y libre. Detonó el ímpetu que traía acumulado. Esa juventud que no exploró cuando fue la hermana mayor que daba ejemplo, la madre prematura y la esposa de un hombre ebrio.
Se dejó llevar por esa percusión alebrestada de su pecho, por la curiosidad de esos besos rodantes que recorrían caminos intransitados de su cuerpo. Afuera le decían que estaba loca, perdida, enyerbada, encoñada. Le dio la espalda al juicio, a la crítica, al señalamiento, y se entregó sin prejuicios, sin condiciones, sin mente.
No tenía por qué darles explicaciones a los hijos, al ex, a las tías ni a las amigas. Se enamoró y punto. Eso que le estaba pasando era quizás ilógico, irracional, improcedente pero lo importante, tal vez, era lo intenso. Ningún menjurje, ninguna cirugía, ningún look la rejuveneció más que su nuevo amor.
Adentro no había espacio para detenerse en el pasado ni para planear el futuro, solo existía el presente. El amor era una oportunidad con el tiempo contado que únicamente se presentaba el domingo. Tenía que tomarla. Entraba a la cárcel con ansiedad de la buena, salía con ganas de más. Ir de visita a Bellavista, poco a poco, pasó de ser una condena a un hábito, una necesidad.
V
La epifanía
El idilio iba sin contratiempos hasta que sonó el teléfono de Marina y le dieron una mala noticia: Bernardo ya no vivía en Bellavista. Lo trasladaron de cárcel porque el penal de Medellín no daba abasto, ya no cabía más gente, necesitaban sacar hombres para descongestionarlo y darles entrada a otros. A Bernardo se lo llevaron para el norte, a la cárcel de Montería, a 35 grados de temperatura, a diez horas por carretera de Medellín.
Lo primero que hizo Marina fue pegar un grito, luego suspiró, hizo su maleta, compró un tiquete y abordó un bus. Tenía que volver a verlo, cuanto antes. El primer domingo después del traslado, Bernardo fue el único de los nuevos habitantes del presidio que recibió visita. A Marina el reencuentro le supo a gloria, se sintió valiente e invicta. Ser la primera y la única le concedió algo de poder.
La semana siguiente buscó a las compañeras de fila a las que también las separaron de sus seres queridos. Les contó los pormenores de su odisea, de ida y de vuelta, a lo largo de más de ochocientos kilómetros recorridos. Las invitó a viajar con ella para reducir gastos, alquilar un bus para llegar más rápido sin hacer trasbordos y para estar juntas en eso de cruzar la frontera.
Les hizo varias advertencias. Que eso no iba a ser un paseo, sino un viaje relámpago: que no habría paisajes en la oscuridad, nada que ver por la ventanilla: si acaso destellos, lluvia, neblina.
Les ofreció varios consejos. Que se fueran ligeras de equipaje, con lo básico: ropa cómoda para el camino y, elegante para la visita; pañuelitos para el sudor y las lágrimas; curitas con sal en el ombligo para evitar el mareo.
Les dio algunos avisos. Que de pronto al verlos, los notarían distintos: más flacos, pálidos, ojerosos. Que regresarían en el ocaso, llegarían a Medellín antes del alba: con fatiga, alegría, nostalgia.
Todas se anotaron. El bus salió con el cupo completo. Subieron montañas, aguantaron el frío más oscuro de la carretera, descendieron a la sabana, soportaron la humedad y llegaron al Caribe que no tiene salida al mar. Al frente de la cárcel había una casa vieja. Era un hotel sin estrellas, alquilaron una pieza sencilla, con camarotes, baño compartido y lo infaltable: un espejo.
Se bañaron, se quitaron el sudor, las lagañas y el primer aliento de la mañana. Se maquillaron el trasnocho, se plancharon el cabello, se echaron perfume, se pusieron la mejor pinta, quedaron bonitas. El sol salió y las encontró de pie junto a la primera reja moliendo los nervios y compartiendo la ansiedad que produce la víspera de un reencuentro. Salió un guardia vestido de azul, dio la señal y comenzó la travesía hacia adentro.
A los viajeros se les dice “buen viento, buena mar” para desearles un feliz viaje. Marina les deseó: buen viento y buenamor. Ya que no había mar, que disfrutaran el amor que lo era todo, de lo que ninguna requisa las iba a despojar. Después de unas cuantas horas de visita, unas salieron cabizbajas, otras caricontentas. Parecían recién salidas del mar. Con los ojos rojos y la piel salada.Todas emprendieron el regreso sin suvenires ni fotografías pero con la sensación de haber hecho el viaje más inolvidable de sus vidas. Entonces Marina vio la luz al final del puente colgante que la conduce a su casa. Caminando sobre la sombra descubrió su vocación, su norte, su lugar en el mundo. Concluyó que había nacido para ser guía.
VI
Herencias
Eso de ser guía le venía en la sangre. Su padre fue conductor; su madre, maestra. De esa mezcla le venía el gusto por enseñar caminos. En la escuela mostró interés por historia; en geografía, bastante destreza. Por ser la mayor de su casa, le tocó ser la guía de sus hermanos. Los cuidó, les enseñó, los despachó hasta que ella se fue de casa. Al ser madre, fue la guía de sus hijos. Los condujo, los orientó hasta donde pudo. Por ser la primera en abrir camino hacia un penal lejano, se convirtió en la guía del turismo carcelario.
La situación en Medellín ha estado en alza desde que lo recuerda: la delincuencia, el hacinamiento, la apertura de cárceles afuera, los traslados. Mientras más criminalidad, menos celdas disponibles, más penitenciarías por construir, más traslados por hacer, más familias dispuestas a viajar.
