Archivo restaurado
Universo Centro 033
Abril 2012
Universo Centro 033
Abril 2012
Por ANTONIO NAVARRO WOLFF
Ilustración de Verónica Velásquez
En agosto de 1980, cuando me sacaron de la Escuela de Caballería de Usaquén después de 20 días de “interrogatorios intensos” como los llamaban mis captores —demasiado intensos, diría yo—, llegué a las 6 de la mañana a la cárcel, esposado dentro de un furgón, y La Picota me pareció una prisión hermosa. Un preso que me oyó decirlo, pasó el rumor que yo había perdido el seso en las caballerizas.
Esperando sentado en un ladrillo a que llegaran los funcionarios del Consejo de Guerra que se adelantaba contra el M-19, vi que desde una ventana situada a 50 metros de distancia un hombre me hacía señas. Un “patinador”, como llaman a los presos autorizados para moverse al interior del penal, me preguntó qué quería de desayuno. Era una invitación del hombre que me hacía gestos desde la ventana. Me hizo la lista de lo que vendían en un “caspete” cercano y pedí de todo dos veces. Tremendo desayuno. Llevaba tres semanas casi sin probar bocado. El de la ventana resultó ser un ladrón de ganado que me había conocido como jefe guerrillero en el Cauca. Llegar a la cárcel fue un alivio enorme para mí. El paso de los meses me enseñó otra realidad. La primera, es que los presos se declaran inocentes. “Aquí pagando una sospecha”, dicen casi todos cuando se les pregunta por las razones de su encarcelamiento. Aunque ya en confianza algunos confiesan que “son ladrones y van a seguir siéndolo toda la vida”.
La cárcel tiene clases sociales. El 95% de los presos de La Picota comíamos del “bongo”, la cocina carcelaria y sólo un 5% de privilegiados podían comprarla en los “caspetes”, negocios privados de presos que hacen comida decente. Recuerdo que durante meses tuvimos que separar los granos de arroz de piedritas mezcladas con él, para evitar rompernos un diente. Servían aguapanela y se decía que contenía alcanfor para atenuar los impulsos sexuales de los presos. La mitad de los internos no la recibían por esa razón.
La pobreza de una cárcel de condenados es abrumadora. En esos días se extorsionaba por cinco pesos semanales —no llegan a quinientos pesos de hoy—. “Bandolas” de 3 o 4 presos cobraban esa tarifa para no chuzar a otros presos solitarios. Hay detenidos que completan diez años sin probar comida hecha en la calle, pues la gente de afuera los ha olvidado por completo.
Cuando llega un preso nuevo lo ubican en un pasillo llamado “recepciones”. Allí le miden el aceite. Manda, por ejemplo, a comprar una gaseosa con un “patinador” y si éste le trae la bebida pero no le da el cambio, el preso en periodo de prueba debe conseguir un cuchillo e ir a exigir los suyo al “patinador”, quien se lo entrega sin discutir. Si no hace el reclamo, el recién llegado deja el antecedente de que se la pueden “montar” y que tal vez es un cobarde. Por ese camino termina lavando la ropa de otros presos, la mayor humillación que puede haber. Y violado de “mujer” de un matón, para peor suerte.
Sin cuchillo o chuzo a la mano, un interno está en alto riesgo. Los guardianes hacen periódicas requisas en que desnudan a los presos alineados, pero éstos se las ingenian para esconder las armas blancas antes de la empelotada. Cuando uno ve que todos empiezan a poner la espalda contra la pared del patio, es porque hay una pelea. Nadie quiere correr el riesgo de que en el desorden le den una puñalada por la espalda. No hay gritos. La pelea dura hasta que entran los guardianes y separan los contendientes, siempre con uno o ambos heridos o muertos.
Cuando llegué fumaba como lavandera mueca. En algún momento, el “Ganso” Ariza, preso en otro pabellón, decidió monopolizar la entrada de cigarrillos. Durante una semana se acabaron. Y cuando volvió a haber Pielrojas, estaban al doble de precio inicial. Las mafias operaban también allá.
Allí descubrí por que los leones enjaulados dan vueltas sin cesar en su prisión. Los presos “patinan”, o sea voltean imparablemente en los patios. Al principio no sabía que pasaba y a los pocos días estaba haciendo lo mismo. El encierro nos pone a todos a caminar sin pausa por los bordes de del estrecho recinto en que se está.
Los prisioneros menos complicados son los que trabajan. Están en los talleres todo el día, reciben algo de dinero y tienen la mente ocupada. Pero existen muy pocos talleres y la gran mayoría son sacados al patio después del tempranero desayuno para volver a los pabellones con la “cena”. El resto del día están “patinando”, jugando cartas, parqués o dominó, o fumando marihuana cuando consiguen plata para pagarla. Porque con dinero todo se consigue en la cana.
