Una tarde Papo fue a la cancha para decirnos que le había gustado el demo y que nos invitaba a participar en una competencia de raperos que estaba organizando.
—Se va a llamar La Batalla de los Titanes —dijo con un dejo de orgullo en la voz y explicó que el otro día vio un especial de lucha libre donde docenas de luchadores se entraban a trompadas en el ring—. Quiero hacer algo similar con los raperos del barrio. El vencedor nos representará en los concursos interbarriales. ¿Y quién sabe? Hasta podría representarnos en el programa Viva rap.
Hablaba como todo un promotor de la televisión. Pero a Papo le fue mal con el patrocinio. Cuando se lo propuso al dueño de La Pampa este le negó el apoyo y acusó a Papo de convocar una caterva de tecatos que se la pasaban fumando yerba en los parqueos de la pizzería. Quizá si hubiese suspendido entonces La Batalla de los Titanes no hubiera pasado lo que ocurrió, pero Papo era tan terco y quedó tan dolido con la negativa que decidió hacer el evento en otro lugar.
Fue así como La Batalla de los Titanes se llevó a cabo un sábado en la cancha de Nordesa. La había programado hasta a la misma hora que empezaba la exhibición de break dance y electro buggy de la pizzería La Pampa. En un principio pensamos que eso afectaría la convocatoria del evento, pero nos equivocamos totalmente, ya que la cancha estaba tan llena que, como decían en la lucha libre, no cabía un mandao. Papo se movía entre los círculos de raperos junto a una jevita que tenía un culazo y que a Máximo le recordaba a Lisa M. Nadie en la cancha se veía tan cool como Papo, quien para la ocasión se había recogido las greñas, hecho unas trencitas y puesto una de esas camisetas de Bob Marley en que las hojas de mariguana eran más visibles que el cantante jamaiquino.
Cuando llegó a nuestro lado nos explicó que lamentablemente no tenían micrófono.
—¿Se va a suspender? —preguntó Máximo.
—No se va a suspender —contestó Papo medio molesto—. Lo haremos sin micrófonos. Estas vainas se dan mejor cuando se hacen sin micrófonos.
Se hizo un silencio que la jevita con el culazo aprovechó para sugerirnos que a falta de micrófonos proyectemos nuestras voces como hacen los actores en el teatro. Luego nos dijo chau con picardía y se fue con Papo a hablar con unos bailarines de Nordesa. Un chamaquito al que le decían Cara de Vieja nos contó el rumor que circulaba por la cancha con respecto a los micrófonos. Un pastor había puesto a disposición de La Batalla de los Titanes el equipo de sonido de su congregación, es decir, los micrófonos y los amplificadores, pero cuando Papo fue por ellos con sus trencitas y su camiseta de Bob Marley, el pastor se puso como el diablo, lo mandó a pelarse y se negó a prestarle el equipo.
—¿Pero por qué? —le preguntó Papo.
—Varón —le respondió el pastor—, usted parece tecato. No le voy a prestar el equipo de sonido a un fariseo sinvergüenza.
Nunca supe si el rumor era cierto. Tampoco estaba seguro de si Papo había pedido permiso para escribir con aerosol en una de las paredes de la cancha el nombre del evento.
Fue la peor tarde de todo ese verano. Bueno, a mí no me fue tan mal. Si tomamos en cuenta mi edad y las pocas semanas que tenía rapeando, debo reconocer que me fue regular. Al primer contrincante prácticamente lo destrocé con algunas rimas que tomé de “Mami me mandó a comprar el pan”. Sin embargo, cuando me enfrenté con el segundo, que era un gordito que le decían Burrulote y que había participado en Viva Rap 89, estaba afónico y no pude evitar que me aplastara como un insecto con su estupendo flow.
Pero lo de Máximo sí fue terrible. Le tocó con uno que llamaban el Bombero. Cara de Vieja me explicó el origen del apodo. Según contó, en ese entonces tenían ocho o nueve años y estaban maroteando y uno de los chamaquitos se subió hasta el cogollito en busca de los limoncillos más grandes y jugosos, pero ahí las ramas eran tan finas y frágiles que no lograba bajar. Por lo que empezó a gritar desesperado que buscaran a los bomberos para rescatarlo. Así que el contrincante de Máximo se embaló a buscarlo y regresó al rato con un bombero que ayudó al chamaquito a descender sano y salvo de la mata. La cosa es que ese bombero no era de los que apagan fuego sino de los que despachan combustible en las bombas de gasolina. Instantáneamente, el mote del Bombero se le quedó pegado como un chicle en un pantalón.
Desde que se puso en frente del Bombero a Máximo le vinieron los nervios y hasta le brotó la vena de la frente. Cuando le tocó su turno se volvió nada. No le salían las rimas. Era como si tuviese un ataque de tartamudeo. Papo, que conocía el talento de Máximo, decidió anular el combate. Ante los reclamos alegó que era la primera vez de Máximo y que se había paniqueado.
—Gente, démosle un chance —dijo con su carisma acostumbrado.
Se le acercó a Máximo y le susurró algunas cosas al oído. Pese a que el Bombero se quejó por favoritismo, no le quedó de otra que acatar la situación. Así que arrancaron nuevamente. Pero en vez de rimas Máximo soltó un sollozo. Estaba a dos metros de él y no lo podía creer. Para que se hagan una idea, Máximo y el Bombero estaban ubicados en medio de la cancha y en torno suyo había un círculo de raperos wannabe con gorras y pañuelos envueltos en la cabeza que no paraban de enzarzarlos. Pues tan pronto vieron que Máximo no podía controlarse las lágrimas, estallaron en burlas, insultos y mentadas de madre. Hasta empezaron a llamarle Mínimo y corearon:
No le des más duro
que no se va a parar.
