Brujería y cuentos de terror en El Aro
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Por MAURICIO LÓPEZ
Ilustración de Mariana Parra
“Esto era miedoso”, dice Silvia estirando esa última palabra y acuñando su expresión de espanto con un “don señor” nada grato para mis oídos. No me gusta esa constante repetición de “señor”, “don”, “don señor”, “don Mauricio” o “señor Mauricio”, pero tampoco me queda bien explicar que le temo a la vejez, y más ahora que la tengo encima, soplándome en el cuello con ese aliento de remedio amargo, tenuemente anisado con aguardiente.
Y Silvia sigue: señor esto, señor aquello, pero su historia es tan interesante que hago un esfuerzo por acomodarme en esa silla Rimax color verde y hasta me abotono la chaqueta para espantar el frío que viene envuelto en esas hilachas blancas y vagabundas que forma la niebla, y de paso le exijo a la señora un ron doble, o mejor ese cuncho de media que le queda. Qué más da todo, qué más da hasta morirse sin darse cuenta en este pedazo de montaña donde los rayos caen como latigazos pellizcando a los perros y a las mulas que duermen en la calle.
“Era miedoso, don señor”, continúa Silvia desahogándose, porque ni siquiera atiende a si yo le hago caso o miro hacia la nada a la espera de que por fin llegue el sueño.
“Yo no sé si esas cosas existen o no, pero acá en El Aro hubo un tiempo en que no se podía salir después de las siete de la noche. Es más, le digo don señor que era mejor arroparse hasta la cabeza porque afuera se escuchaban aullidos tan horribles, ¡ay!, que uno se orinaba encima del terror. No me da pena contarle eso, don señor, yo más de una vez me oriné en los calzones por miedo a poner los pies en el piso e ir al baño, porque eso afuera eran aullidos y alaridos que uno ni sabía si eran de animal o de espantos, de cosas del otro mundo”, narra Silvia chocando las rodillas y llevándose las dos manos a la cabeza.
Según ella, tales sucesos ocurrieron justo después de la masacre de octubre de 1997. El pueblo se había quedado abandonado y en ruinas, con huesos de muerto todavía sin enterrar y hasta con el olor a carne quemada rumbando en el aire cálido del atardecer.
Había pasado un mes de la matanza cuando los primeros habitantes retornaron al caserío, también ellos vestidos de tragedia y con expresión mortuoria. Llegaron con unas cuantas bolsas y costales y se acomodaron entre los escombros, haciendo nido debajo de los techos destruidos o arrinconados en algún pedazo de pared todavía en pie. Así pasaron las noches las primeras semanas, mientras iban levantando poco a poco sus ranchos.
Y en medio de esa desolación, en ese caldo de profundos rencores y amarguras, los sobrevivientes refundaron el caserío olvidándose de los gobiernos terrenales y celestiales. No les volvió a importar si iban o no los funcionarios de la Alcaldía o la Gobernación a preguntarles por sus vidas, por sus muertos; ya no atendían a los visitantes del ICBF, de los ministerios o de la Fiscalía.
Se tornaron más montaraces que nunca y se adhirieron económicamente a Puerto Valdivia, lugar donde también aprendieron de rezos y conjuros; de extrañas letanías para atraer la abundancia, para hundir a los enemigos y levantar los cultivos.
Algunos compraron extraños libros de magia negra, con imágenes de murciélagos y estrellas de cinco puntas, ojos lívidos atrapados en triángulos y lunas nuevas. En cada página leían sobre los elementales, sobre el poder de la tierra, de ciertas plantas que solo crecen en cuevas putrefactas, y del desdoblamiento del espíritu. También encontraron formas de hacer bebedizos para enloquecer a los hombres, para hacerlos alucinar o, incluso, para llevarlos a la muerte.
En ese entonces, Silvia tenía un niño y una niña: Ligio, de nueve años, y Daniela, de cinco. Ambos permanecían en casa la mayor parte del tiempo, pues no había escuela ni iglesia. De vez en cuando subía un cura desde Ituango, o bajaba desde Santa Rita, y ofrecía una misa al aire libre, frente a la vieja iglesia destechada y sin ventanas.
