Ilustraciones de Maria Paula Vallejo
Elizabeth Mosquera
Era la medianoche, las tripas les ardían a las dos, ninguna conciliaba el sueño, Zully sacó un pedacito de panela, lo partió en dos y le entregó una parte para pasar el hambre, la noche iba a ser larga y el desayuno estaba lejos. No era un campamento de guerra, no estaban perdidas en medio de la selva, estaban arrinconadas en plena cuarentena en la pieza del servicio de una mansión en El Poblado.
—Vamos a salir de esta, en un tiempo vamos a recordar esta experiencia con risa —le dijo Elizabeth a oscuras mientras masticaba ese turroncito dulce y tomaba agua.
Zully era la cocinera, Elizabeth la dentrodera. La primera se encargaba de la comida, la segunda del aseo. No podían salir de esa habitación en las noches porque sonaría la alarma. Según la patrona era por seguridad, por si de pronto se entraba alguien. Pero las dos sabían que era para que ninguna le asaltara la cocina en la oscuridad. La casa estaba repleta de cámaras que las vigilaban.
Antes de la pandemia, Elizabeth creía que había tenido suerte con ese trabajo. Se presentó a la vacante cuando supo que la señora estaba buscando una mujer negra, guapa y fortachona. La patrona parecía ser buena, le pagaba el mínimo, la afilió a la salud, por fin pensó en que eso de pensionarse podría ser alcanzable, le dio regalo de día del Amor y la Amistad y en diciembre le dio aguinaldo. Trabajaba de lunes a viernes, de siete de la mañana a cinco de la tarde. Descansaba sábados y domingos. La jefa se mantenía de viaje, las jornadas eran duras pero tranquilas.
Llegó la primera cuarentena en marzo y las mandó a la casa, pasó abril y cuando empezó mayo las llamó y les dijo: “Muchachas las voy a tener que internar por un mes. Empaquen sus cosas”. A Elizabeth le tocó conseguir en cuestión de horas quién le cuidara a sus muchachos, los tres jóvenes de doce, catorce y dieciséis años. Se despidió y les dijo que los iba a estar llamando, que en un mes volvería, que los iba a extrañar, que se portaran bien.
Cuando la patrona las vio lo primero que les dijo fue: “Ustedes ya no son las mismas de antes, están muy gordas”. Ella tampoco era la misma. Como ya no podía salir, las estaba supervisando día y noche. Vigilaba todo lo que hacían y comían. Les exigió hacer una dieta y les impuso horarios para la alimentación. Solo hasta las once de la mañana podrían desayunar y no lo mismo que ella. Les prohibió tomar café y aguapanela, nada de pan o galleta, tampoco leche ni quesito.
El desayuno sería brócoli, zanahoria y un huevo cocido. El almuerzo sería a las siete de la noche: a veces una sopa de apio con vegetales, casi siempre una ensalada. Elizabeth no olvida los días que cocinaban una pechuga para los dos perros. El pollo para ellos, los huesos para ellas. Ambas se tomaban el caldo de hueso envidiando a los animales.
Las nuevas reglas comenzaron a incomodarlas. A las mascotas se les dice “niños o bebeses”, nunca perros. A Elizabeth le pidió que no usara trenzas, que los domingos en vez de bluyines con rotos usara faldas largas. El primer domingo le pidió que le tendiera la cama y que le aseara las cocas de la comida de los “bebeses”. El día de descanso parecía uno de adoctrinamiento. A las dos las ponía a ver videos de Youtube en los que un doctor les explicaba por qué no debían tomar jugo de mandarina ni de naranja, a cuántos cubitos de azúcar equivalía un mango. Después de los tips de nutrición les tocaba escuchar la palabra de Dios.
Cuando se cumplió el mes, las dejó salir un sábado y les advirtió que las esperaba de regreso el lunes. Elizabeth salió con hambre, malgenio, tristeza. Llegó donde sus hijos, los saludó. Su casa estaba al revés, con cierto aroma a marihuana, encontró una montaña de ropa sucia y las ollas dañadas. Notó a sus hijos distantes, como guardándose un secreto. Su ausencia tenía todo patas arriba.