No le des más duro
que no se va a parar.
El Bombero se valió del caos y soltó un arsenal de improperios que hicieron trizas a mi amigo. Antes de terminar le arrebató la gorra de los Mets, la lanzó al aire, la aparó, se la puso al revés y luego flexionó los músculos que no tenía a la manera de Hulk Hogan y soltó un gruñido potente. Su payasada fue seguida de una ola de aplausos y silbidos. Junto a un rapero de Costa Caribe deposité a Máximo en las gradas.
—Larguémonos —le insistía, pero mi amigo aún no emergía del shock.
Una vez que los sollozos, las lágrimas y la vena brotada de la frente cedieron sugirió hablar con Papo para que le diera otra oportunidad. Pero tan pronto se puso de pie se le descompuso la cara y la vena volvió a brotar. Al rato desistió y yo fui a donde el Bombero para que me devolviera la gorra de Máximo.
—Intenta quitármela —me dijo.
Tuve que pedirle ayuda a Papo que le arrebató la gorra de un cocotazo. Nos fuimos como habíamos llegado, Máximo sentado en la barra de mi bici y yo pedaleando. Mientras más nos alejábamos de la cancha más mi amigo se recomponía. Tuve que insistirle para que me explicara su sorpresiva reacción.
—Perdí el ritmo —admitió.
Evoqué esos momentos cuando rapeábamos en su cuarto y lanzábamos el ritmo hacia arriba.
—Querrás decir que se te cayó —le dije como para evocarle ese recuerdo.
Pero Máximo negó con la cabeza y aseguró que no se le había caído, sino que lo había perdido. Fue entonces que pasó una camioneta 4 x 4 que casi nos atropella. Frenó con un chirrido y dio reversa. Tan pronto nos alcanzó el conductor bajó el vidrio tintado y yo reconocí a uno de los raperos. De seguro era un quinceañero a quien el papá le había prestado la camioneta para que fuera al evento y se la presumiera a todo el mundo.
—¡Raperos wannabe! —nos voceó haciendo una mueca.
A Máximo le volvieron las lágrimas y a mí eso me encojonó tanto que tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener el equilibrio y no estrellarnos. Ya que no le hacíamos coro, volvió a insultarnos, subió el vidrio y la camioneta aceleró guayando gomas. Al verla perderse en la calle supe que con ella también se perdían mis ganas de ser rapero.
No volví a entrar al cuarto de Máximo. Tras lo sucedido, me imaginé que estaba muerto de vergüenza conmigo y con todo el barrio, por lo que suspendí mis visitas por una semana. Cuando finalmente fui tuve que vocear para que me abrieran la verja de hierro. La que me abrió fue su hermana que sin dejar de hablar por el inalámbrico me indicó con la cabeza que fuera hacia los aposentos. Por primera vez el seguro de la puerta del cuarto de Máximo estaba puesto. Le voceé, toqué la puerta con fuerza y hasta la pateé. Nada. Pegué el oído en la puerta a ver si distinguía un rap o algún sonido proveniente de la pieza. Por un momento pensé que no estaba, que quizá había salido sin que su hermana se diera cuenta o se había metido de pronto en el baño, pero tras mucho esperar se me ocurrió que tal vez estaba ahí dentro, tumbado en la cama, mirando el techo, sin ganas de verme. A la larga me fui sin decirle adiós a la hermana de Máximo que estaba entretenida con su llamada.
Acabaron las vacaciones y las clases ocuparon todo mi tiempo. Coincidíamos en la cancha, pero no mencionábamos el suceso, no por reticencia ni nada por el estilo, sino porque era algo que ya había quedado atrás y que habíamos superado.
Al año siguiente me mudé de barrio y perdí contacto con los amigos de Miramar. A algunos los veía en fiestas y a otros paseando por la ciudad. Pero lamentablemente no volví a toparme con Máximo en todo ese tiempo.
Tuvieron que transcurrir veinte años de La Batalla de los Titanes para que lo volviera a ver. En ese periodo me hice psicólogo, hice una especialidad en el extranjero y estuve a punto de empezar un doctorado, pero para desgracia de mis padres renuncié a todo y me dediqué a escribir. De hecho, me consagré tanto al oficio que no tenía empleo estable y acabé debiéndole plata a todo el mundo. Para sobrevivir hacía algunos trabajos de edición. Por esos días, mi amigo Chelo, que conocía de sobra mi apretada situación financiera me contrató para escribir el prólogo de su primer libro de fotografías. Me citó una noche en su restaurante favorito del barrio chino. Inmediatamente nos sentamos en una mesa redonda, le hizo una seña a un mesero y ordenó mapo tofu, hojas de batata china, cerdo asado, una cazuela de bacalao con berenjena, calamares a la sal, en fin, todo un manjar que nos bajamos con deleite. Tras pagar la cuenta propuso dar una vuelta por el barrio chino para activar la circulación. Como además de fotógrafo, Chelo es un reputado arquitecto, aprovechó la caminata para ponerme al tanto de las transformaciones que habían sufrido los edificios de estilo art déco que databan de los años treinta y veinte del siglo pasado. Nos detuvimos frente a lo que fue el teatro Max y que hoy es una iglesia evangélica llamada Dios es amor.
—Fue el primer cine que tenía una puerta de entrada y otra de salida —dijo Chelo apuntando con su cámara Canon al edificio deteriorado—. Y además tenía abanicos para combatir la calor. Te voy a mostrar.
