La invasión de las cotorras
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Por MUTO
Fotografías por el autor
Es otoño en la Ruta Nacional 38 y un amarillo quemado y crepitante se ha derramado sobre el paisaje de la sierra cordobesa. Desde hace algunos días los vientos traen frío y empujan de lado, o de frente, como queriendo enviarme de regreso, y a veces son tan fuertes que es inútil pedalear.
Esta mañana en Capilla del Monte, los únicos rostros con los que me crucé al salir sonreían en carteles y vallas de campañas políticas, entre calles donde un frío helado campeaba. Cuando desemboqué en la ruta, enfilé hacia el sur, con dirección a Cruz del Eje. Los pequeños halcones me miraban desde lo alto, jineteando con alas abiertas las fuertes corrientes en busca de presa.
De la fría Capilla, traigo una cubierta nueva que llevo doblada y amarrada con alambre a una de las alforjas traseras y un par de tarros de quinientos gramos de miel de monte. Por un par de horas he pedaleado con este viento muy grueso y frío impactándome de lleno. Me molesta no saber qué hacer con mis manos. Las cambio constantemente de posición sobre el manubrio, las guardo entre los bolsillos o se turnan para ir detrás de mi espalda. En los descensos, la presión del viento aumenta, la temperatura disminuye y por momentos es como si esas manos que agarran el pedazo de metal con firmeza no fueran las mías.
En el parqueadero de una YPF la gente sale de sus carros y desaparece rápidamente al interior de la cafetería o en los baños. Es una estación de servicio muy nueva y muy blanca, perfecta sobre un fondo de cerros amarillos y pelados. Las suaves crestas despiertan con el sol que recién llega. Algunas se ven marrones, como si hubieran ardido hace poco. En el asfalto del parqueadero, la luz se estira plácidamente formando un rectángulo tibio y alargado.
Un playero se me acerca frotándose las manos, sus preguntas son grandes bocanadas de vapor. No muy lejos un galgo blanco que nos ha escuchado hablar levanta la cabeza y nos mira. Otro playero se nos une de repente. Un poco mayor, la barriga labrada, un gesto automático de simpatía viajera. Desaparece un minuto y regresa con un mate que me alarga mientras los perros mueven un poco la cola y lo miran con confianza.
No es solamente un día frío, todo el país es recorrido por un bloque de vientos provenientes del polo sur. Las temperaturas han caído. Estamos en plena ola polar, parcero, me dice el playero más joven. ¿No andás con mate, vos?
¿De dónde venís, capo?, me pregunta Daniel en otra provincia un poco más al sur, Santa Fe, y en un pueblo acerero llamado así: Armstrong.
En el techo de su Jeep Cherokee viaja una bicicleta de competencia. Daniel tiene la cara manchada por el sol y una sonrisa apresurada que se encoge un poco cuando me escucha decir Bogotá.
¿Venís pedaleando desde allá? ¿Vos solo? Che, ¿cómo hacés para no aburrirte?
Es pasado mediodía y el veterano ciclista me cuenta que dentro de poco hará su primer viaje en bicicleta. Una semana en la ruta y mil kilómetros a través de la pampa húmeda, entre pueblos y ciudades agrícolas rodeadas de una llanura infinita donde crece la soja y el maíz. Daniel exhibe gran afición por gadgets y herramientas de las que nunca he oído hablar.
Las hojas secas de los álamos se arremolinan en el camino, el sol se oculta detrás de una cosechadora que avanza por la ruta. En la pampa húmeda argentina hay dos cosechas al año.
Maíz, soja, trigo, todo se va por la Ruta Nacional 9 en esos camiones que pasan zumbando a mi lado y también por el río Paraná. La ruta exportadora sigue su curso hasta Rosario y Buenos Aires y de ahí al mundo.
¡Es hermosa esta tierra, guacho!, me dice orgulloso.
Me gana la curiosidad. Le pregunto a Daniel si es un gringo.
Se ríe. A la gente de la soja les dicen gringos, a sus abuelos les decían así. Esa gente que llegó de Irlanda y de Alemania y de Italia, tanto de Italia, a metérsele a la pampa y a la inmensidad. A sembrar, a tumbar, a criar. Pero Daniel se cansó. Ahora sus campos los cultiva otra gente.
¿Qué gente?
Gente de afuera, Colombia. Mucha guita, guita grande. Incluso con la sequía y las heladas.