Ese domingo trabajó todo el día en su hogar, no le rindió, el tiempo apenas le alcanzó para lavar la mitad de la ropa, para asear un cuarto de la casa, para cruzar unas cuantas palabras con sus muchachos. El lunes a primera hora ya tenía que estar de vuelta, con un cepillo de dientes en la mano, arrodillada sobre las baldosas del baño de la jefa, limpiando ranura por ranura para dejarlo brillante.
Flor María Montoya
A las 4:05 de la mañana Flor ya tenía el ojo abierto. La despertaron las ansias de cumplir un plan. Miró el celular y desactivó la alarma antes de que sonara. Se dio un baño de gato sin bostezos. Se puso un pantalón negro y una camisa de cuadritos morados. Como necesitaba calzado cómodo porque era posible que le tocara estar mucho tiempo de pie durante el día, eligió sus tenis blancos. Le echó cuido a la perra, se puso el tapabocas rosado y se abrigó con una chaqueta abullonada porque hacía bastante frío en esa madrugada del viernes 19 de junio.
Cerró la puerta de su apartamento junto a Carlos, su compañero sentimental. Bajaron las escaleras del edificio con sigilo para no despertar a ningún vecino. Se montaron en la moto, arrancaron por las calles oscuras de Robledo y tomaron los caminos buscando un norte. A las 5:55 de la mañana llegaron a Copacabana. Flor fue la persona número 7 que estaba antes del amanecer en la fábrica de electrodomésticos. Allá, en ayunas y con ilusión, vio salir el sol y esperó hasta las once de la mañana cuando por fin la pudieron atender. La fila para ese momento ya era inmensa. Flor pensó que había sido una gran idea madrugar tanto, sabía que no sería la única que iba a aprovechar el primer día de la historia sin IVA.
Con la cuarentena, el encierro y tanto tiempo libre, a Flor se le fijaron dos ideas en la cabeza. La primera, que se quería cambiar el nombre. Que ya no se quería seguir llamando Flor María, sino Mary Luz. La otra iniciativa era que tenía que estrenar lavadora. Como fuera. Pensó que toda su vida se la pasó usando cosas de segunda. Estaba cansada de la escarcha descontrolada de la nevera, de alquilar lavadoras y lavar de afán a toda hora, de gastarse su plata en técnicos para el arreglo de la estufa.
Flor nació en una vereda de Urrao. Vivió con caballos, marranos, gallos, gallinas. Salió del campo a los veinte años, lleva 34 en la ciudad. Aún tiene las mejillas coloradas, las trenzas largas y un tonito para decir las cosas que a veces parece gritado. Vive con su pareja y una perrita llamada Lupe. No tiene hijos. Trabaja por días en un apartamento en El Poblado. Ha rotado por muchas casas, pero con esta familia se adaptó, la patrona no es cansona como tantas que eran sus guardaespaldas mientras aspiraba, sacudía y planchaba. En este hogar no falta desde marzo de 2013. Ya ajustó siete años. Entra a las 7:30 de la mañana y sale a las 4:30 de la tarde.
El jefe, don Alfonso, le hace el desayuno. Siempre le sirve una arepa con dos porciones de quesito, huevo revuelto con hogao, pan y galletas, un té de sobremesa. La patrona, doña Victoria, a veces se encarga del almuerzo. Le hace ajicaco, arroz con pollo, sudado de muchacho. Allá trabaja tranquila, tiene una relación cordial con la familia. Le pagan lo justo, siempre están al día con sus deberes como empleadores.
Flor se desentendió de su trabajo en marzo cuando lo decretó el presidente. Se tomó la cuarentena con calma, como un tiempo de descanso. Se dedicó a su casa y a su perra que está obesa. Tiene ocho años, es blanca con café y las orejas le cuelgan, pesa veintitrés kilos. Ya tiene problemas de cadera así que a Flor le toca subir y bajar escalas con ella cargada para sacarla a hacer sus necesidades. Gracias al aislamiento, Flor sacó más a su perrita al parque. Caminaron juntas. Antes, cuando llegaba del trabajo, descargaba el bolso y le tocaba secar los orines porque Lupe no se aguantaba más las ganas.
El día que la patrona la llamó a saludar y a ver cómo estaba, le recordó que aunque no estaba yendo, le estaba guardando su pago, que le tenía la liquidación por el aniversario que ajustó, que la tenía al día en sus prestaciones sociales. Se sintió con fortuna, aunque era lo justo, no todas sus colegas tienen a una patrona tan seria como ella. Así fue como a Flor se le prendió el bombillo. Cambiarse el nombre podría esperar. Darse un gusto no, era imposible aguantarse las ganas de comprarse una lavadora nueva.
