Archivo restaurado
Universo Centro 117
Agosto 2020
Por MARÍA VICTORIA FALLON
Fotografía de Natalia Botero
Creo no equivocarme si digo que la década de los ochenta marcaría lo que sería el resto de mi vida. El año 1980 inició para mí siendo estudiante de ingeniería química en la Universidad Nacional, en medio de un activo movimiento estudiantil que participaba tanto de los paros cívicos nacionales como de la defensa de los habitantes del asentamiento de la Iguaná, aledaño a la universidad, cada vez que la policía intentaba hacer un desalojo violento. Movimiento estudiantil reprimido como el resto de las manifestaciones populares con el Estatuto de Seguridad del gobierno de Julio César Turbay Ayala, por cuya cuenta estuve detenida diez días por llevar conmigo una pintura en aerosol en el año 1981 y les juró por mi honor que ningún “delito” diferente se me endilgó.
Mi paso por la Universidad Nacional no tuvo feliz término porque cuando cursaba el octavo semestre, en 1982, con un desempeño académico que me permitía ser auxiliar de cátedra, las directivas universitarias dieron por terminada mi estadía en la universidad. Es decir: me expulsaron como consecuencia de mi participación en el movimiento estudiantil.
Separada por la fuerza del movimiento estudiantil conocí a través de una gran amiga un mundo que hasta ese momento no se me había develado: el de la defensa de los derechos humanos. Corría 1983 y de manera tímida empezaba a reconocer a mujeres y hombres que hacían parte de un maravilloso grupo de seres humanos que asumían la defensa de los derechos de las otras personas como si fuesen los propios. Lo hacían desde la ética, inspirados por los principios humanitarios de la Declaración Universal de Derechos Humanos y conforme se requería actuar en el día a día, según aparecían los familiares de las víctimas de violaciones cometidas por fuerzas del Estado. Algunos cuantos eran abogados, pero la defensa de los derechos humanos no se hacía solo desde los estrados judiciales, había médicos, ingenieros, amas de casa, publicistas, economistas… Hombres y mujeres de los más disímiles oficios.
Aunque el Estatuto de Seguridad había sido derogado, vivíamos en un mundo de terror, no había debido proceso, los civiles eran conducidos a instalaciones militares, el mismo juez que investigaba era el que acusaba y el que dictaba sentencia. No se conocía el recurso de tutela y otros como el habeas corpus estaban en el papel pero eran inoperantes. El narcotráfico empezaba a tomarse la ciudad.
En 1983 fui caminante anónima en la multitudinaria Marcha por la Vida promovida por el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos y cientos de organizaciones gremiales. En realidad no lo recuerdo pero puedo imaginar que mientras caminaba entre el Teatro Pablo Tobón Uribe y el Parque de Berrío tenía el firme convencimiento que el gobierno de Belisario Betancur escucharía nuestro clamor por la vida. Era joven y la ilusión me acompañaba, no dimensionaba lo que apenas estaba empezando y que sumiría a Colombia en una sangrienta guerra que dejaría millones de víctimas.
Conocí al doctor Héctor Abad Gómez y supe de sus acciones a favor de mi amigo Luis Fernando Lalinde Lalinde a quien conocí siendo estudiante, y a quien su madre Fabiola buscaba con persistencia luego de saber que el ejército nacional lo había detenido, torturado y desaparecido. Conocí a una maravillosa mujer que dedicaba su tiempo y sus recursos personales a llevar consuelo y elementos esenciales a los presos políticos en la cárcel Bellavista: doña Elvia Urán de Beltrán, y al abogado Darío Arcila Arenas, presidente del Colegio Antioqueño de Abogados, que nunca tuvo temor de entrar a batallones militares para asumir la defensa de los acusados de rebelión.
Pasado el amargo trago de mi expulsión de la universidad, junto con otros veintitrés líderes estudiantiles, apenas empezando a conocer el complejo mundo de los derechos humanos y sin ponerle mucho cacumen, decidí que iniciaría estudios nuevamente, esta vez de derecho que por demás había sido la profesión de mis dos abuelos.
