Archivo restaurado
Universo Centro 039
Octubre 2012
Por ALFONSO BUITRAGO LONDOÑO
Fotografías de El Nueve
Pocos kilómetros detrás de la Ciudadela Nuevo Occidente, a unos 2.300 metros de altura, se acaba el Valle de Aburrá. Las tierras frías que abastecen de agua y leche a Medellín están más arriba. Unos metros abajo, donde empieza la Ciudadela, está la estación La Aurora del Metrocable, cadena del ancla que la ata al resto de la ciudad, cuerda floja por la que se deslizan los equilibristas del rebusque diario.
Al despertar un domingo en el apartamento 101 del Bloque 7 de la urbanización La Aurora, Viviana Quintero, de treinta años, y Raúl Valencia, de 41, lo primero que sienten es un vallenato gangoso que sale de un apartamento de enfrente al que le tumbaron las paredes de la sala y convirtieron en discoteca. Viven en La Aurora desde hace cinco años y ocho meses, cuando dejaron su casa en El Morro de Moravia.
Los fines de semana la música y la actividad comercial desafían amaneceres, puestas de sol y noches de luna llena. Sobre el andén que conduce al bloque de Viviana y Raúl, los primeros pisos de los edificios han sido convertidos en locales comerciales: hay una panadería, una legumbrería, una carnicería, una tienda de abarrotes, una cacharrería, otra panadería, una farmacia y papelería, otra tienda, una peluquería, una tienda de helados, una de ropa y dos discotecas. Al otro lado del andén hay puestos ambulantes de venta de fritos y de licor, que hacen parecer el pasaje una calle atiborrada del centro de la ciudad.
—Nos dijeron que a los que teníamos negocio en Moravia nos iban a dar locales, pero no cumplieron —dice Viviana.
La puerta del apartamento está abierta desde muy temprano. En el espacio destinado a la sala funciona una papelería que abre desde que se levantan hasta que se acuestan. Detrás de la papelería, John Brainer, el hijo mayor, de once años, duerme sin perturbarse. El sofá separa las dos habitaciones del apartamento y linda con la mesa del comedor, que a su vez está recostada contra una barra que divide la cocina.
Viviana entra a la cocina, pone un chocolate en una parrilla y calienta agua en otra. Raúl se alista para salir. A las 9 a.m. empiezan las elecciones de delegados del Presupuesto Participativo y por primera vez es candidato. Hace parte de la Junta de Acción Comunal de La Aurora y es el encargado de organizar los eventos deportivos.
—Yo le digo que tiene que saber decir lo que va a proponer —dice Viviana.
—Uno llama a la Policía y se queja del ruido, pero por aquí nunca aparecen; pasan de día, cuando no hacen falta —dice Raúl mientras carga a Samuel, su bebé de tres meses.—Ya uno ni les dice nada a esos bochincheros —dice Viviana, que mira por el balcón a una pareja que baila en una de las discotecas. Le pide el bebé a su esposo y lo mete en una bañera plástica verde puesta encima de la mesa del comedor.
La Ciudadela cuenta con veinte urbanizaciones, habitadas por más de cuarenta mil personas empaquetadas en diez mil apartamentos. Este año se entregarán 1.200 viviendas más, para cerca de cinco mil personas, y en un futuro próximo el número de habitantes podría acercarse a los cien mil. Allí se construirán muchas de las diez mil viviendas prometidas por el gobierno del presidente Juan Manuel Santos.
En los terrenos de la Hacienda Lusitania que hizo famoso a Dayro Chica, quien levantó caballos y toros apetecidos por mafiosos, los nuevos propietarios levantan hoy un barrio. Son cerca de 234 hectáreas que pertenecen al corregimiento de San Cristóbal, con el que la Ciudadela debe competir por los recursos municipales. El corregimiento es de vocación agrícola, mientras la Ciudadela es un invento urbano. Lo que a San Cristóbal le tomó más de dos siglos –acercarse a los cuarenta mil habitantes–, la Ciudadela lo consiguió en siete años.
Lo que no se consigue tan rápido es crear comunidad. Hay personas de diferentes procedencias y condiciones sociales: vienen de Moravia, de La Iguaná, del Popular, y a las viviendas de interés prioritario se suman las de interés social y las privadas. La Alcaldía y el Concejo discuten si es conveniente crear una nueva comuna y anexar la Ciudadela al territorio urbano de Medellín, pero la organización comunitaria todavía es precaria, existe desconfianza y apego a los territorios abandonados.
Santiago Valencia, gerente de la Ciudadela y funcionario de la Alcaldía, dice que la experiencia de los habitantes es similar a la vida escolar: “cuando llegan es como cuando uno iba por primera vez al colegio que sentía rabia y hacía pataletas, pero pasa el tiempo y uno no se quiere graduar”.
Teresa Buitrago, una de las líderes que trabaja con la gerencia, dice que no cambia su apartamento por nada, que no hay una vista más maravillosa del valle; pero Ana Quilindo, líder sin remuneración, dice que lo único que hizo el municipio fue traerles problemas: falta equipamiento, cupos escolares – hay 700 niños sin estudiar–, desempleo, drogadicción, delincuencia, embarazo adolescente.
A pesar de las diferencias, algo incipiente los une: la competencia con San Cristóbal, y que unos y otros alzan la voz como ciudadanos que pagan impuestos.
Viviana y Raúl llegaron a Moravia en febrero de 2002, desplazados del municipio de San Luis, en el oriente antioqueño. Llegaron con su hijo John Brainer, que tenía un año de nacido, la madre de Viviana, un hermano con una enfermedad mental y una hermana con su esposo e hijo. Los recibió una tía que tenía en El Morro una casita de madera de unos cincuenta metros cuadrados y dos habitaciones. Allí se acomodaron las tres familias recién llegadas, que con la de la tía sumaban 16 personas.
—En esa época el trabajo de todos los días era ir a recoger agua a las cuatro de la mañana a la casa de la paisana Rocío —dice Viviana.
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