Muy pocos iban a ese rito católico, cansados de todas esas viejas creencias que de poco les habían servido durante la matanza. Para qué Dios, para qué una Virgen, para qué los santos que no cuidan a los que se persignan. Para qué un Ejército, para qué un gobierno.
Se habituaron a pensar que El Aro era un territorio independiente, inconexo con el resto de la humanidad, y empezaron a confiar nada más que en los espíritus de la tierra y el agua, de las plantas y los animales. Le llamaban magia blanca y magia roja, aunque, en esa relación tan estrecha con la naturaleza, no eran más que una mescolanza entre santería indígena, esoterismo básico y brujería.
Tales prácticas comenzaron a multiplicarse y a verse reflejadas en el día a día. Si un muchacho se ponía rebelde y grosero, de inmediato recibía un rezo y comenzaba a ver alucinaciones, a sentir que era perseguido por algo.
En los caminos comenzaron a aparecerse bultos negros, formas humanas sin rostro y hasta un perro negro vigilaba las calles por la noche. Y justo de ese perro negro es que habla doña Silvia. Era ese perro el que originaba los aullidos y los gritos nocturnos, y por eso nadie en El Aro se atrevía a salir después de las seis de la tarde.
“Un día, don señor, ¡ay, Dios!, imagínese que el niño mío estaba jugando y por allá como que le tiró una piedra a la casa de Sara Julia Osorio, una de las brujas, una señora que gustaba de esas cochinadas. Y esa señora no sé qué le hizo a mi muchacho, pero cuando ya él venía para la casa, se encontró con un bulto en el camino y no fue capaz de seguir. Imagínese que venía con un amiguito, pero ese otro muchacho no veía nada, en cambio el niño mío tuvo que devolverse corriendo porque dizque esa cosa comenzó a perseguirlo y por allá me lo hizo tirar por un alambrado y se cayó y se pegó tan duro en la cabeza, que quedó desmayado. Otros vecinos vinieron a traérmelo”.
Yo seguía sorbiendo mis rones, poco a poco, mientras escuchaba a Silvia cada vez con más atención. Sabía, por cuenta de don Carlos Tuberquia que en El Aro, desde hacía mucho tiempo, había personas que sabían sobar o que conocían rezos para conjurar las picaduras de las serpientes venenosas, pero eso de hacer aparecer bultos y perros negros era nuevo.
Los rasgos indios de doña Silvia se iban acentuando con el correr de la conversación y en mi delirio de esoterismo etílico vi en ella destellos de esa brujería que estaba relatando. Sus pómulos angulosos, su nariz gorda y sus ojos chispeantes comenzaron a generarme escalofríos.
Solo estábamos ella y yo esa noche frente a la entrada de la tienda, en cuyo segundo piso funcionaba un lúgubre hotel con alcobas de madera en las que apenas cabían una cama y una repisa. Yo tenía alborotado el insomnio y no tenía muchas ganas de tirarme en ese catre a ver pasar arañas y cucarachas. Era el único inquilino, Silvia dormía abajo con tres de sus hijos: Diego, con retardo mental; Vanessa, una niña de siete años, y Nashly, de dos.
La cosa es que en El Aro se va la luz cada que el cielo lanza un relámpago, y la oscuridad es tan densa que uno tiene que cerrar los ojos para combatirla con los pensamientos.
En resumen, tenía miedo, pero la dejé que siguiera con sus cuentos, y ella, animada, siguió.
“Lo peor, don señor, fue cuando vino esa señora Arsenia. Era pequeñita, flaca y con gafas. A la primera que le tocó la puerta fue a mí, y me dijo que debía rezar mucho, porque el pueblo estaba maldito. Luego se fue de casa en casa, con el mismo mensaje, y un miércoles por la tarde reunió a toda la gente en la plaza, para orarle a Dios. Esa señora dijo que había siete brujos en el pueblo, y que ellos habían traído esa maldición. Que si eso no se paraba iba a ocurrir una tragedia. ¡Ay, don señor!, cuando esa señora me contó todo eso yo casi me reviento, porque al marido mío le gustaban esas cosas”.