No hay mal que por bien no venga, dice el adagio popular, y en mi caso creía haber encontrado mi verdadera vocación: sería abogada penalista y defendería a los injustamente acusados y enjuiciados. El libro Conceptos fiscales por los que nacen procesados, un maravilloso compendio de defensas fiscales en favor de hombres y mujeres desamparados ante una justicia injusta, escrito por el maestro J. Guillermo Escobar Mejía —otro de los adalides de los derechos humanos en Antioquia—, apalancó mi idea de usar el derecho penal para estar del lado de los oprimidos. A eso se sumó mi primera defensa penal en el consultorio jurídico de la Universidad Autónoma: un joven mariguanero detenido en la cárcel Bellavista por entrar al solar de un vecino para robarse una pala con el mango roto.
Conforme mis estudios de derecho avanzaban, mi interés en los derechos humanos también. La violencia se ensañaba cada vez con más ira en los activistas populares, en los integrantes de la UP, en los dirigentes estudiantiles y en los defensores de derechos humanos. Para entonces era poco lo que podía hacer, pero Patricia Fuenmayor siempre acudía a las reuniones que se convocaban del Comité Permanente y eso me llenaba de confianza.
El 13 de agosto de 1987 participamos miles de personas en la manifestación que se convocó como la Marcha del Silencio y que la historia ha ido recordando como la Marcha de los Claveles Rojos. Otra manifestación por la vida realizada por el llamado del Comité Permanente y de los profesores y estudiantes de la Universidad de Antioquia. Al día siguiente fue asesinado en su casa el médico humanista Pedro Luis Valencia, senador de la UP, uno de los que había encabezado el multitudinario reclamo de respeto a la vida. La noticia fue impactante no solo por lo que la víctima representaba en Colombia sino por la brutalidad y saña con que se realizó el crimen: los asesinos utilizaron una camioneta para tumbar la puerta del garaje de su casa y entrar por allí. Pedro Luis fue acribillado en presencia de su esposa y de sus dos pequeños hijos.
Para entonces, en la lista de asesinados o desaparecidos había ya varios conocidos cercanos, con los que había compartido espacios y experiencias en el movimiento estudiantil. A esa lista agregaría a Luis Felipe Vélez, presidente de la Asociación de Institutores de Antioquia, a quien conocía de años atrás, asesinado en las primeras horas del 25 de agosto. La noticia de su asesinato llegó a la Universidad Autónoma antes de que se terminaran las clases de la mañana. No esperé y caminé sola desde la universidad hasta la sede de Adida. Cuando llegué la casa estaba llena de maestros y estudiantes, todos expectantes y desorientados como lo estaba yo. Saludé algunos conocidos y regresé en la tarde a la universidad que para ese momento era mi comunidad natural, un poco con la necesidad de compartir la tristeza.
Pero en medio de las clases de la noche, se supo la nueva y trágica noticia: acababan de asesinar al doctor Héctor Abad Gómez y al también médico y miembro del Comité Leonardo Betancur Taborda cuando ingresaban a la sede de Adida para acompañar a los maestros. Intenté hacer nuevamente el recorrido que había hecho en la mañana pero la tristeza no me dejó, no llevaba más de dos cuadras subiendo por la calle Colombia y mis ojos se llenaron de lágrimas. Una mano negra había herido la esperanza. En el sepelio de Héctor Abad se percibía ese desasosiego que produce la incertidumbre, el no saber cómo detener la muerte, las palabras de su amigo Carlos Gaviria señalaron a los asesinos, pero no por ello se detendría el exterminio.
Con el asesinato de Héctor Abad habíamos quedado acéfalos, no recuerdo cuánto tiempo pasó, semanas quizás. Para ese momento habían empezado los exilios buscando proteger la vida y varios destacados defensores se refugiaron en otros países. Mi participación en el Comité se había vuelto más activa, lo que me dio la oportunidad de trabajar de la mano con Jesús María Valle, Fabiola Lalinde, Patricia Fuenmayor, Darío Arcila Arenas, J. Guillermo Escobar, Elvia Urán, Marta Luz Saldarriaga, Azucena Silva, Beatriz Jaramillo, Luis Fernando Wolff, Mario Pineda, Hernando Londoño Berrío, por mencionar solo a algunas de las mujeres y hombres que hicimos parte de lo que podría llamarse la resistencia.