Daniel me interesa. Ha comenzado a llamarme Colombia. Colombia esto, Colombia lo otro y se parte de la risa. Ahora se dedica a la cría de ganado. Le gusta ir al campo y observar. Descubrió algo. Hay un toro suyo que le gusta estar echado muy tranquilo debajo de los árboles. Ese toro de las sombras, que así llama a los de su clase, se levanta y sin que los otros toros pelotudos se enteren, va donde están las vacas y ¡pam!, las monta a todas. Daniel se ríe. ¿No es genial eso, Colombia? Los otros peleando y midiéndose y ese toro pasándola a lo grande. No se consigue un individuo con esas destrezas disparando pistoletazos de semen en una vagina, y mientras dice esto hace el gesto de penetrar algo con su brazo y disparar, un movimiento continuo, firme. No, señor. Esos animales se hacen solos.
Daniel recuerda las vacas de su vieja hacienda. Me pregunta si alguna vez he visto un toro al que se le parte la verga. Niega con la cabeza, fastidiado, se pone un dedo en la sien, hace circulitos, aprieta. Ahora que es abuelo, esos viejos esperpentos de la inseminación parece que lo persiguen un poco. De repente está pensativo y encorvado y es ahora sí un hombre de sesenta años y no el ciclista envalentonado que me pidió que me detuviera. Me cuenta que en un punto sintió que había algo mal con lo que hacía. No hay que joder con la naturaleza, dice. Ella sabe cómo hace sus cosas. Entonces nos quedamos en silencio.
Hasta que mi amigo gringo se anima otra vez y retoma el asunto de su viaje, su aventura de una semana por la pampa húmeda. Una semana, una nada más, porque con tanta familia una semana es lo mismo que un año. Me pide consejo. Quiere hacer un canal de YouTube, para no aburrirse. Le aterra estar solo.
En serio che, ¿qué hacés para aguantarte? Vos mismo deberías hacerte un canal.
Y el cielo se cubre de repente. Ambos levantamos el rostro y nos quedamos viendo las nubes desgarradas, huyendo, y de nuevo las hojas se levantan sobre el camino y en los campos de maíz se escucha un siseo seco, un crepitar que camina con mil patas muertas hacia nosotros.
Le pregunto si cree que va a llover.
Niega. Se queda callado, sin dejar de mirar las nubes.
Lo más difícil de la soja era eso, dice.
¿Qué?
Esperar. Apunta al cielo con su dedo índice. Esperar la lluvia.
Todo depende de la lluvia.
Lavalle, Sarmiento, Roca. También aquí las calles multiplican esos apellidos a los que comienzo a acostumbrarme. Algunos corresponden a viejos pioneros y generales, héroes de la patria que se lanzaron a lomos de caballo a la conquista de las profundidades. En sangrientas avanzadas como la Campaña del Desierto, Julio Argentino Roca y sus hombres le arrebataron La Pampa, y la inmensidad, a los indios ranqueles, los mismos que un par de siglos atrás ya habían repelido el asedio de los españoles.
Y mientras Armstrong hace la siesta, arriba, en los eucaliptos de la Plaza San Martín, las cotorras estallan. Su encuentro infinito devora el silencio de la tarde otoñal. No es la primera vez que coincidimos, ellas arriba en las copas de los árboles, yo abajo, en medio de alguna espera, de algún descanso.
Muy cerca, un grupo de niños con uniforme de escuela de fútbol me observa. Han estado hablando entre ellos durante un rato y por fin se han decidido. Los veo avanzar en mi dirección, los pasos tímidos, indecisos. Tienen ojos claros y grandes que miran mi bicicleta, mis zapatos, mis prendas ciclistas que comienzan a estar muy desteñidas, mi bicicleta otra vez.
Para comenzar, quieren saber de dónde soy. Quieren saber a continuación cuál es mi relación con colombianos al estilo de Higuita, Falcao, Shakira. ¿Los he visto, saludado, tocado? Quieren saber si en el Amazonas me atacó algún tigre y si ya fui a Las Malvinas. Quieren saber si me gustan más las medialunas o las facturas. Uno de ellos se hace una selfi mientras yo al fondo resisto la avalancha de preguntas y otro se sienta en el sillín de la bicicleta y parece resuelto a llevársela. Y es como si supieran que me siento un poco solo en su pueblo y en su Plaza San Martín porque de repente han comenzado a cantarme un cantito futbolero. Para animarme. Y se van cantando y saltando.
