Los fantasmas de Macanal
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por SIMÓN MURILLO MELO
Ilustración de Tobías Arboleda
Cuando tenía cuatro años murió mi abuelo Moisés. De él no recuerdo casi nada: un viejo que alguna vez me abrazó debajo de un curazao como el que tengo ahora en el balcón. Tuvo ocho hijos con mi abuela Bertha. Hizo casi toda su vida en Medellín, fue rector de algunos colegios, maestro de muchos y abuelo de otros. Aquí vivió con su familia —en Villa Hermosa, en El Estadio, en La Ceja, en el apartamento en el que escribo esto—, pero nació en un pueblo boyacense que jamás he pisado y donde sus hermanos mayores, Tránsito, Seferina y Heliodoro, que sumaban más de doscientos años, murieron apuñalados y ahorcados sobre el primer patio embaldosado que conoció Macanal.
Macanal es un pueblo del valle de Tenza fundado algunos años antes de la independencia y que hoy no llega a los cinco mil habitantes. Pequeñas fincas, algunas minas de esmeralda arriba en la montaña, cultivos de maíz que remplazaron la papa con la llegada de la represa de Chivor que bordea al pueblo por un lado y por el otro, las últimas estribaciones de la cordillera oriental. Unos kilómetros más abajo se llega a Campohermoso, y de ahí, a los Llanos. Unos kilómetros más arriba empieza la subida hasta Garagoa, y de ahí, a Tunja o a Bogotá. A finales de los setenta se construyó la represa de Chivor y, con ella, la primera carretera pavimentada. Unos años antes de morir desangrada, Seferina Melo se opuso a esa carretera, alegando que iba a ser la entrada definitiva de los vicios a ese mundo remoto que era su hogar.
Patricia, mi mamá, la menor de la cochada, y su hermano Álvaro, el séptimo, estuvieron unos días en el pueblo en 1972. Y a pesar de la represa, que como una ballena encallada se construía en el fondo del valle, mi abuelo les dijo a sus hijos que el pueblo estaba igual a cuando él nació, en 1912. Patricia y Álvaro fueron los últimos hermanos Melo en visitar Macanal, terminando una tradición que había empezado con sus hermanos mayores, más de veinte años atrás.
Durmieron donde Seferina y Tránsito, Transitico, en una casona en la única intersección de cuatro esquinas del pueblo. Un laberinto de escaleras, habitaciones y recovecos con algunos bombillos como fantasmas, una casa viejísima llena de muebles más antiguos que las dueñas y una habitación con un montón de Selecciones del Reader’s Digest para una aburrición que los niños recordarían toda la vida. Por la noche, los bombillos se apagaban y la oscuridad de la casa se tragaba la oscuridad del valle y mi mamá llamaba a Bertha, la suya, para que la acompañara en ese baúl inmenso.
Más de cuarenta años después, Álvaro volvió de vacaciones. Como su padre lo dijo cuarenta años antes, el tiempo se había aplanado en Macanal. “Me pareció un pueblo muy insulso y no me trajo ningún recuerdo del de mi adolescencia. Era como si fueran dos pueblos distintos, a pesar de que no ha cambiado mucho: algunos baldosines, algunos colores diferentes”. Era Macanal entonces, y es Macanal ahora, un pueblo de cinco cuadras: un parque municipal que hasta hace no mucho era una manga, una iglesia, casas de tapia. Falda abajo, la ballena se había convertido en embalse.
En el parque, la iglesia y la fresquería que fue la farmacia y tienda de ataúdes de Helena Melo hace más de cincuenta años; detrás de la iglesia, la casa de Seferina, y enfrente, la de Heliodoro. A una cuadra de distancia, el estanco de Pacho Melo y el estanco de Agustín Gutiérrez y Elisa Melo. Diagonal a ellos, la casa del primer Moisés, el patriarca de la familia.