Una noche entre octubre y noviembre de 1987 reunimos a puerta cerrada una amplia asamblea de defensores en la sede de Colegas, que quedaba en El Palo entre Ayacucho y Colombia, con el propósito de hablar sobre la reconstitución del Comité. En medio de la reunión se sintieron golpes en la puerta principal. Si fue un intento de ataque o un tardío participante que quiso que le abrieran nunca se supo, porque el ambiente era tenso y nadie se acercó a la puerta a indagar. Los golpes pasaron y la reunión siguió, aún escucho al maestro J. Guillermo Escobar decir que asumir la presidencia del Comité era un suicidio y que no podíamos pedirle a nadie que lo hiciera. Pese a ello, el abogado catedrático de la Universidad de Antioquia Luis Fernando Vélez Vélez recogió la bandera de la presidencia y la asumió.
El 11 de diciembre de ese año realizamos el acto de reconstitución del Comité Permanente en la sede del Concejo de Medellín y Luis Fernando Vélez pronunció un discurso que tituló “La dignidad iguala a los hombres” y que empezaba diciendo: “Los derechos humanos deben defenderse en cabeza de todos los hombres porque lo único que los iguala es su consustancial dignidad”. Eran épocas en las que la lucha por los derechos de las mujeres no había llegado al lenguaje con su mensaje inclusivo. Llamaba a la ecuanimidad para no ser maniqueos al defender los derechos humanos haciendo distinciones al momento de defender un derecho ajeno, pero claramente manifestaba que los defensores de derechos humanos debíamos tener predilección por los humildes, los discriminados y los aliados más indefensos. Seis días después, el 17 de diciembre de 1987, Luis Fernando fue asesinado.
Así cerramos el año 1987 y para ser honesta no recuerdo cómo a la presidencia de Luis Fernando Vélez le siguió la del también abogado Carlos Gónima López, miembro de la Unión Patriótica. El mensaje de los asesinos regresó con igual furia dos meses después y el 22 de febrero de 1988 Carlos fue asesinado. No permitirían ni la defensa ni las denuncias de violaciones de derechos humanos en Medellín. En menos de seis meses habían sido asesinados cinco destacados miembros del Comité Permanente, tres de ellos fungiendo la presidencia.
Vino entonces un período silencioso casi clandestino de trabajo del Comité. No faltó quien propusiera que en efecto nos “clandestinizáramos”, lo que causó más hilaridad que otra cosa, pues un comité por la defensa de los derechos humanos perdería su esencia de esa manera. Nos reuníamos algunas veces en Colegas pero ya no en el salón principal sino en un lugar cerrado que tenían en el segundo piso y en donde nos sentíamos más seguros, también lo hicimos en los lugares más insospechados como el segundo piso de una taberna en la Villa del Aburrá, en la oficina de Jesús María Valle, en salones de la Universidad de Antioquia y en sedes sindicales.
El año 1989 inició con un nuevo estatus para el Comité que dejó de ser una seccional del Comité Nacional y por propuesta de Luis Fernando Wolff se llamó Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos “Héctor Abad Gómez” en memoria de su fundador, en medio de la presencia cada vez más abrumadora y amenazante del narcotráfico y los paramilitares en Medellín. Ese mismo año Jesús María Valle propuso mi nombre para participar en un curso intensivo sobre el Sistema interamericano de derechos humanos, en Lima, Perú, que me permitió ampliar mi visión sobre la defensa de los derechos humanos, conocer directamente de los protagonistas las experiencias de las luchas humanitarias en América Latina, con lo que daría cierre a esa década que marcó el rumbo de mi vida en adelante.
La nueva década empezó en Colombia con el movimiento estudiantil en Bogotá de la Séptima Papeleta, que logró la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente para aprobar una nueva Constitución Política en 1991. Un significativo número de personas en Medellín animaron a Jesús María Valle para que participara como candidato. Con ese objetivo en la mira crearon la Alianza Popular Independiente (API) a la que Jesús le dedicó tiempo y recursos durante los meses previos a la elección. A pesar de su compromiso con ese proceso Jesús María sacaba tiempo para participar en el Comité Permanente que continuaba intentado sobrevivir tras los golpes sufridos.