Daaavid David David Daviiid Daaaviiid Daaaviiid…
La moto de Luca suena a estertores y palabras finales, pero ahí viene, entregando el último aliento y recuperándolo al mismo tiempo. Se detiene. Escucho su voz. Mi acento parece alegrarlo.
¿Sos colombiano? ¿Buscás un lugar para hacer noche, parce?
Me dice que en su casa hay espacio de sobra, para la carpa, pero también hay una habitación, por si quiero dormir en una cama.
¡No sabés cómo me alegra encontrar a un parce, a un colombiano!
Luca viajó de mochila hace unos años. Recorrió la Argentina de estadio en estadio acompañando al Boca Juniors y a La Renga. Lo escucho revivir su paso por Colombia, el viaje a dedo por los caminos selváticos del Putumayo, las montañas nariñenses. Se esfuerza en recordar. Le pido nombres, colores, detalles y mientras lo escucho revivir sus días colombianos soy consciente de que este otoño de maíz quemado y álamos desnudos comienza a pesar en mi existencia.
Voy pedaleando junto a su vieja Honda Econo Power 90 por esas calles solitarias que se llaman igual que otras calles solitarias en otros pueblos solitarios. En La Guajira, Luca sembró café y se inició en el arte de la construcción con guadua de la mano de una pareja de colonos paisas. En las fotos que desfilan por la pantalla de su teléfono, y que me muestra feliz, aparece una maloca nuevísima, un almacén, y un Luca aprendiz un poco más joven y moreno con el sol caribeño estampado en su rostro. Un mediodía con palmeras, ardiente, irreal.
Nos detenemos frente a una casa antigua, con muros de tapia y un solar en el que una mujer con pelo muy negro y largo riega una huerta. Hay un tractor pequeño, una reliquia herrumbrada a la que resguarda un pequeño jardín en el que revolotean algunas abejas.
En Armstrong abundan las acerías. La industria metalúrgica floreció junto a los gringos que pedían máquinas más grandes y poderosas. Cuando uno entra al pueblo por la ruta es recibido por un pequeño y flamante batallón de cosechadoras relucientes. En sus altas cabinas se encapsula el sol y se reflejan las ramas de los eucaliptos. Cosechadoras, tractores, cosas afiladas que se hunden en la tierra. Todo se fabrica en la zona. En Armstrong un pistón, en el pueblo siguiente una bobina.
Luca trabajó unos años en esos talleres y galpones enormes, igual que muchos de sus amigos de infancia y familiares, pero luego se fue. No era vida para él, marcar tarjeta por las mañanas, pedir prestado al banco para comprar un auto. Me cuenta que iba a comprar un 208, pero una mañana le entró algo y no fue a trabajar más. Armo su equipaje y se fue a conocer Ushuaia. Siempre había querido ir.
Nos sentamos alrededor de una mesa y compartimos pizzas sabrosas que Luca hornea y a las que añade huevo duro y perejil. Después de cumplir con las tareas de la huerta, se nos ha unido su madre, un rostro indígena que sonríe, que hace preguntas cortas, que mastica despacio las respuestas. Le digo que no he visto muchos rostros como el suyo en la pampa húmeda. Descubro que nació en Paraguay, pero se crio en el norte argentino, en Salta. Es Calchaquí. Trabajó muchos años en la región de Cafayate. En los viñedos. Allá conoció al padre de Luca.
Me cuentan que antes de que comenzara la sequía las calles del pueblo se inundaban con cada lluvia, por ligera que fuera. Es tierra dura la de los campos de soja a causa de los químicos que usan para fertilizarla. El agua llovida que no penetraba viajaba hacia el pueblo como un río y lo rebosaba todo. Me explican que esto también ocurre porque se siembra siempre lo mismo. No hay rotación de suelos. Cereal sobre cereal. Cereal sobre cereal.
Luca saca otra pizza del horno.
Sus paisanos gringos, los mismos que hacen esas máquinas tan copadas, le arrancan a la pampa el poco bosque que le queda. Después los escuchás quejándose porque no llueve. Es una estupidez así de grande, concluye Luca mientras la noche termina de cerrarse sobre el solar y el cielo es negro y como de piedra.
Ya van dos años largos de sequía en la Argentina, parce. Y ni te hablo de los incendios.
*
A la mañana siguiente, la madre de Luca me estrecha la mano y me pregunta si voy a volver a Colombia. De repente no sé qué responder. Nos despedimos deseándonos buena suerte y en el camino hacia el portón miró una vez más el tractor viejo con el jardín y las abejas y me imagino que me quedo bajo ese techo, entre esas personas.