Moisés, mi abuelo, era hijo del primer Moisés, quien llegó a Macanal en el siglo XIX, probablemente de Chinavita, a ocupar un cargo oficial. Se quedó, se casó con Mercedes, fue varias veces alcalde, dejó descendencia. Dos de sus hijos, Moisés y Heliodoro, serían los primeros de la familia en ir a la universidad, ambos a la recién fundada Escuela Normal de Tunja. Y si Moisés buscó fortuna en Medellín, Heliodoro haría amistad con políticos en Tunja y en Garagoa y sería, ya para los años treinta, la cabeza de Macanal: el godo más godo del pueblo, siempre de sombrero, traje de tres piezas y revólver plateado.
Heliodoro fundó con otro patriarca el colegio de Macanal, dio discursos en la plaza, fue alcalde, militar, profesor de escuelas y universidades, tuvo algunas tierras por Boyacá. Cuando se permitía algún ocio caminaba por la cordillera sobre la que colgaba el pueblo. Debajo, la finca de Helena, orgullosamente casi de recreo, bordeaba el río Garagoa, que después sería represa, y en varios diciembres podía encontrarse a Heliodoro aflojando la corbata para hacer un pícnic con sobrinos lejanos.
Seferina había comunicado la casa vecina con la suya, donde operaba en el ángulo de la calle la última de las tiendas de los Melo. Durante más de tres décadas vendió muebles, ropa y comida. Eso sí, un campesino no podía comprarle ciertas cosas que un primo Melo, u otro miembro de la diminuta burguesía, sí. “No, no, eso no es pa usted”, decía antes de quitarle una lámpara o una tela a alguna potencial compradora. Con el dinero de la tienda, muchos años antes de morir, Seferina embaldosó el patio de su casa. A cientos de kilómetros del mundo real, los Melo cargaban con un prestigio balzaciano de ricos de pueblo diminuto.
Y así como las familias balzacianas y como tantísimos clanes de la historia patria, los Melo cabalgaban a lomos de un modesto prontuario. Una leyenda —quizá cierta y quizá falsa— cuenta que Luis Melo, hermano de mi abuelo, quien presumía de levantar una mesa con los dientes, desapareció en medio de un lío de tierras a comienzos del siglo XX. Una médium encontró el cuerpo y convenientemente acusó a la familia rival: los Morales. Días después, Marco Antonio Melo, hermano menor de mi abuelo que todavía no llegaba a los dieciocho, supo que el responsable de la muerte de su hermano era Próspero Morales. Un día que este había salido con plata del pueblo a comprar pólvora a Guateque para celebrar la llegada del obispo de Tunja a Macanal, Marco Antonio esperó en un estanquillo a que pasara en su caballo y lo invitó a que se tomara una amarga con él.
—¿Usted qué trae ahí? —le preguntó.
—Unos fuegos para celebrar al obispo —contestó.
Marco Antonio forzó a Próspero a largas rondas de cerveza. Tal vez el viejo sintió que si paraba de tomar el muchacho lo mataría. Pero Marco Antonio no lo mató sino que, uno a uno, lo obligó a botar todos los fuegos destinados al obispo en el cielo de la tarde. Muertos de la vergüenza —y seguramente de miedo—, Próspero y los Morales salieron de Macanal al día siguiente.
—Era un mundo bastante, digamos, alejado de nuestro mundo actual —me dijo Moisés, el Mono, hijo y nieto de Moisés, el segundo de los hermanos y quien junto a su hermano Jorge Orlando, el primero, fueron los primeros de la casa en pasar vacaciones allá.
Después de casi un día entero de viaje, los niños alcanzaban a ver desde el balcón de la casa de su abuelo las peleas que se armaban en el bar de Agustín: cuchillos, machetes, tiros al aire y al otro. Macanal era un pueblo conservador, con unos pocos liberales que a veces terminaban asesinados y con muchos hombres que, independiente de la afiliación partidista, bregaban a matarse.
—En ese entonces la violencia era una cosa que uno piensa ahora como el viento o la lluvia —me dijo Moisés.