En mi paso por Perú en 1989 había escuchado el testimonio directo del trabajo que sectores de la iglesia católica habían realizado a través de lo que se llamó La Vicaría de la Solidaridad durante la dictadura militar de Augusto Pinochet. Ese testimonio lo compartí en el Comité Permanente y dejando de lado mi anticlericalismo propuse que buscáramos conversar con la Arquidiócesis de Medellín para que asumiera un papel más claro y decidido en la defensa de los derechos humanos. De ese proceso nació la Oficina de Derechos Humanos dentro de la Pastoral Social y quien la ayudó a estructurar fue la periodista Azucena Silva, integrante del Comité. El impulso a esa oficina venía a sumarse a la promoción y apoyo que el Comité brindaba a la creación de nuevos comités en distintos municipios del departamento. Así mismo, sería el preámbulo y la experiencia para promover poco tiempo después la creación de la Oficina de Derechos Humanos de la Policía Metropolitana, cuyo montaje inicial también se hizo de la mano de Azucena con el acompañamiento del Comité.
Medellín estaba inmerso en una guerra y sus jóvenes y niños serían sus protagonistas. Algunos, reclutados para el sicariato de los grupos paramilitares que llegaban a la periferia de la mano de la policía; otros, reclutados por las mafias del narcotráfico; y otros, asesinados por el delito de ser jóvenes. Todos atrapados en medio de una lucha de poderes por territorio, control económico y social, que en todo caso no era de ellos.
Para noviembre de 1992 ya habían sucedido varias masacres de niños y jóvenes. Entre las que recuerdo están las del barrio San José La Cima, el Playón de los Comuneros, una cancha de fútbol en Itagüí, la discoteca Oporto y el barrio Villatina. Cada vez que un medio de comunicación anunciaba una masacre, en el Comité entrábamos en modo alerta, listos para acompañar a los familiares de las víctimas si alguien nos lo pedía. Pocas veces, o quizá ninguna, llegábamos a un sitio sin que alguien nos lo solicitara, a no ser que fuese un acto público de amplia difusión.
El 15 de noviembre de 1992 a eso de las ocho de la noche, policías vestidos de civil llegaron en dos vehículos al barrio Villatina y abrieron fuego de forma indiscriminada en un cruce de calles. Murieron una niña de ocho años, siete niños menores de dieciséis años y un joven de veintidós. Johana Mazo Ramírez tenía sueños de bailarina, pero esa noche su pierna enyesada por una fractura no le permitió correr para buscar refugio como lo hicieron otras amiguitas. Con ella permaneció su amigo Wilton Alejandro Marulanda también de ocho años, quien en medio de la balacera quedó ileso resguardado bajo el cuerpo inerte de Johana y el de otro de los niños. Johny Alexander Cardona, Ricardo Hernández, Giovanny Alberto Vallejo, Oscar Andrés Ortiz, Ángel Barón, Marlon Alberto Álvarez, Nelson Duván Flórez y Mauricio Higuita. A todos los recuerdo porque su memoria es parte de mi vida. Wilton Alejandro murió dos años después, de un infarto, sin haber dormido un solo día después de la masacre, sin tener una luz encendida que acompañara sus noches de duermevela. Como escribiera Hernando Londoño Jiménez, otro maestro humanista, un niño que murió de tristeza.