Salimos a la calle. Luca me acompaña. Se fuma un cigarrillito de tabaco sobre una bicicleta inglesa que es pura herrumbre, todo en ella crujiendo y metiendo ruido. Lleva una guitarra criolla terciada en la espalda. Es día de ensayo con su banda. Los galgos nos miran pedalear, siempre un poco nerviosos, un poco asustadizos.
Luca me hace una seña y se detiene. Hay algo que quiere mostrarme.
Dos años atrás, las cámaras de seguridad de un estacionamiento privado mostraron un puma que merodeaba la noche del pueblo. Pasaron un par de días sin que hubiera noticia y una madre que caminaba con su bebé lo vio saltando una cerca. Esa noche hubo barullo de perros. El segundo felino más grande de América fue perseguido por dos galgos que luego se desangraron en la oscuridad.
Al día siguiente faltaban gallinas, los niños no fueron a la escuela y alguien volvió a verlo, esta vez en el patio de una casa. Y otra vez, como si nada, saltó una cerca, un muro de dos metros, y huyó.
La gente preguntaba, ¿nos va a atacar si salimos? Eran los días de la pandemia, Luca daba vueltas en su moto, atento a los bordes, a las sombras, hablaba con la gente, seguía de cerca la historia.
Una semana después del primer avistamiento, un albañil adormilado entra a esa casa lujosa que Luca me muestra y que por entonces andaba a medio construir. Se dirige hacia el rincón donde ha dejado sus herramientas. Se queda frío. El puma lo mira a tres metros de distancia. Pero el animal no se muestra agresivo, y tampoco huye. Está echado junto a la arena y las palas y ahora sus ojos cansados miran cualquier cosa. Pesan sobre él largos días, kilómetros de adversidad. El albañil se da la vuelta despacio y regresa donde están sus compañeros. Les dice que el puma está adentro, junto a la arena, y sus compañeros se echan a reír.
Pero lo que está adentro ya no es un puma. Es otra cosa. Volumen. Un cuerpo derrotado.
Luca me muestra un video en su teléfono. El reportaje de un noticiero regional. Estamos parados a unos pocos metros de la casa que protegen un muro alto y un portón de acero. Un sedán Audi A6 espera junto al portón.
En las imágenes de la operación que coordinaron autoridades y vecinos hay un gentío, un alboroto que se desata en torno a la captura exitosa de la bestia. Y es evidente que la bestia, ya en su jaula, ha perdido peso y es joven. Sus ojos que no entienden nada son muy azules y no puedo dejar de pensar en eso. En lo bello que es, y en el ruido.
Es la tercera vez que pincho en lo que va del día. Un gomero al que compro parches y pega me ha explicado que las espinas diminutas que atraviesan mis cubiertas son las mismas que usan las cotorras para fabricar sus nidos. Cuando el viento sacude los árboles, y los enormes nidos comunales se mecen, el camino entero se llena de espinas.
De vientos, y de vientos fuertes como este, saben muy bien los eucaliptos. En lo alto de sus copas creo ver pequeñas expresiones coloridas asomando en esos nidos que se agarran con tenacidad de troncos y ramas. En el ventarrón que hace desaparecer mis guantes y arrastra mis herramientas las pequeñas aves parecen jugar.
Una mujer camina hacia mí.
El viento la empuja un poco, pierde estabilidad. Dice algo, creo que putea porque ha metido un pie en un pozo y se acerca mirando mi pequeño reguero de maletas y herramientas como si se tratara de un desastre aéreo. Tiene unos setenta años, lentes gruesos, ojos azules, y el pelo gris y lacio cayéndole sobre los hombros.
¿Necesitás ayuda?
Moni tiene un hijo que vive en Australia. Me dice que me le parecí a él y que por eso regresó. Se tardó un poco en volver, lo reconoce como con cierta culpa, pero es que los camiones, los muy pelotudos, no la dejaban hacer el giro.
¿Querés que te lleve a alguna parte? Tengo espacio suficiente en el autito.