Ese día sin IVA, Flor tenía en sus bolsillos el acumulado que la patrona le entregó de tres meses sin ir al trabajo, más la prima. A eso le sumó los ahorros que solía guardar entre suelas de zapatos y portarretratos de su casa porque no le gustan los bancos. De la fábrica de electrodomésticos salió antes del mediodía con una factura en la mano, el estómago vacío, el corazón contento, una risita nerviosa y cierto orgullo en la mirada. Nunca en 54 años de vida se había dado ese lujo. Por primera vez tenía algo nuevo y con garantía. No solo se compró una lavadora, le alcanzó también para una nevera y la estufa.
Cuatro días después llegó un camión con los electrodomésticos a su barrio. El martes les dio la liga al conductor y al ayudante para que le subieran las 79 escalas con los aparatos grises hasta su casa. Los vecinos empezaron fisgonear, a felicitarla, a cuestionarla. Para desviar la envidia de la mala, ella les inventó que había sacado un crédito, que poco a poco le iba a tocar pagarlo. Pero ella sabía la verdad, estaba libre de deudas. Ese fue un día feliz para Flor. Nunca olvidará que en 2020, el mismo año de tantas desgracias, a ella le ocurrió el milagro de estrenar.
Marta Elena García
Marta estaba acostumbrada a los toques de queda antes de la pandemia. Eran frecuentes en el municipio de Bello por la situación de orden público. Sabía que, de repente, en cualquier momento, se agarraban las bandas y empezaban los tiroteos. Pero Marta vivía sin miedo, pedía permiso en el trabajo para que no se le hiciera muy tarde el regreso, conocía las fronteras invisibles, caminaba tranquila por el barrio.
Fue el toque de queda de la cuarentena el que le puso los nervios de punta. Desde marzo que los empleadores la mandaron para la casa no duerme bien, tiene angustia, ansiedad, lloradera, un médico incluso le mandó gotas de marihuana para el insomnio. En las noches, cuando cena con su esposo y sus dos hijos, de pronto le suena el celular y Marta suspira, sonríe por primera vez en el día y se encierra en el baño a hablar. Sentada en la tapa del inodoro, mira la pantalla, escucha a dos niños que le dicen que la extrañan, entonces a Marta se le machaca la voz, les tira besos y se pone a llorar y a llorar y a llorar. Cuando cuelga, coge el papel higiénico, se limpia el rostro, coge fuerzas y sale a continuar con la comida.
Habla al escondido para que su familia no se ponga celosa. Lucas y Simón son los hombres que la tienen mal. El mayor de doce años, el menor de cuatro. Marta los ha visto crecer, ha sido parte de esa familia por diez años. No era interna pero trabajaba de lunes a sábado. Aunque le tocaba movilizarse noventa minutos en transporte público, los niños le hacían pensar, tanto a la entrada como a la salida, que tenía el trabajo de sus sueños.
Para llegar hasta esa casa le tocaba caminar quince minutos desde su barrio hasta la estación Niquía del metro. Cuando tenía suerte y había puesto tomaba el primero que pasara. Si no, esperaba para irse sentada porque de pie se mareaba y eran quince estaciones hasta llegar a La Aguacatala. Allí tomaba un bus que subía por la loma de Los Balsos y la dejaba antes de las ocho de la mañana en la portería del edificio. La jornada laboral terminaba a las seis de la tarde. Se iba caminando hasta el metro y de ahí regresaba envuelta entre la multitud hasta la última estación. En Niquía tomaba otro bus porque no era conveniente caminar por el barrio de noche.
Cuando empezó la cuarentena, los patrones migraron. Dejaron el apartamento y se fueron para la finca. Pasó marzo, abril, mayo y seguía el encierro. A Marta le transferían el sueldo. Ella se ofrecía a subir a trabajar hasta El Retiro pero ellos le decían que no, que tenían miedo, que de pronto podía contagiarse en el bus de ida o en el de venida. Así fue como Marta empezó a fraguar un plan para poder volver al trabajo. Eran muchos días, muchos meses, “sin ver al rey ni al príncipe”. Si el problema era el contacto con los otros y usar el transporte público, pues lo remediaría. Decidió descompletar los ahorros que tenía para un viaje y un día de junio llegó a un almacén de la 33 y se compró una moto.