A la depresión se le dice “la causa”. Los “encausados” no quieren ver ni hablar con nadie. Y no los interrumpa, porque nada mas peligroso que un preso con la “causa en la cabeza”.
Allí descubrí el valor del trabajo manual. A los del eme no nos dejaban ir a los talleres, así que teníamos que inventarnos trabajo dentro del pabellón en el que estábamos. Cuando no estaba trabajando en la construcción de un túnel de escape desde un segundo piso, sobre el cual escribiré en otra ocasión, me dedicaba a repujar cuero y pasaban las horas sin sentirlas. Otros compañeros tejían mochilas de fibra nudo a nudo, hacían sandalias, tallaban figuras en marfilina, la de las bolas de billar. La “causa” se aleja con el trabajo hecho con las manos.
“Los vendedores de cabezas” eran presos que servían de intermediarios para conseguir sicarios que hicieran adentro el trabajo pagado por gente de afuera. Uno de ellos organizó, no sabemos para quien, el asesinato de Carlos Toledo Plata, entonces la figura mas conocida del eme en la cárcel. Un mes estuvieron dos tipos buscando como hacerle “la vuelta” a Toledo. Como sabíamos del riesgo, le teníamos una escolta permanente de 6 compañeros armados de chuzos carcelarios. Finalmente los tipos se trabaron, nos confesaron todo y pagaron su traslado con el anticipo que les habían dado. No cumplieron su misión porque estaban seguros de que si le disparaban a Toledo, nuestra escolta los mataría. La pistola la encontramos debajo de un baño, por datos que nos dieron los sicarios, que se describían a si mismos como “carne de cárcel”.
Esa “carne de cárcel” la conforman presos sin esperanza, con largas condenas, a quienes no les importa recibir una pena más. Creen que nunca van a volver a la libertad.
A las 6 de la tarde encerraban a cada uno, o por parejas, de acuerdo al hacinamiento que hubiera, en celdas de 3 metros de largo por 1 metro de ancho. La puerta metálica la aseguraban por fuera con tuerca y tornillo que ajustaban con una llave inglesa hasta la mañana siguiente. Tenía cada uno una botella de plástico para orinar que se vaciaba y lavaba cada mañana. Si tenía diarrea, mala suerte. Tal vez gritando a media noche tendría la fortuna de que un guardián se conmoviera y lo desatornillara para permitirle ir al baño. Si no era así, de malas.
A las 5:30 de la mañana abrían las celdas y las duchas. Al fondo del pasillo había una docena de ellas, sin válvula de cierre individual ni paneles separadores, estaban 1 hora echando agua para que se bañaran los internos. A las 6:30 se cerraban y ni una gota más durante las próximas 23 horas. Había también unos sanitarios que quedaban sin agua una vez cerrado el grifo principal, por lo que tocaba almacenar agua en tanques de 55 galones para usar los baños durante el día, vaciándolos con baldes.
Los días de visita eran lo mejor de la semana. Los sábados no tanto, eran visitas de hombres que iban a hablar de política con nosotros pero no llevaban ni almuerzo y tocaba compartir con ellos la ración de la cárcel. Los domingos nos bañábamos bien, compartíamos un frasco de loción que alguien conseguía y nos preparábamos para la visita de las mujeres. La mayoría no recibía ninguna, pero era chévere ver señoras y muchachas alrededor, con ollas de comida que compartíamos entre todos. Lo difícil era llegar a las 4 de la tarde y verlas salir mientras nos quedábamos encerrados. La “causa” de los domingos al final de la tarde era la peor de todas. Nada es gratis en esta vida.
Una vez al mes podían venir niños a La Picota, traídos por las mujeres. Allí, preso, conocí a mi hijo mayor, Camilo. Les organizábamos títeres y nos disfrazábamos de payasos para divertirlos, pero mi Camilo de dos años de edad lloraba inconsolablemente casi todo el tiempo. Duro conocer al primogénito en esas circunstancias, pero repito, nada de lo que uno haga está libre de costos.
Si la situación de los pabellones normales era precaria, la del de los presos con perturbación mental era peor. Estuve un par de veces allí, de visita aclaro, y era conmovedor ver los internos por ahí tirados en el suelo, algunos muy desnutridos porque los guardianes se olvidaban de darles comida. Claro que no faltaba tal cual “vivo” que se hacía el loco para conseguir penas menores y evitar las “culebras” en otros pabellones.
Allí, en ese reclusorio viejo viejísimo, destartalado y sucio, pobre de solemnidad, lleno de condenados sin esperanza, para tener algo bueno que recordar de esos dos años perdidos, dejé de fumar para siempre.
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