Moni es profesora jubilada. Trabajó toda su vida enseñando artes en una escuela primaria en Leones. La escucho soltar una sarta de insultos en voz muy queda dirigidos al chofer de un camión que según ella nos ha pasado muy cerca, pero me da la impresión de que ha sido todo lo contrario. Antes de ponerse a trabajar en Melbourne, su hijo recorrió Australia haciendo autostop y vivió en una isla donde había tiburones. Es un aventurero. ¿Cuándo vuelve? Moni tuerce la boca. ¿Volver a Argentina? ¿A qué?
Moni mira en dirección a los campos, entre el maíz. Hay un aviso de prohibido cazar. Caracteres blancos pintados sobre una cubierta de tractor, y una hilera de carteles que publicitan un fungicida de BASF.
Cuando conduces por la ruta, ¿vas a algo de tu trabajo, un familiar?
Sonríe. No. Le gusta conducir y ya. Le gusta andar entre los campos, y también dar aventones a quien lo necesite o ayudar a alguien que se haya varado. Le apena un poco decirlo, pero es que no sabe qué hacer en su casa. Todo la aburre.
En el pueblo su conducción se vuelve aún más cuestionable. Se cruza, invade, no pone laterales y, lo mismo que en la ruta, parece ignorar los carriles. En ningún caso asume la responsabilidad de sus pequeñas infracciones. En cambio, la escucho putear con voz bajita. ¡Ay la concha tuya, al pedo inventaron la luz de giro, hijo de la gran…! ¡Eehhh, cornudo, mirá lo que hacés! ¡Forro!
Moni insiste en que pernocte en su casa. Alega que la noche va a estar fría y que no hay lugares apropiados en el pueblo para tirar la carpa. Está la habitación de Samuel, su hijo. Antonio, su esposo, va a estar de acuerdo.
*
Antonio es bajito, muy bajito, tiene la cabeza redonda y pelada y aspecto de comerciante curtido. Se queda junto a la puerta del garaje mirándome sin decir nada mientras entro y salgo de la camioneta cargado de maletas y bolsas que voy depositando en la vereda. Moni le explica la situación con gran economía de detalles. Antonio la mira sin parpadear, se encoge de hombros y me saluda sin decir mucho.
En la mesa de la cocina, Moni ha dispuesto varios recipientes con queso cortado en cubitos, aceitunas y un salami fuerte y muy aromático que atrae a un gato gordo que se queda quieto y muy cerca. Al parecer Moni se ha hecho una idea aproximada del tamaño de mi apetito y constantemente está instándome a que acabe con todo. Es como un reto. Antonio hace las preguntas de rigor, me advierte sobre los peligros que me esperan en la corrupta Buenos Aires, mira con cierto recelo cómo desaparecen los alimentos de la mesa. Luego viene el tema Rosario, más y más frecuente según me acerco a la célebre ciudad. Las historias de crimen, los narcos, la matazón.
Aparte de la cocina, todo parece dejado un poco al azar y como en medio de algo. Hay cajas apiladas, otras que comienzan a llenarse y cosas dejadas por ahí. Los muros están desnudos casi en su totalidad.
La selección Colombia de fútbol de mayores es un tema que entusiasma a Antonio. Recuerda muy bien al Tren Valencia y a otros jugadores colombianos, todos negros, que pasaron por el fútbol argentino de los noventa. Hay un problema de mentalidad en el fútbol colombiano, sostiene, y en sus jugadores, que Antonio asocia a la tradición esclavista del país. Aún pensamos como esclavos allá, en ese país subdesarrollado y tropical, dice riéndose.
Le cuento que antes que Moni me auxiliara, un ciclista del pueblo se detuvo a ofrecerme ayuda. Le dije que pensaba hacer noche en Leones y trató de disuadirme. Me aseguró que Leones es un caso especial, la gente más mierda y rancia de la región. Todo cambia en el pueblo siguiente y en el anterior, la gente vuelve a ser piola otra vez. Pero en Leones no te van a dar bola, me dijo. Mejor seguí. Puro gringo sojero en ese pueblo de mierda. Se llevan toda la guita. No dejan nada.
Antonio me escucha sonriendo y se toma un momento para responder. En Leones hay dos clubes, me dice. El problema con la gente de un club es que siente envidia de la gente del club al que no puede pertenecer. Habría que ver de qué club es el ciclista aquel para entender sus opiniones. Moni escucha mi referencia al ciclista y su visión de Leones con la mirada puesta en otra parte. La veo quitarse las gafas y limpiarlas y su rostro se tuerce más y más con cada palabra que sale de la boca de Antonio.
Me intriga el nombre del pueblo. ¿Por qué Leones?
