Archivo restaurado

Universo Centro 042
Febrero 2013

Trama y urdimbre

Por JORGE DIEGO MEJÍA CORTÉS
Ilustración de Mónica Betancourt

Anoche soñé con la muerte, una mujer demacrada y hermosa, pálida como esas modelos de Europa Oriental que flotan drogadas por las pasarelas con escasa ropa. Vestía de negro, con su guadaña al hombro, nada particular. Iba en la popa de un corroído barco pesquero; me miraba fijamente, con una pasmosa melancolía, como una madre que acaba de perder a su hijo. Súbitamente el barco se acercó a unos trescientos metros y la parca clavó sus ojos pardos sobre los míos. Me sonrió. Un inquietante sentimiento de angustia se apoderó de mí. Deseaba saltar a la mar y buscarla. Luego sentí la impotencia de estar en ese muelle sombrío, avizorar la nave que en escenas editadas bruscamente se alejaba, tener la certeza de no poder alcanzarla.

Siempre odié el retorno a la vida en vigilia, con todos esos inconvenientes del yo. Me levanté aborrecible, cual Gregorio Samsa después de su infortunio, condición natural debido a mis desórdenes cognitivos, leer tanta porquería, abusar del alcohol. Un viejo perro sin raza ladra a los transeúntes que madrugan a esclavizarse en una de las tres mil fábricas que componen este asqueroso complejo industrial donde vivo. Tras tomar un café descafeinado, con leche deslactosada, endulzado con sacarosa sin azúcar, me dirijo a mi oficio de burócrata.

Uribe sigue ladrando, le ordeno que se calle, parece una estopa sucia que menea la cola; tal vez no merezca ese nombre, pero así lo bautizó Fernando Cifuentes, amigo sindicalista que me lo obsequió en uno de sus ataques de malparidez. Con la cabeza gacha Uribe se acerca a saludarme; lo que quiere es comida, y eso precisamente es lo que no hay. Mi perro es lo único que me queda, la única persona que puedo soportar y que puede soportarme. Mi mujer, que nunca lo fue, se escapó con un apuesto empleado de un juzgado, joven, vigoroso, lleno de testosterona, con la cara carcomida por el acné. Mi hija Josephine se fue a salvar los océanos detrás de un ecologista de mierda (también lleno de testosterona). Yo le agradezco al Dios del queso que se hubieran largado y me hubiesen dejado solo, revolcándome en mi mugre y mi melancolía.

Salgo de prisa, camino diez cuadras entre mendigos y borrachos, llego a la entrada de la textilera, maldigo otro día de vida, saludo al portero y continúo la marcha por el campo de concentración. Mi oficina más parece una garita, llena de muestras de tela, papeles con series de números que solo los que sobrevivimos aquí podemos entender, un computador de la posguerra, una lámpara de interrogatorio, un escritorio de metal, un pocillo también de metal, una columna de retazos y un calendario de Pielroja que data de 1979; el lugar perfecto para que un bucólico purgue una condena.

Antes de comenzar la jornada observo el gigantesco reloj de la era soviética, aplaudo mi puntualidad y enciendo un cigarrillo de los que me consumen. Omar me saluda desde la entrada del inmenso salón y sostiene un monólogo que me cuesta descifrar; me enseña una lonja de tela camuflada. “¡Mire, qué grosería!, esta tela va para el ejército inglés y tiene 57 y 90, aparece revisada por el turno de la noche, ¡y dejaron pasar semejantes horrores!”. Finjo interés y tras observarla un rato por ambas caras determino que la revisen de nuevo, la piquen y extraigan calidades B y C. En mi “lorito” está sonando Francisco Canaro, se me hace caña la boca, el pago está lejos y el último nos llegó con una semana de retraso.

Cada vez me siento más cansado, estas ocho horas parecen eternas, me duelen los ojos, parezco un alma en pena y las grietas en mi cara evidencian la fatiga. Después de ingresar 140 disponibilidades a la intranet, la imagen dantesca de lo que alguna vez fue mi familia vuelve a partirme las entrañas. Es probable que lo único que extrañe de Carolina sea la forma de hacer el amor; eso no me causa más gracia que espanto, ¿cuándo me extrajeron los sentimientos?

La última vez que tuve sexo fue hace año y medio, con una de las empleadas de la planta de no tejidos, jovencita pero fea; fue en los baños, con mucho susto. Aunque tuve que pagarle no me importó; igual ese día en vez de mariposas en el estómago sentí una especie de amibiasis, escarabajos y gusanos, una mezcla de sensaciones extrañas. Cuando era joven me gustaba mucho ir al fútbol los domingos, tenía una novia morena, exquisita, se llamaba Sara; me quería mucho pero me cansé de su amor fiel y desinteresado, en el fondo necesitaba una arpía que me dominase, me engañase y me redujese a lo que soy. Lo peor vino cuando la arpía quedó en embarazo; sabía que no era mío, me encariñé cuando supe que era una niña, le busqué el nombre, Josephine, como Josephine Baker, porque se asemejaba a Sara, así de morena, así de caliente. Carolina nunca lo supo, pensó que era un nombre elegante porque venía del francés.