El marido de Silvia se llama Jacinto y en el tiempo de la llegada de Arsenia tenía cuarenta años. Es tosco, huraño, y cuentan de él que, en tiempos de agonía económica, en Tarazá, mató a un hombre a puño limpio y huyó al monte. El cuerpo de su víctima terminó entre las piedras de una quebrada y luego fue arrastrado por el agua hasta el río Cauca.
Temeroso de ser encontrado, Jacinto fue a parar a Segovia, donde le enseñaron magia negra y, aseguran quienes lo conocieron en esos tiempos, era capaz de convertirse en culebra o en lagarto para escapar de las autoridades o de sus enemigos.
“Vea, don señor, él me contó, cuando nos hicimos novios, que le tocó matar tres gatos negros y beber de esa sangre. También le tocó hacer unos rezos de un libro, y que cuando terminó, vio que una sombra grande salió de debajo de la tierra y lo abrazó con fuerza, como asfixiándolo, y entonces se desmayó. Al otro día ya tenía esos poderes”, narra Silvia, que nada de eso le contó a la señora Arsenia cuando visitó El Aro.
“Me hice la boba y recé al lado de ella hasta que se fue”, dice. Tampoco le contó que Jacinto intentó matarla dos veces, por celos, y que, en el último intento, en una finca de Filadelfia, se enfrentaron a machete al borde de una quebrada. Silvia le tiró el filo a la cara un par de ocasiones, y el hombre, asombrado por el arrojo de “su negra”, salió corriendo por los matorrales y se desapareció seis meses. Cuando regresó, flaco y hambriento, pidió perdón y Silvia lo recibió y le dio comida.
A Arsenia nadie la conocía en El Aro, pero la dejaron quedarse, hipnotizados por su voz chillona y sus rezos incomprensibles. Se quedó tres días y tres noches, enfrentando a los brujos del pueblo, que no eran más que siete vecinos a quienes todo el mundo conocía y respetaba, hasta ese sábado en que fueron expuestos por la rezandera con pinta de abuela de Poltergeist.
Tres de esas personas eran mujeres cercanas a los setenta años, las cuales murieron en cuestión de tres meses después de ese enfrentamiento de sabidurías paganas. A dos de ellas les encontraron todo tipo de objetos bizarros, como ojos de gatos en frascos, pezuñas de chivos, cabezas de serpientes y hasta monicongos: muñecos pequeños, de madera y color negro que, según la tradición palenquera de la Costa Atlántica, sirven como amuletos o para molestar a personas desagradables.
Según Silvia, cuando le embrujaron a su hijo, usaron un monicongo.
A las dos señoras también les encontraron todo tipo de libros de plantas y un ejemplar del Tratado de la medicina oculta, del esotérico colombiano Samael Aun Weor, en el que supuestamente estaban las claves para conectarse con los espíritus del monte y del más allá.
Ese libro también estaba en el rancho de Simón Posada, quien al igual que los otros tres señores señalados de brujos tuvo que irse para el monte, aislado por su propio pueblo. Tras varios años, dos de ellos murieron y a los otros dos los perdonaron, con la condición de que no volvieran a usar la brujería.
Pero la hipocresía campea en las montañas y cada vez que a un vecino lo muerde una Talla x o una rabodeají, corren a buscar a don Simón o a don Gilberto Rúa para que les salve la vida con los rezos secretos. También los buscan para que soben manos descompuestas o piernas fracturadas, o para que espanten el jaguar que se come las vacas y lo envíen hacia otras tierras.
Y los señores hacen sus rezos en silencio y no cobran por esos servicios. Les piden favores a los elementales y buscan remedios en lo profundo del monte. Dicen que a veces escuchan las voces de los espíritus y que son ellos los que enseñan los rezos, y que esa sabiduría no se puede heredar fácilmente.
“No es brujería, es conocimiento, es una relación muy íntima con la naturaleza, con los animales. Así hacían los indios catíos y emberas de estas tierras, hace mucho tiempo”, cuenta Simón, quien también sabe rezar las mulas y embolatar a los violentos.
