El Ñato Suárez en la Vuelta a Colombia, etapa Riosucio-Medellín, 1965. Foto: Horacio Gil Ochoa.
Las hazañas del Ñato
—
por MARÍA ALEJANDRA BUILES
Gestora Archivo Fotográfico BPP
Después de la primera Vuelta a Colombia nada volvió a ser igual. De golpe el ciclismo se convirtió en un suceso delirante. Entre trochas de arena, lodo y piedra se desplegaron hordas de ciclistas furibundos que dominaron el indómito paisaje nacional. Ningún país de Latinoamérica había vibrado en tal magnitud con el ciclismo hasta convertirlo en parte de su cultura popular, Colombia sí. Los artífices de esta devoción colectiva fueron los hijos de campesinos pobres que llegaron a las ciudades y se treparon en la bicicleta buscando patrocinadores que les dieran un empujón para despegar en su carrera deportiva.
Uno de esos muchachos fue Javier Amado Suárez —el icónico Ñato Suárez—. Hijo de madre soltera que, recién llegado a Medellín desde Donmatías, dedicaba sus días a vender paletas y a recoger boñiga para ofrecerla de casa en casa. Vivía en un barrio humilde cuyo nombre parecía muy cercano al cielo: Santo Domingo Savio. Hasta allí llegaba la señal intermitente y ronca de la radio con las narraciones que anunciaban las proezas de las figuras más rutilantes del ciclismo.
A los ocho años Javier escuchó con devoción la primera Vuelta a Colombia; en principio la asoció con un evento tan sangriento como una corrida de toros. Escuchaba atónito cómo los pedalistas quedaban hechos trizas después de las caídas, la bicicleta era para Suárez un caballo salvaje de acero conducido por héroes.
Como el noventa por ciento de los ciclistas colombianos Javier llegó a la bicicleta por necesidad. Empezó a montar en una bicicleta prestada, haciendo domicilios en una farmacia en Medellín. Compró su primera cicla con la plata que le prestó un jefe, en ese entonces le valió 260 pesos, una deuda eterna que fue pagando a cuotas. Un día de 1957, un amigo le propuso de manera insistente dedicarse al ciclismo, pero él no se decidió. Tiempo después entró a trabajar en un almacén de repuestos. Allí le regalaron ropa deportiva y empezó a rodar en una “navecita” — como la llama él— turismera de un solo cambio. Javier entrenaba desde la madrugada, arrancaba desde Medellín hacia Barbosa, Santa Fe de Antioquia y hacia el Oriente antioqueño, rutas en las que fue descubriendo su destreza como escalador. Fue entonces cuando entabló una estrecha relación con Martín Emilio Rodríguez, Cochise, su gran amigo y contrincante del ciclismo.
A finales de la década del cincuenta venía gestándose un relevo generacional en el ciclismo nacional, las grandes leyendas se habían enfrentado durante años en duelos magníficos que pusieron a Colombia en el ojo del ciclismo mundial, pero la aparición de un grupo de escarabajos jóvenes sacudió con fuerza una nueva década que se batió entre luchas y victorias. En aquel entonces, el médico de los ciclistas, Vinicio Echeverry, y su socia Isabel Ángel dirigían el Club Medio Fondo, un club para jóvenes que estaban iniciando en el ciclismo al que llegó Javier, un adolescente voraz que estaba dispuesto a dejar en las carreteras del país sudor, sangre y lágrimas.
En 1962, con 19 años recién cumplidos, Javier debutó en la Vuelta a Colombia por la puerta grande. Carlos Arturo Rueda, el locutor del transmóvil 1 de RCN, lo bautizó como el Ñato aludiendo de manera jocosa a su nariz. En una etapa de doscientos kilómetros desde Manizales hasta La Dorada, de terreno destapado y difícil acceso, bajó pedaleando con tal desmesura por el Alto de Letras, que rodó y quedó catapultado al otro lado de la carretera. El golpe lo dejó inconsciente. Cuando despertó se dio cuenta de que había quedado de tercero. La prensa se llenó de notas que informaban sobre el infortunio del Ñato, las fotos de gestos de dolor y el rostro reventado aparecieron en primera plana.