Una vez la compró cayó en la cuenta de que no sabía manejar, de que tendría que sacar un pase, de que primero debía pasar por una escuela de conducción. Pero con tal de volver a ver a los niños pagó lo que fuera, se matriculó y empezó, a sus 52 años de vida, el curso de conducción de motocicleta.
Estaba contenta con su proyecto. Marta recordaba las tardes de fútbol en las que se convertía en arquera y los niños le pegaban pelotazos en el balcón. Añoraba esos momentos en que les hacía crispetas y se ponían a ver películas en inglés. Cuando les ayudaba a hacer las tareas y los niños terminaban dándole cátedra.
Justo el día que le contó a la jefa que ya tenía una nave y que estaba recibiendo las clases teóricas, Marta recibió un golpe bajo. La empleadora le dijo que la situación estaba difícil para la familia. Que tuvieron que vender un carro. Que decidieron quedarse a vivir el resto del año en la finca. Que van a poner en venta el apartamento. Que no podrán seguirle pagando el sueldo que le estaban enviando, que les diera una tregua para conseguir la plata de la liquidación y así terminar el contrato. Lo que terminó de rematar a Marta fue cuando le dijo que allá en el pueblo consiguieron a otra.
Desde entonces Marta no para de llorar. La moto quedó arrinconada en su garaje. Su familia está muy preocupada porque no concilia el sueño, come poco, se mantiene con los ojos hinchados. A veces se sube a la plancha de su casa, allá en el norte, a pensar que sus niños están muy lejos, en el oriente, detrás de esa montaña que tiene al frente.
Marta se metió a un grupo de oración que se reúne a través de Zoom para empezarle a hacer el duelo al trabajo pero sobre todo a los niños. Tiene miedo de que la olviden, la memoria de niño es muy frágil. Si no le trabaja al desapego piensa que se va a morir. Hoy en día solo ora para que la pandemia pase, para que la patrona se retracte, para que no llegue el día en el que le entregue esa espeluznante carta de despido.
Luis Alfredo Dávila
Cuando Luis mira hacia el pasado piensa que su historia está partida en dos. Hay un antes y un después. Lo que cambió todo fue cuando dejó el trabajo que tenía en una casa de citas por otro en una casa de familia. Hoy, flaco, canoso, con arrugas alrededor de sus ojos, con uniforme negro, se mira en el espejo y ya no encuentra rastros de la mujer colorida que fue, la que después de las fiestas dormía en la calle, cobijada con cartones.
Cuando era niño vivía en Aranjuez. Estudió hasta segundo de primaria pero nunca aprendió a leer ni a escribir. El papá los dejó por otra y su madre, sus hermanos y él quedaron jodidos. Vendía huevos en el barrio y confites en los buses. Se la pasaba en el basurero recogiendo hueso, aluminio, vidrio y cartón. Creció y empezó a trabajar en un burdel en Lovaina. Se convirtió en una joven a la que llamó Claudia. Se mantenía con las uñas largas y pintadas, el pelo largo y liso hasta la cintura. Se ponía faldas y vestidos de flores, lentes de contacto azules. Empezó a tomar hormonas, “para sacar tetas, cadera, cuerpo de vieja”, recuerda Luis. “Era toda una modelo, pero con voz de perro”. Hacía fonomímicas de Amanda Miguel, Rocío Dúrcal e Isabel Pantoja.
Cada día estaba con un hombre distinto. Como a los clientes les gustaba que estuviera “traguiadita” le empezó la costumbre por el licor. Pasó el tiempo, su precio se fue devaluando, los hombres la buscaban menos, ella los necesitaba más. Un día, en un arrebato, emprendió un viaje a Bogotá. Se propuso subir de rodillas a Monserrate y lo logró. Le ofreció las peladuras al Señor Caído. Llegó sin aire, con sangre a la vista. En sus adentros le dijo que esa no era vida. Que no quería seguir siendo esa persona, que la ayudara a cambiar, a encontrar su lugar en este mundo.