La masacre de los niños de Villatina fue el primer proceso que como Comité Permanente decidimos trabajar más allá de las acciones urgentes, con el propósito de llegar hasta la Comisión Interamericana si era necesario, lo que se hizo en 1993. Ya en 1985 el doctor Héctor Abad Gómez —pionero en muchas de las acciones que emprendía— había presentado una denuncia ante la CIDH por la desaparición de Luis Fernando Lalinde pero con su asesinato en 1987 el caso continuó bajo la dirección de una organización de Bogotá. Mis reservas con el clero no son gratuitas y para el caso de los niños de Villatina la Arquidiócesis de Medellín no dio la talla: los invitamos a acompañar la denuncia internacional y no creyeron prudente denunciar al Estado de Colombia en tribunales internacionales. Este proceso me produciría un debate interno que no iba a resolver definitivamente sino varios años después: estar al lado de las víctimas en la búsqueda de verdad y justicia entraba en conflicto con mi ejercicio como defensora penal. Esa tensión la fui resolviendo caso a caso, considerando que la representación de víctimas era una labor humanitaria, bajo el principio del voluntariado, y las defensas penales y otros ejercicios jurídicos constituían mi fuente de ingresos, que por lo tanto no solo habían sido una de las razones para estudiar derecho sino que además significaban mi sostenimiento.
El punto de crisis llegó después de haberme especializado en derecho penal, de la mano de un fiscal de la justicia regional que se ocupaba de investigar delitos de concierto para delinquir, narcotráfico y terrorismo, investigaciones que habían aumentado con el crecimiento del sicariato en Medellín. El fiscal en cuestión me pidió que asumiera la defensa penal de un joven que había sido asistido hasta ese momento por un defensor de oficio que no podía continuar y como compensación por mi colaboración me prestó de inmediato el expediente para que lo pudiera estudiar en mi oficina. El día terminó y yo solo vi la carátula en la que se señalaba que se trataba de los delitos de homicidio y concierto para delinquir y bajo el nombre del sindicado un apodo: alias el Gordo.
Como al día siguiente tenía programada mi visita semanal a la cárcel Bellavista, no quise desaprovechar la oportunidad de entrevistar al sindicado, alias el Gordo, a sabiendas de no haber leído el expediente. Lo mandé llamar del patio asignado y al cabo de un rato se presentó ante mí un joven de unos veintiún años, bien vestido, de cuerpo atlético y con gafas redondas de aro delgado. Para entonces no conocíamos a Harry Potter, de haber sido así lo hubiese confundido.
Tras confirmar que se trataba de la persona que yo buscaba, le advertí que no había leído el expediente pero que lo haría, por lo que era mejor si me relataba su versión lo más apegada a la verdad. Me dijo que desde niño le decían el Gordo, no sabía por qué, pero en todo caso se declaraba totalmente ajeno a los hechos de los que lo acusaban y no tenía idea de la razón por la que había resultado involucrado en esa denuncia. Con esa versión me fui a estudiar el expediente, reconfortada con la idea de haber encontrado un imputado inocente para defender, casos que, aunque, parezca contradictorio, resultan ser muchas veces un reto muy difícil de superar.
Esa noche me senté en mi casa a estudiar los documentos: cada declaración y relato laceraba más el alma al leer los vejámenes y las violaciones sistemáticas con las que una banda de sicarios había sometido a todo un barrio en Itagüí por un período de cerca de seis meses. Las vacunas y el saqueo al comercio, el robo de bicicletas y de pagos semanales al llegar los trabajadores, las violaciones a las mujeres, los golpes a los ancianos y a los niños, los toques de queda a cualquier hora del día anunciados mediante disparos al aire libre y la amenaza de ser asesinado si no se cumplían las órdenes.
Justamente esa fue la causa de ese proceso: un día cualquiera la banda llegó disparando a mitad del día para ordenar toque de queda, todos corrieron a guarecerse, pero un niño de dieciséis años que sufría distrofia muscular no alcanzó la puerta de su casa. El jefe de la banda, el Gordo, llegó hasta él, lo tomó de su camisa a cuadros rojos, lo tiró al piso y le propinó un disparo en la cabeza frente a la puerta de su propia casa y mientras la mitad de los habitantes de la cuadra observaban aterrados a través de las ventanas. Cuando la mamá salió en su auxilio dispuesta a ser asesinada también, ya era tarde. La crueldad del crimen y la indefensión de la víctima hicieron que finalmente la comunidad reaccionara, se armara de valor y denunciara con detalles la identidad y ubicación del jefe y varios más de la banda. Por lo menos veinticinco ciudadanos acudieron a la fiscalía, dispuestos a declarar sobre los hechos e identificar a alias el Gordo y a los demás sicarios. En el expediente aparecían sin ninguna duda ni contradicción cerca de doce diligencias de identificación mediante el método de fila de personas que señalaban al joven que yo había conocido ese día en Bellavista como el jefe de la banda de sicarios que había disparado contra el niño.