Pero el Ñato estaba hecho para triunfar. Entre 1963 y 1964 se erigió como un gran escalador. Nadie como él para trepar los terrenos más descomunales con pericia. Tantos rivales dejó atrás, en medio de los ascensos, que empezó a ser llamado “el domador del Alto de Minas”. Siguió teniendo protagonismo en las Vueltas a Colombia, en los Clásicos RCN, en la Vuelta a México, en la Vuelta a Guatemala. En 1964, después de rebuscar recursos con un grupo de colegas, atravesó el mundo para participar de los Juegos Olímpicos de Tokio.
Cuando volvió de Tokio, el panorama económico no pintaba bien. A pesar de que ya era un ciclista de renombre a nivel nacional, no tenía un patrocinador que lo impulsara. Gran parte de la camada de ciclistas de la década del cincuenta había logrado salir adelante con el apoyo de pequeños y grandes empresarios que le apostaban al deporte en el país. El 8 de febrero de 1965 le llegó la gran oportunidad: Guillermo Lema Mondragón, un reputado ejecutivo de Sura, lo entrevistó. Cuatro días después se vinculó a la empresa como empleado y como ciclista. Ese año pintaba bien, el Ñato estaba listo para participar en la 15.ª edición de la Vuelta a Colombia, roció su bicicleta con agua bendita y se echó a rodar.
Ese año la Vuelta a Colombia empezó por primera vez en el extranjero, en San Cristóbal, la capital de Táchira, departamento fronterizo de Venezuela. En medio de la riña histórica entre Colombia y Venezuela por la frontera, la Vuelta unía a dos pueblos cobijados por los mismos paisajes andinos.
Durante esos días, en la radio no se habló de otra cosa, los comentaristas narraron con superlativos las proezas y dolores de la Vuelta. Alberto Piedrahíta Pacheco gritaba arengas al nuevo “Escalador de América”, el Ñato Suárez, que subía con rapidez y arrasaba con sus contrincantes, a quienes dejaba “chupando polvo”.
El Ñato ya había sobrevivido a la “etapa de la muerte” entre Riosucio y Medellín, una etapa considerada suicida por los caminos infames de pantano y piedras que se atravesaban, donde Cochise y el Ñato entraron en un duelo hombro a hombro por los tramos más inclinados. Ganar esta etapa le vaticinaba la victoria al Ñato.
Finalmente, la conquista del Ñato se hizo real el 4 de abril de 1965, con un tiempo de 68 horas, 38 minutos y 47 segundos. Le ganó a Cochise por un minuto 49 segundos. El frenesí de los aficionados no se hizo esperar, unas ochocientas mil personas recibieron en Bogotá la caravana de la Vuelta. En ese momento el Ñato se convirtió en una figura épica del ciclismo nacional, consagrándose como un as del pedal. A finales de la década del sesenta y a lo largo del setenta, el Ñato logró lo que nunca pensó: pasó de ser turismero a convertirse en el mejor escalador de una generación de ciclistas voraces. Ganó una Vuelta a Colombia, varios Clásicos RCN, consiguió patrocinadores y sacó a su mamá de la pobreza montado en una bicicleta. En su cuerpo quedó escrita esa historia en carne viva, regada por todo el cuerpo, en cicatrices de caídas, accidentes y desventuras; pero con la satisfacción de cruzar la meta y mover la pasión de sus ídolos.
En 1973 se retiró del ciclismo, pero no de la bicicleta. Durante muchos años conservó los vestigios de esa historia: trofeos, medallas y escarapelas. Hasta que una noche de 1995 los ladrones entraron a su casa y le robaron los trofeos más grandes. Casi seis décadas después de haberse convertido en un escalador mítico no le hacen falta las piezas robadas. Su recuerdo sigue intacto en las nuevas generaciones de ciclistas aficionados que lo abordan para pedirle una foto y charlar con entusiasmo. Mientras tanto, el Ñato seguirá rodando hasta que los pies lo dejen.