María Cristina Ovalle
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Por Raul Trujillo
María Cristina Ovalle. Estudiante de danza.
Seguimos de negro en el Estilario y parece que nuestros tiempos no son fúnebres, o al menos eso decían en los 90, cuando fue posible vestirse totalmente de negro y todos los días sin entrar en los códigos del luto riguroso que las tradiciones judeocristianas exigían a las viudas y familiares de los difuntos. Nos cuenta Susana Saulquin en su libro La moda después —un hermoso tratado sobre la mirada sociológica de la moda— que “en las antiguas civilizaciones ya se distinguían los periodos de duelo por medio de colores especiales”. Así los egipcios habían elegido el amarillo en alusión a las hojas muertas y la descomposición de la materia, y en Roma y Esparta las mujeres llevaron el duelo de blanco, símbolo de inmortalidad y pureza; los hombres en cambio lo llevaron de negro. Para griegos y romanos morir es descender a la noche eterna y el negro es su mejor expresión.
Aquí María Cristina lleva un camisón —maxivestido— que vaporosamente nos permite jugar a la seducción de exhibir-ocultar. Peligroso equilibrio exige el arte de seducir, usar, por ejemplo, códigos eróticos como la lencería —uno de los mayores fetiches de la humanidad—. Sólo intenta anclarse a tierra con unas botas tan espaciales que no lo logran y únicamente la gorra negra venida del deporte, logra aterrizarla en un uniforme urbano prestado del sportwear. En Barbarella, una película del 68 dirigida por Roger Vadim, Jane Fonda re-joven lucía unos trajes alucinantes diseñados por el español Paco Rabanne, entre futuristas y prehistóricos, con muchos referentes a la vez, ¡genial! El personaje original de la película es sacado de una historieta francesa que inauguró el estilo denominado fantaerótico, que hoy tanto emplea el manga, y que de alguna manera produjo el icono en versión tecno que taladró a generaciones: Lara Croft. Yo me quedo con nuestra versión paisa, Maria Cristina, que entre chaquiras, trenzaditos y plumas un toque local le da.
Boudoir es como se conoce este estilo de lencería de origen francés que tan de moda hace rato está. Cuando es en algodón y no en seda, los efectos de los calados del encaje o las pequeñas alforzas — telas plegadas a modo de pestañas— que sirven de adorno cuando acompañan a los bordados, en algo se des-erotizan, y como camisón de verano los vemos llevar. Volvió la maxi, se fue la maxi, estarán siempre de moda, más ahora que India, China y Turquía las producen a buen precio para las grandes cadenas de tiendas por todo el planeta. El imaginario se recrea en los 70, cuando las feministas impusieron el estilo en la cosa de Francia, después del verano del 68, liberadas, sin sostén, en un sueño más cercano a Marruecos —Saint Laurent amó los veranos allí— que a la lencería tradicional barroca que por tradición llevaron desde el siglo XVII, aquella cuya mayor creación fue el corsé. Pero no, el asunto tiene que ver con la liberación en Europa y es posthippie en USA. Una cruzada por las buenas costumbres familiares, postlisérgica, encontró en la imagen de las inmigrantes y colonas que poblaron el oeste, con sus románticas batas de ojalillos victorianos, su mejor expresión.