Mi padre, quien fuera un militar lisiado en la Guerra de Corea, me dio una estricta educación; a él le debo mi gusto por la música y la literatura. A hurtadillas comencé a leer a Marx; por él me alejé de la iglesia hasta el punto de renunciar casi por completo a ella, y peleaba con mi madre, cristiana ortodoxa, que me obligó a recitar la misa en latín. Soy el menor de siete hermanos, dos son sacerdotes, una monja, uno loco, otro muerto. Clara la mayor vive en Estados Unidos, de esa hace diez años que no sé absolutamente nada. Desde que los viejos murieron cada uno se propuso olvidarse de todos y declarar la independencia de tan férreo patriarcado. Gracias a un testículo defectuoso no pagué servicio militar; de lo contrario, ¡válgame Dios del queso!, estaría muerto o mutilado, aunque mi padre hubiese muerto orgulloso. Siempre fui muy brillante en las matemáticas, estudié ingeniería en la Universidad Nacional. Gracias a él, siempre tan voluntarioso para el trabajo, conseguí este promisorio empleo que se convirtió en una celda donde se compra mi tiempo, y yo cual puta lo doy sin más reparos.

Hora de almorzar. Me siento en el bar al lado de Don Eduardo, un solterón que vive feliz de serlo y le dedica todo su tiempo a su madrecita. Comienza su retahíla contándome sobre un terremoto que hubo no sé dónde, continúa narrándome una serie televisiva de detectives que persiguen asesinos en serie; “vaya conversación”, murmuro con desagrado. Su sonrisa me ablanda el corazón; finjo interés de nuevo, igual no lo escucho. Termino de comer arroz con lentejas. Camino hacia mi prisión laboral, en medio de titánicas máquinas que blanquean, tiñen y sanforizan textiles, mientras un viento maligno se aloja en mi cavidad torácica.

Ahora llega el jefe de turno a indagar por nuestra labor, pregunta sin saludar si ya está listo el pedido para Venezuela, si la tela que devolvieron de las confecciones ya se revisó, si los empleados de la cooperativa de trabajo están dando resultado y si don Vicente perdió la mano en el accidente del pasado sábado. Le respondo con monosílabos, total él ya se acostumbró, su frialdad y la mía son compatibles, solo que la mía está desprovista de orgullo y la de él no se distingue de su ego de joven profesional: “ejecutivo junior”, otro sinónimo para “perrito faldero” de esos que usan las empresas un tiempo y desechan cada que una universidad excreta nuevos párvulos con título. Como decía Neberamis, “la vanidad de la humanidad consiste en la falsa creencia de que somos los únicos seres inteligentes, con títulos académicos artificiales; como no tenemos pares y no palpamos un dios de carne y hueso ni tenemos un rival natural, nuestro orgullo llega a un nivel tal, que bien podría equipararse a la idiotez, la misma idiotez que fluye en medio de los ríos de tinta que plantea el conocimiento”. Ahora lleno formas y formatos, órdenes de salida y registros, papeles, papeles, papeles. Siento por una ventana enmallada los pájaros que gritan al crepúsculo. El día llega a su fin, los buses se alborotan, la gente fluye por las calles, todos tenemos hambre, suena la campana de Pavlov. Por hoy, soy libre. Una vez más cambio mi uniforme a rayas por el de civil conformista, escucho el lunfardo de mis compañeros, camino fuera del ghetto, regreso a mi casa ubicada en el cuarto piso de un edificio sin gracia arquitectónica, gris hollín y azul godo; me recibe Uribe meneando la cola (me pregunto si este canino merece llamarse así). A veces tengo la impresión de que los animales que usamos como mascotas pueden pasar horas enteras esperando por la voz de su amo, que eso es tan esencial para su simple existencia como la comida y el agua, inocentes de lo que es amor o lo que ello signifique. Me mira, saca la lengua, canta, me saca una sonrisa que no tengo que fingir, le doy un pan que me traje del almuerzo, agradece con reverencias. Hace frío, enciendo un porro, abro un libro que ya he leído, prendo la radio, bailo un poco con mi perro, él ladra, se ríe, aplaude mi torpeza, celebra mi locura. Hay un silencio sepulcral en las calles. Una hora después se escuchan disparos, luego ambulancias –ya me extrañaba–, una discusión familiar al frente, el olor de un guiso quemado debajo. Llega la noche y con ella el cansancio, luego el sueño, mi perro se duerme.

De nuevo frente a la mar. Ahora tengo un traje victoriano, estoy parado sobre el muelle, hace frío y el viento despeina un inusitado cabello que no tenía, hermoso cielo carmesí al atardecer, en lontananza un barco pesquero, se aproxima, en la proa del barco la muerte desnuda, sus cabellos negros danzan con el viento, sus ojos pardos brotan del vacío de sus cuencas, se aproximan a los míos, mi viejo corazón sufre taquicardia, aguanto la respiración; el barco arriba; su piel me invita, me hace una señal, subo al barco que luce tan añejo como mi rostro, me besa, me besa, en cada beso se lleva mi alma, siento su guadaña transverberar mi corazón, el placer me inunda mientras mi corazón se detiene.

Mi perro se queda en la otra orilla, ladra, canta, me pide que regrese.