Cuando volvió a Medellín cogió unas tijeras y se cortó el cabello desde la raíz y empezó el cambio. Sabía que no solo era buena en la cama. Su familia le decía que tenía buena sazón y para el orden, mucho tesón. Aceptó una oferta de trabajo como “muchacho del servicio” y decidió volver a ser Luis. “La misma loca pero sin disfraz”. El rumor de sus servicios se fue regando, una patrona les contó a las amigas que tenía un hombre haciendo las labores de la casa y las demás por pura curiosidad quisieron probar.
Desde entonces no ha dejado de trabajar en casas de familia. Al principio, mientras daba con gente buena, “le tocó ponerse el pantalón y la correa”. Se defendió del esposo de una patrona que lo intentó violar; de una jefa que lo ofendió cuando le dijo que “ojo con ir a tocar al niño”, “que los maricas tienen malas mañas”; de otra empleadora que tenía todo el mercado calculado y cuando salía le ponía a la nevera un candado.
Ahora, la mayoría de sus patronas son buenas, lo aceptan, lo quieren, lo necesitan y lo consienten. Luis les gusta porque tiene talentos culinarios, su especialidad son los fríjoles. Tiene fuerza en sus brazos, una obsesión compulsiva con el aseo, una delicadeza intensa y, sobre todo, buen humor. A todas las hace reír con sus ocurrencias y su botadera de plumas.
En la cuarentena le ha ido bien, no se puede quejar. Tiene trabajo todos los días en una casa distinta. Se la pasa en Laureles, Estadio, Belén, Envigado y El Poblado. Como varios se fueron para las fincas o sus lugares de origen, le entregaron las llaves de los apartamentos. Los vigilantes de los edificios lo vieron entrar como si fuera el amo y señor de la casa y no le dijeron nada porque saben que es de extrema confianza. Luis trabajó a solas y sin camisa, sin supervisión y sin prisa. Como no había que cocinar, ni lavar ni planchar, todo lo resolvía en poco tiempo. Fueron días de relajo. Confiesa que hacía la siesta, que vio la novela, que sintonizaba La voz de Colombia y dejaba salir su voz destemplada mientras bailaba y por ahí derecho barría y trapeaba.
Ahora que los jefes están de vuelta, Luis se siente más contento, le hacía falta conversar con alguien. Se considera una persona con fortuna, ser empleado del servicio ha sido su orgullo. Desde que lo ejerce se siente pleno, digno, feliz, piensa que pasó al más allá, a la buena vida. Pronto cumplirá sesenta años. Ya no es un muchacho del servicio, es todo un señor aunque los porteros cada vez que lo vean, se codeen, se rían y murmuren: “Llegó la diva”.
Claribed Palacios
Era de noche y Claribed ya estaba cansada. Le dolían los codos y la espalda. Tenía los dedos entumecidos y el corazón agrietado. Antes de irse a la cama, tenía que escribir un pronunciamiento sobre la tragedia de una colega que perdió la vida mientras hacía su trabajo en un apartamento. Desde que empezó la cuarentena se la pasa al frente de una pantalla. En las mañanas tiene reuniones; en las tardes, foros; en las noches, talleres; en los ratos libres responde correos, a la medianoche apenas tiene un respiro. Ser la presidenta de la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (UTRASD) no es fácil y menos en una pandemia.
Antes se la pasaba en Urabá, Cartagena, Neiva y Medellín haciendo conscientes a las trabajadoras negras de sus derechos. Haciéndoles caer en la cuenta de que los abusos no son normales y que la esclavitud se abolió hace mucho tiempo. Estuvo en el Congreso de la República junto a Jorge Enrique Robledo abogando por la Ley de Prima. Ha representado al gremio en conferencias, convenciones, ponencias las once veces que ha salido del país.
Estuvo en el Foro de Trabajadoras Africanas de Londres. En Suiza discutiendo el convenio 190 de la Organización Internacional para las Migraciones sobre la violencia y el acoso laboral. El año pasado anduvo por Brasil y Argentina hablando sobre migración y trabajo doméstico. El 9 de marzo iba para Estados Unidos pero dos días antes cancelaron el evento por la crisis sanitaria mundial. Sin embargo, desde la sala de su casa en el barrio Robledo sigue el activismo.