Amanecí leyendo pruebas y llorando. Ese día supe que indefectiblemente, aunque yo no conociera a la mamá de la víctima, de encontrármela en una audiencia o en cualquier otro lugar, jamás podría mirarla a los ojos y ser solidaria con su dolor, si ejercía la más mínima de las acciones a favor del asesino de su hijo. Cuando abrieron los juzgados fui a entregar mi renuncia a la defensa del Gordo y le expresé al fiscal: “Nos enseñan que todos los sindicados tienen derecho a la defensa, eso está bien y lucharé como defensora de derechos humanos para que así sea y haya debido proceso; pero todos los abogados tenemos derecho a escoger a quién defendemos y, sin corresponderme, yo a este ya lo juzgué”.
Ese día quedó resuelto el dilema, abandoné las defensas penales y me volqué de lleno al acompañamiento de las víctimas en la búsqueda de verdad y justicia. Una excepción ha tenido esa decisión y es cuando el sindicado es al mismo tiempo la víctima: eso ocurre cuando el Estado pone en marcha su aparato judicial como medio de control de la protesta social, de los opositores o de los defensores de derechos humanos, como años más tarde le pasaría a Jesús María Valle. Desde entonces y hasta ahora he acompañado a varios defensores y defensoras, incluso a ciudadanos inermes que el Estado ha acusado falsamente de la comisión de delitos contra el orden constitucional, con el exclusivo propósito de hostigar y desarticular procesos sociales.
El caso de Villatina fue un proceso de más de doce años, lleno de aprendizajes cuyo relato y análisis no me cabría en este escrito. Hoy, 28 años después, aún estamos vinculadas con las madres de los niños y el monumento Los niños de Villatina, ubicado en el Parque del Periodista, Centro de Medellín, logrado con ese proceso como parte de la reparación, da testimonio de lo que hizo la policía no solo en Villatina sino en muchos otros barrios de la ciudad.
Avanzaba la década de los noventa y con ella el paramilitarismo en toda Antioquia. Álvaro Uribe asumió la Gobernación de Antioquia en 1995 y recién empezaba su período de gobernador cuando la presidencia de Ernesto Samper reglamentó las Convivir dándoles vía libre. Uribe Vélez, de manera frenética, como suele hacer todas sus cosas, coordinó de inmediato con el comandante de la Cuarta Brigada la forma de impulsar la creación de cooperativas Convivir por todo el departamento. Su sueño de involucrar a los civiles en la guerra contra las guerrillas se estaba haciendo realidad de la mano de un decreto presidencial. Se legalizaron así todos los grupos de autodefensa que venían operando años atrás, lo que les permitió pasearse orondos por las plazas de los pueblos simulando ser cooperativas de vigilancia.
Los campos de Antioquia se llenaron de sangre por las masacres y los desplazados llegaban por cientos a las cabeceras municipales. En el Comité literalmente no dábamos abasto para recibir las denuncias de los desplazados de todo el departamento. Varios de nosotros estábamos convencidos de que el único camino que nos dejaba el Estado y su brazo paramilitar era el de la denuncia internacional. Pero Jesús María, que sentía en el alma el dolor de los campesinos de Ituango, incluso creía que era posible detener la muerte y las barbaridades que ocurrían por todo Antioquia. Pidió protección para su pueblo al gobernador, iluso nuestro Jesús María que aún creía que ese oscuro personaje lo escucharía, cuando él era la parca misma.
Se cumplieron diez años del asesinato del doctor Héctor Abad Gómez y de los demás humanistas asesinados entre 1987 y 1988. Quienes continuábamos en resistencia en el Comité Permanente decidimos convocar a un acto en su memoria que llamamos “Firma del Acta de Renovación de Compromiso” y que se programó para agosto de 1997 en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia. Teníamos varios propósitos; primero, rememorar la vida y las enseñanzas del médico y demás humanistas; segundo, hacer un balance de la situación de derechos humanos en Antioquia, y tercero, promover el compromiso con la defensa de los derechos humanos, así como el reencuentro de algunos de los exiliados que habían retornado al país.