Por eso cerró el restaurante y se dedicó de tiempo completo a su invento. Para ampliar su oferta, Marina pegó afiches en las afueras de las cárceles, repartió volantes a lo largo de las filas, pagó cuñas radiales, salió en páginas de periódicos y en noticieros de televisión. Viajó al centro, al sur, al norte, al oriente y al occidente. Estuvo en las prisiones más heladas, húmedas, secas y ardientes. Visitó penales en el desierto, el puerto, la costa, el llano. Se volvió famosa adentro y afuera.
La solicitaban con urgencia, ellos y ellas. La buscaban de aquí y de allá. La conocían como la señora de las excursiones a las cárceles de máxima seguridad, la mujer que cruzaba el valle y la montaña, atravesaba la selva y la reja. Marina, pero también aérea y subterránea. La que sabía de cielos e infiernos, de libertades y encierros.
Marina recibía llamadas todo el día. ¿Cuánto dura la visita conyugal? ¿Cómo es el clima del destino? ¿Cómo son las requisas? ¿Qué ropa llevar? ¿Qué se puede entrar? ¿Qué está prohibido? Tenía respuestas de sobra. Solo había dos temas intocables. El primero es un capricho personal: no le gusta que le pregunten la edad. El segundo, un secreto profesional: cuando los periodistas la entrevistan siempre habla del hijo que cayó preso, pero nunca dice nada del novio. Bernardo no aparece en la historia, lo desapareció de su memoria. En realidad, lo que no quiere es que le pregunten qué pasó con él, qué fue de ese noviazgo.
Al cabo de un par de años de visitas en el norte, Bernardo obtuvo su libertad. Cuando le llegó la notificación y las rejas se abrieron, simplemente agarró un bus para su tierra, por Medellín pasó de largo. Después de muchos pañuelitos que le limpiaron la tristeza, Marina comprendió que hay amores que solo prosperan en la distancia y en la ausencia, como el cactus que nace en el desierto, crece en la escasez, pero muere en la abundancia.
Si sus clientas se enteraban de este final, le tendrían pánico a la libertad de sus hombres. La esperanza de que algún día volverían a estar juntos afuera era el motor de cada viaje. Por eso, no les contaba su historia y se guardaba este secreto: “El amor dura mientras dure una condena”.
Marina no es la misma. Su piel ya conoce el mar abierto y el naufragio. No es lo mismo hacer un viaje por amor, que hacer un viaje de negocios. Del desengaño le quedaron el ceño fruncido, la cantaleta y el malgenio. Sin embargo, Marina no se arrepiente del romance. Valió la pena. Tenía que vivirlo. Si nada es para siempre, el amor, como todo, también es pasajero.
Lo mejor que le pudo dejar el desamor fue un buen negocio. Le dio la vuelta a Colombia de reja en reja. Aunque su bus era un expreso, Marina hacía una estación a la ida para orar. Le dedicaba su viaje a la virgen, le daba las gracias por su oficio. Al fin de cuentas recibió todo lo que le pidió al cielo: lotería, juventud y compañía. El turismo carcelario era su gran fortuna. Viajaba sábados y domingos y descansaba toda la semana. Tenía un trabajo estable, clientela de sobra e independencia económica. Pagaba sus cuentas, inclusive el diezmo y la peluquería cada semana.
Viajar la rejuvenecía y la relajaba, le calmaba los dolores del cuerpo y del alma. La carretera era analgésica. Los fines de semana no sufría de insomnio, se lo gozaba. Su desvelo le resultaba útil al conductor que manejaba en la noche. Mientras Marina le contaba aventuras carcelarias, le espantaba el sueño y lo mantenía despierto. Por eso todas sus pasajeras atrás dormían tranquilas. Sabían que su guía no las desamparaba ni de noche ni de día.
Los sábados y domingos un grupo de viajeras la adoptaban, la tomaban por madre, abuela, tía, amiga, cómplice, celestina, maestra, guía. Así, volvió a sentirse importante, necesaria, querida. Olvidó que las llamadas y las visitas de sus hijos eran escasas. De regreso hacía otra estación. Le pedía a Dios que le permitiera volver, que la protegiera de todo mal y peligro, de un precipicio o de un derrumbe, de la caída de un puente o de un accidente, de un robo o de un atentado, de la quiebra o de que alguien le montara competencia.
Jamás se le ocurrió pedirle que evitara una pandemia. Al turismo carcelario lo frenó en seco el coronavirus. Si no fuera por la prohibición de visitas en las prisiones, ajustaría diecinueve años ininterrumpidos de viajes. Desde febrero su celular ya no vibra como antes. Las páginas de su agenda se quedaron en blanco y sin reservas. Su cuenta de ahorros quedó en ceros.
Entonces reapareció la ansiedad, volvió a dolerle la soledad, se motiló todo el cabello para no tener que pagar peluquería. Ahora, tiene un altarcito en casa repleto de veladoras, le suplica al Milagroso de Buga, a la Virgen de Guadalupe, al Señor Caído y al santo que se levante, que le devuelva el empleo que se inventó, que no tenga que esconderse de los bancos, que se abran las rejas, que permitan las visitas, que pueda volver al ruedo, salir de este encierro y sentir de nuevo esa bendita libertad que le otorgaron las cárceles.
El 4 de diciembre el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) anunció un plan piloto para reanudar las visitas familiares en las 132 prisiones del país. A Marina la llamó una pasajera a darle la buena nueva y le hizo su primera reserva. Marina se sonrió, suspiró, se dio la bendición. Después de nueve meses, volvió a abrir su agenda.
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