En estos cinco meses de encierro se han afiliado más miembros al sindicato. Han recibido más llamadas, quejas, denuncias porque aumentaron los abusos. Con el bodegón de fondo del comedor, un turbante en la cabeza y labial rojo en los labios ha declamado más discursos de lo normal. El 22 de julio se unió a un Facebook Live para conmemorar el Día Internacional del Trabajo Doméstico. Participó en una tuiteratón para manifestar que las medidas que ha tomado el gobierno en el aislamiento obligatorio no protegen al gremio. Estuvo junto a la senadora Ángela Robledo en el lanzamiento virtual de Aliadas, una aplicación de celular en la que las trabajadoras del servicio doméstico pueden calcular la prima, una liquidación, resolver preguntas frecuentes y establecer un diálogo directo con el Ministerio del Trabajo.
Claribed tiene la agenda repleta. Además, es madre de tres hijos, es estudiante de derecho y de licenciatura en etnoeducación. Los últimos días ha sentido estrés del puro. Ha subido de peso. Le duelen los tobillos. Se acuesta cansada pero sabe que vale la pena este esfuerzo crónico. Todo lo hace para que a otras no les pase lo mismo que a ella le tocó cuando salió de catorce años en lancha de la vereda Tribugá, en el Chocó.
Aún recuerda al patrón que le tocaba los senos. A la anciana que no le pagaba sueldo y creía que bastaba con darle techo. Al hijo de una patrona que le agarraba la nalga. Al esposo de la jefa que la echó cuando supo que estaba en embarazo. Desde que salió de su tierra comenzó esa seguidilla de violencias en Quibdó, Medellín, Buenaventura, por donde fuera. Por eso se unió al sindicato hace siete años. Por fin encontró su espacio. No se imagina qué pasaría donde no hubiera organizaciones como esta velando por la integridad, la dignidad y la seguridad de las trabajadoras del servicio doméstico.
En la mañana del jueves 6 de agosto a Claribed se le salió un suspiro cuando empezó a leer titulares de prensa: “La mala hora de Glennis”, “Cayó al vacío mientras limpiaba”. Aunque Claribed no la conocía, sabía que era de las suyas. Una negra que nació rodeada de mar. Salió de su tierra siendo muy joven. Llegó de Turbo a Cartagena y trabajó por cuarenta años en casas de familia. En los últimos tiempos trabajaba para extranjeros. Llevaba un mes sin poder salir del apartamento en un edificio frente a la playa.
Según la prensa costeña, lo hacía de manera informal. No tenía afiliación a la salud, ni a la pensión, tampoco a la aseguradora de riesgos profesionales. En las horas de la mañana cayó desde un piso muy alto. Al principio nadie entendía qué había pasado. Por qué una mujer de uniforme azul oscuro, descalza, había caído sobre el antejardín del recinto. En el balcón de sus empleadores quedaron sus chanclas y un banquito de madera. Entonces Claribed dejó salir su desazón por escrito y publicó este comunicado:
“Perdió la vida la compañera Glennis Baloyes Pérez, de 52 años y oriunda de Turbo-Antioquia, la trabajadora se encontraba limpiando los balcones del edificio cuando pierde el equilibrio y cae al vacío desde el piso 11 del edificio ubicado en una exclusiva zona residencial de Castillogrande en el Norte de la ciudad.
Hoy, con profunda tristeza, hacemos un llamado a los empleadores, a la sociedad y al Estado para que el trabajo doméstico no nos cueste la vida. Es inadmisible que el trabajo doméstico siga representando un peligro para las más de 750 mil mujeres del sector, que por órdenes de empleadores se someten a trabajos riesgosos y sin ningún tipo de protección como la limpieza de vidrios en alturas.
La vida de las trabajadoras domésticas nos importa y no podemos permitir que la subordinación o el miedo a la pérdida de un empleo las ponga en riesgo. Estos casos muestran una realidad: la necesidad de capacitar a las trabajadoras y empleadores del sector en riesgos laborales, una obligación del Estado y de las ARL; así mismo, nos muestra la necesidad de avanzar en la reclasificación del riesgo de las trabajadoras domésticas que en la actualidad se les afilia por el riesgo más bajo, cuando la realidad es que este sector se expone a diario a quemaduras, cortaduras, sobreesfuerzos en pesos o caídas, las cuales ameritan una evaluación del riesgo y una reclasificación. Desde la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico, instamos al Ministerio de Trabajo a que busque una estrategia de inspección a hogares para prevenir que este tipo de situaciones sigan ocurriendo”.