La semblanza del doctor Héctor Abad estuvo a cargo de su amigo Carlos Gaviria Díaz, quien hacía parte de la Corte Constitucional, y el balance sobre la situación de derechos humanos en Antioquia lo hizo Jesús María Valle, quien pronunció un discurso histórico que se sigue citando hoy en día.
La construcción del acta pasó por un proceso complejo que casi no logra ver la luz pública: fui la encargada de preparar un primer borrador que propuse fuese revisado por los demás miembros activos del Comité, una vez integradas sus observaciones se le pasaría simultáneamente a J. Guillermo Escobar Mejía y a Carlos Gaviria Díaz, pues no queríamos someter a ninguno de los dos a la corrección del otro. Por supuesto la idea fue un desastre, pues sus estilos eran totalmente opuestos. Cuando recibí las correcciones de cada uno de ellos, intenté integrarlas todas y le remití nuevamente a cada uno la nueva propuesta y así por lo menos en tres oportunidades, hasta que Jesús María me dijo: “¿Vicky, no te has dado cuenta de que te metiste en camisa de once varas? No hay forma que concilies la pluma de estilo kantiano de Carlos Gaviria con el estilo sublime de J. Guillermo Escobar. No le des más vueltas a eso y envíales una recopilación anunciándoles que así quedó”. Cumplí la tarea y aunque no dijeron nada porque no se ocupaban de esas nimiedades, siempre he pensado que ninguno de los dos quedó contento.
Llegó el 25 de agosto de 1997 y Jesús María Valle pronunció ese día el discurso más duro que hasta ese momento se había escuchado en Colombia advirtiendo sobre la estela de muerte que se regaba por Antioquia por cuenta del paramilitarismo ante el silencio cómplice de las autoridades civiles y militares. Ya un mes antes Jesús María había hecho denuncias en los medios de comunicación sobre un operativo conjunto que había realizado el ejército con apoyo de paramilitares en el sector de Pescadero, en Ituango, luego de que en junio ocurriera una masacre en el corregimiento de La Granja del que era oriundo Jesús. Tras esa denuncia, Álvaro Uribe salió a decir en los medios de comunicación que Jesús María Valle era un enemigo de las fuerzas armadas y un oficial del ejército tuvo el arrojo de presentar ante la fiscalía una falsa denuncia por el delito de calumnia contra el defensor de derechos humanos. Estas dos cosas fueron su sentencia de muerte.
A partir de ese momento, todos los amigos y compañeros de Jesús María centramos nuestra preocupación en su seguridad, pero lo único que podíamos hacer era ofrecerle gestiones para que saliera del país, como lo habían hecho en el pasado otros humanistas que habían salvado sus vidas de esa manera. El compromiso ético y los lazos que tenía Jesús María con el pueblo de Ituango, en especial con los campesinos, no le permitieron buscar refugio para él solo dejándolos a ellos atrás y permaneció a su lado hasta que el 27 de febrero de 1998 los asesinos lo callaron para siempre.
Una vez más el Comité Permanente quedaba acéfalo, acorralado y con una herencia de cientos de campesinos desplazados que esperaban justicia. En el año 2000 los pocos que quedábamos tomamos una decisión que sería decisiva para nuestra sobrevivencia: el Comité Permanente dejó de ser el foro abierto y amplio que había sido desde su creación y dio paso a una corporación de carácter cerrado. Como Grupo Interdisciplinario (GIDH) documentamos y presentamos ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos las violaciones cometidas en las masacres de La Granja y El Aro que obtuvieron una sentencia contra el Estado de Colombia en el año 2006 bajo el nombre “Caso de las Masacres de Ituango”. Y tras una de las tareas más difíciles que hemos afrontado, en el año 2008 obtuvimos otra condena contra Colombia por el asesinato de nuestro amigo y líder Jesús María Valle Jaramillo. Quizás un día, en otro lugar, en otro escrito, cuente qué ha pasado durante las dos décadas que hemos estado sin Jesús María.
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