Por los pumas, responde Antonio. Cuando construían la estación del ferrocarril junto a la que se fundó el pueblo, 150 años atrás, hubo ataques de pumas hambrientos. Atacaron a los trabajadores que tiraban las vías.
Moni niega. Es por León, un gaucho de apellido León que colaboró con el ejército cuando los indios aún peleaban la tierra. Cuentan que el criollo resguardó en su casa a una cuadrilla de soldados que huía de una emboscada. Los llamados malones indios. Se refiere a un episodio conocido como la batalla de la Cañada de los Leones. Moni es ávida consumidora de información, la obsesionan los mensajes ocultos de la masonería, las genealogías, y duerme en el sofá.
A la mañana siguiente, Moni ha hecho espacio en la sala para que yo pueda terminar de organizar mis cosas. ¿Necesitás comprar algo? ¿Te hace falta algún repuesto? En frente de nosotros hay una pequeña biblioteca que ya comienza a ser vaciada. Resisten algunas plantas y un par de objetos que llaman mi atención.
¿Nunca te animaste a producir arte?
Hace una mueca pequeñita. Dice que no, que los artistas son sus hermanos. A ella siempre le interesó más la enseñanza. Bueno, algunas cosas hizo. Se acerca a la biblioteca y de uno de los estantes inferiores saca una pieza tallada en piedra que pone frente a mí, entre sus manos. Una mujer desnuda, en posición fetal, los ojos cerrados. El objeto permanece unos pocos segundos ahí y regresa al estante, con Moni disculpándose por la inferioridad de su técnica.
Los últimos minutos los pasamos en el patio. Antonio siempre se las arregla para estar cerca y en el patio desaparecemos por un momento de su radar. Caminamos entre una hilera de naranjos bajitos. Hay un bonito lugar para hacer asados, con una parrilla y algunos muebles cubiertos de polvo. Moni lo mira todo con un gesto de resignación. Lamenta el mal estado de las cosas, pero reconoce que ya no tiene sentido limpiar y cuidar. Es un espacio obsoleto.
A Moni no le gusta el viento, le da la espalda, se agacha. Las plantas de su jardín viven duros tiempos. Los ojos azules y agrandados las miran, una mano muy blanca las acaricia. Hace un tiempo comenzaron a construir una nueva casa, Antonio y ella, al otro extremo del pueblo. Una casa más pequeña, con menos cosas que cuidar, que limpiar. Pero por alguna razón nunca está lista. Antonio dice que hay que hacer no sé qué cosa y que tienen que esperar. A los 75 años no queda mucho tiempo, dice. Le molesta esperar.
Moni ahora pasa revista a los naranjos. Retira una rama seca, arranca una enredadera. Es cierto lo que dijo aquel ciclista, la gente en Leones es dura como el orto. Sus hermanos hicieron mejor yéndose a Rosario. Ella no lo hizo, se la jugó en Leones. Toda la vida una lucha, por todo, por cada cosa.
De nuevo el viento.
Me pregunta si no me molesta el olor. Es cierto que hay una especie de tufo desagradable, pero no puedo definirlo. Moni se exaspera.
¿No lo sentís?
Me explica que se trata de la cloaca. El viento sur trae los olores de la cloaca que hay a las afueras del pueblo. Su voz bajita:
La puta que te parió…
Me dice que nos vayamos. No soporta el olor a bosta humana.
A las afueras de Leones, la mañana es tranquila y el sol se siente tibio y agradable en el rostro. A lo lejos, los grandes árboles que flanquean la autopista son una hilera que cabe toda en la palma de mi mano, y los vehículos son puntos diminutos que van y vienen en un movimiento constante. Una buena parte de las provisiones de Moni viaja entre una bolsa de plástico que se balancea en el manubrio de mi bicicleta. Me detengo, me siento junto a la carretera y busco la manera de guardar adecuadamente la adorable carga. Me como un par de bananos. Le doy un mordisco a uno de los alfajores caseros y vuelvo a guardarlo.
Junto a la línea amarilla que delimita la vía, hay un grupo de cotorras. Tres. Caminan siguiendo un rastro de granos rebosados de algún camión. Pican, comen, pican, caminan. Llegan dos más. Me cuentan que la abundancia de alimento las atrajo desde muy lejos. Vinieron y se quedaron. Un camión pasa zumbando. Dos cotorras alzan el vuelo, y otras dos. Solo una se queda. Un paso adelante, dos, pica, come, un paso más.