El libro de los barrios

Salsipuedes o donde el amor nunca se muere

por X
Fotografías: Daniel Bustamante

“Hoy quiero gozar, quiero vivir en Salsipuedes, / tierra de ilusión donde el amor nunca se muere, / ven, ven y verás de corazón a Salsipuedes, / y tú cantarás con gran amor a tus quereres”, cantó Matilde Díaz, acompañada de su esposo Lucho Bermúdez, el inmortal porro que nació una madrugada de abril de 1948, después de una fiesta que duró todo un puente festivo en la finca donde vivían adoptados por los Marín Vieco. Llovía a cántaros y cuando los invitados intentaron salir las carreteras estaban hechas un lodazal, entonces tuvieron que devolverse embarrados de pies a cabeza.

“Lucho Bermúdez estaba sentado en un rincón y les dijo: ‘Salí si podés. Yo llevo un año tratando de salir de aquí y no he podido, ahora ustedes creen que van a ser capaces con este aguacero’. Todo el mundo se echó a reír, a él le quedó sonando y empezó a tararear: ‘Salsipuedes, Salsipuedes’. Y les dijo a sus músicos: ‘Muchachos, tengo un ritmo’, y empezó a improvisar. La orquesta, que ya lo conocía, lo acompañó. Ahí nació la canción Salsipuedes, y desde eso mi abuelo le puso ese nombre a esta finca”, cuenta Yuliana, parada en medio de la sala donde se exhiben las esculturas de su abuelo Jorge Marín Vieco.

Sucesor de un linaje de artistas, Jorge Marín compró en 1939, por seiscientos pesos, la finca de tapia y bahareque, rodeada de mangas, en una ladera de lo que hoy es el sector La Pola, en el barrio Robledo. Allí sembró árboles frutales y flores y montó su taller de marquetería y escultura, arte en el que se inició siendo un niño, cuando se escapaba de la escuela para ir al taller de su tío Bernardo, su primer maestro. Apasionado por la música, clarinetista y saxofonista autodidacta, fundó Ritmos, la primera banda de jazz de Medellín. Sin embargo, a los 38 años decidió consagrarse a la escultura.

Cuando supo que Lucho se radicaría en Medellín, le ofreció su casa para que pasara unos días mientras conseguía dónde establecerse, pero la estadía del compositor se alargó más de un año, y la finca se convirtió, además, en el lugar donde ensayaba con su orquesta aquellas canciones que marcaron la historia musical de Colombia. La casa se fue transformando en un santuario donde se armaban tertulias y parrandas que duraban hasta el amanecer, y en posada de artistas que, protegidos por el anfitrión, se quedaban allí largas temporadas, como les pasó también al maestro Gabriel Uribe y a su familia, al compositor Luis Uribe Bueno, al poeta Jorge Artel y al muralista Horacio Longas.

Un día Longas le dijo a Marín que había que decorar la casa por que se estaba volviendo un centro cultural, y el anfitrión le contestó que empezara él. Animado por la propuesta, el artista pintó a tres parejas de campesinos bailando en una de las paredes de la sala, mural que, un poco desconchado por el tiempo, todavía se conserva. Para celebrar la culminación de la pintura se hizo aquella famosa fiesta que inmortalizó la finca con el nombre Salsipuedes. Frente al mural de Longas el poeta cartagenero Jorge Artel también dejó su impronta, y escribió con un carboncillo, la letra ladeada y legible: “Cuando me vaya no sabré si un poco de esta casa se va incrustada dentro de mi corazón o si es un pedazo de mi corazón lo que se queda en esta casa”.

En esa casa, Vieco, el alquimista, con la fuerza lírica de sus manos transformó los metales en obras que narran la lucha social y la historia indigenista y cultural del pueblo, como las emblemáticas esculturas amerindias que hoy se aprecian en la Beneficencia de Antioquia. O el colosal Hombre en busca de la paz, un Cristo desnudo que escandalizó a los clérigos, quienes ordenaron cubrirle el sexo, algo que conturbó a Vieco, pues pretendía simbolizar el tránsito pacífico de la humanidad hacia la otra vida. Cuenta Yuliana que su abuelo, indignado, le preguntó al arzobispo: “‘¿Podría usted, reverendo, recomendarme un sastre para vestir espíritus?’. Y al final le hizo un taparrabos en forma de llamas que añadió con cuatro tornillos. La idea era que algún día se oxidaran para que el taparrabos se cayera encima de su tumba, pues él sería enterrado debajo de la escultura”. En el boceto inicial, el desnudo abría las manos hacia afuera, representando al hombre que lleva consigo al pueblo, “pero ya que le pusieron tanto pereque, él dijo: ‘¡Ah!, vamos a dejar a todos estos godos atrás’. Y le voltió las manos”.

También Gonzalo Arango visitó varias veces Salsipuedes, recinto al que le dedicó una de sus columnas. El texto original, una hoja desvaída por el tiempo, redactado en máquina de escribir y con correcciones hechas a lapicero por el escritor, cuelga enmarcado en una pared de la casa. “Si el Gólgota fuera sublime por el paisaje, y no por el poeta que coronó su destino en el peñasco, esta colina sería del linaje del monte sagrado. Salsipuedes es la humildad misma. Pero el amor, los sueños, la creación, consagraron esta morada en un templo al espíritu”, dice en un fragmento.

En la casa siguen viviendo su mujer, su hijo Jorge Alberto y sus nietos. Su hijo, pianista, lutier y empresario, fascinado también por la escultura, juró al padre continuar su obra, dedicarse a la escultura y hacer de Salsipuedes una fundación para apoyar a jóvenes artistas. Veintiún años después de la muerte de Jorge Marín Vieco, el taparrabos en forma de lenguas de fuego se desplomó sobre su tumba, y el espíritu triunfal impulsó, al fin, el ascenso del hombre desnudo que dejó atrás a quienes no supieron comprender un corazón libre de vergüenza.