“Hace muchos años tres hombres llegaron a El Aro queriendo matarme. Me buscaron por las veredas La América y Filadelfia. La gente decía que estaban armados y que eran muy groseros. Me querían matar por cosas de la juventud, del juego. Yo les gané una partida de dados en Puerto Valdivia, casi cinco millones, y luego dijeron que hice trampa, que había usado la brujería. Ellos me buscaron cinco días y cinco noches para matarme, y yo, con el conocimiento que tengo de los elementales, los hice perder en el monte y nunca más aparecieron, siguen vagando. Yo los puedo ver en sueños, caminando sin rumbo, ya casi muertos”.
Silvia jamás se ha metido con la brujería, y su marido, asegura ella, “también dejó esas cochinadas”. Su hijo mayor, aburrido de la soledad de El Aro, se fue a recoger coca a Nariño, con la guerrilla, y hace poco llamó para pedir ayuda.
“Mamá, averigüe con don Carlos o con don Simón qué es lo que me pasa que algo no me deja dormir por las noches. Se me monta en el pecho y trata de ahogarme”.
Silvia corrió a la casa de Carlos y este, leyendo el tabaco, dio con el origen del mal. Resulta que el muchacho había hecho el rezo de “cortar camino”, y también había hecho el rezo de la riqueza, y que el demonio lo estaba reclamando. La única solución era encontrar el libro de esos rezos y quemar esas páginas. Luego, las cenizas debían echarse en agua bendita.
El tal libro estaba escondido en la casa de Silvia, en el segundo piso, justo en la pieza donde su hijo pasaba las noches, y hasta allá subió ella, apurada y con miedo. Volteó ese cuarto patas arriba hasta que dio con el libro, uno negro y con solapa de cuero. Lo cogió con un trapo y lo llevó hasta la casa de Carlos Tuberquia, quien ya tenía las velas y el agua bendita.
Eso pasó un miércoles, cuenta la señora, y mientras hacían los rituales, al hijo de doña Silvia lo agarró un mal de estómago que lo hizo vomitar y cagar hasta las tripas. Todos sus compañeros raspachines se asustaron y corrieron a llevarlo hasta un centro de salud. Decían que estaba verde, como envenenado. Cuando Silvia y Tuberquia por fin quemaron el libro y bañaron las cenizas con agua bendita, el muchacho se alivió.
“Yo sí lo regañé y le dije que si se volvía a meter con esas cochinadas que no me pidiera ayuda, que se arreglara él solo. Porque vea, don señor, con esas cosas no se juega. Al diablo es mejor mantenerlo lejitos”, dice Silvia, rolliza, caderona y con un par de cejas negras que parecen de utilería.
En El Aro se sigue y se seguirá hablando de brujería, es una irremediable tradición. Públicamente solo usan la magia blanca para curar enfermedades o bendecir cosechas, pero a escondidas también practican la negra, y por eso en las noches se sienten correteos y risas sobre los techos de zinc. El famoso perro negro con ojos de lava no se ha vuelto a ver, pero cerca de la quebrada Los Besos sí se ha visto una mujer desnuda y de pelo negro que invita a los hombres a retozar con ella sobre los pastizales. Solo uno sucumbió a sus encantos, un tal Remigio, de Organí, de quien jamás se volvió a saber por esas tierras.
Cuando doña Silvia terminó de contarme esas historias ya pasaban las dos de la mañana. El ron se había acabado, pero todavía no estaba ebrio. Yo habría querido zamparme otra media, llenita, y en vez de historias escuchar canciones, hasta que me diera sueño, pero la señora me obligó a subir a mi cuchitril, arguyendo que debía cerrar la puerta de la tienda y apagar las luces, para no despertar a los niños. Así que me tocó esperar el amanecer con los ojos abiertos, sin más entretenimiento que mi propia imaginación. En medio de la oscuridad, sentí risas, pasos lentos y rugidos extraños, y es que Silvia había embrujado mis pensamientos.
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