Puritanismo zoomer
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Por MARIANA GAVIRIA
Ilustración de Julio Ossa
Escribo esto como observadora y como sujeto, como narradora y protagonista, como ser en condición de cúspide generacional. A veces me excluyo y a veces me incluyo. Observo, sufro y escribo.
Estamos en una nueva era puritana. En un momento de castración cultural, de pánico virginal, y de solipsismo moralista; de la inquisición de lo erótico. Es una era de desencanto y estancamiento, de aversión al caos natural del relacionamiento, una era que llamaré: la era del puritanismo zoomer.
Zoomer es el término coloquial para describir a la generación Z: todos aquellos nacidos a finales de la década de 1990 y principios de la década del 2000. Es una adaptación del nombre que se usa para describir a la generación de los abuelos o bisabuelos de los zoomers, los boomers, nacidos a mitad del siglo XX.
A estas dos generaciones no solo las conecta su nombre, también las une cierto dejo. Los boomers consumieron drogas, participaron en orgías y cometieron sacrilegios (Woodstock, revolución sexual, satanismo pop, etc.) y ahora los zoomers consumen juicios, participan en cacerías morales y profanan lo erótico sustituyéndolo por lo pornográfico con la misma indulgencia, superioridad y delusión de sus abuelos.
Steve Jobs, conectado con el todo universal, conjuró las primeras imágenes del Macintosh mientras estaba bajo los efectos del LSD. Sesenta años después, sus involuntarios pero fieles discípulos parecen estar en una cruzada en contra de cualquier cosa que pueda atravesar sus conciencias. Jobs, un frutarian que murió a los 45 años, pudrió su cuerpo a punta de azúcar, comiendo solo manzanas. Y ahora nosotros, los jóvenes criados por sus estilizados e higienizados aparatos con alto contenido de fructosa, también nos estamos pudriendo, o más exactamente, descomponiendo mentalmente*.
*La Historia es la más fatal de las poetas, y la “dialéctica” es el estilo, sugerente pero no del todo didáctico, que nos guía mientras se burla de nosotros. Colúmpiate, colúmpiate, bebé estúpido. Y porque la historia no es solo sardónica sino rigurosa en su forma y en su belleza, haré un disclaimer:
Este escrito no será apocalíptico. No creo en esas fantasías porque:
- niegan el pasado, que siempre ha sido apocalíptico,
- cosifican el desencanto y estancamiento que aquí critico,
- desprecian los acertijos perfectos de la historia que están ahí no como puertas de escape sino como círculos de pulsiones dentro de los cuales pararnos una y otra vez.
Tengo veintiocho años y trabajo en un colegio de jóvenes de catorce a dieciocho años. Burgueses, bilingües, bonitos, donde algo parece estar pasando y que he confirmado como un fenómeno general después de hablar con otros educadores y stalkear diferentes rincones adolescentes del internet. Ha aparecido un conservadurismo que acecha las fiestas, los salones de clase y los jardines virtuales donde estos adolescentes comulgan. Un conservadurismo que no parte de los valores, de la historia, ni siquiera de una herencia; viene de otro lugar, de un estado mental, de una enfermedad identitaria, de un atiborramiento de placer, de una hedonia depresiva, como la llamó Mark Fisher. Al igual que un gringo jubilado y saciado, los jóvenes parecemos vivir nuestras vidas de acuerdo con un ostentoso tipo de cinismo. Un cinismo que niega el espíritu humano: la ingenuidad, la curiosidad y la osadía que nos permiten imaginar que el mundo puede ser distinto.
He visto este conservadurismo manifestado de dos maneras. La primera, como una intolerancia a ideas que los trascienden: novelas y películas en las que no se ven literalmente representados, desinterés por la historia, suspicacia por el concepto de la “belleza universal”, o la crítica del arte. En ese sentido, un estudiante me dijo que no le interesaba la historia porque “el mundo empezó en su nacimiento y se acabará con su muerte”.
La segunda manifestación es una demanda permanente de certidumbre moral; en el arte, en las películas y especialmente en las relaciones. Un miedo al amor y a su agonía, a lo que Ficcino llamaba “la enfermedad más seria de todas”. Este miedo se manifiesta en una extrema autoconsciencia y preocupación por ser fieles a estrictos lineamientos que previenen la transfusión de sangre y sesos que es intimar. Erigen reglas como legisladores expertos, con ánimo de tildar cualquier interacción que vaya más allá de lo dulce, de lo dócil, de lo condescendiente, como agresión, como violencia.
Esta combinación entre solipsismo y moralismo los ha llevado a creer que sus aflicciones no solo son nuevas (desarraigadas de la historia), originales (desarraigadas del mito), particulares (desarraigadas de su entorno), agentes con una asignación específica, sino que hacen parte de un sistema relacional que los está atacando todo el tiempo. Como los boomers conspiranoicos, los zoomers están convencidos de un mundo que está diseñado para hacerles daño. De un otro abstracto y sin cabeza que los está bombardeando (love bombing), desatendiendo (ghosting) y manipulando (gaslighting).
El fracaso y la agonía natural de lo erótico, la negatividad que osa el enamoramiento, el desconocimiento y el desposeimiento del cual surgen el amor y el encuentro cuerpo a cuerpo están siendo repetitivamente penalizados, mandados a la hoguera. La experiencia más antigua y universal se ha clasificado y cuantificado en infografías digeribles y términos reduccionistas que son compulsiones de cuidado con un llamativo diseño gráfico. Protocolos que son como comerse una gomita azucarada, como consumir tusi, o como hablar en memes o fumar vapeadores: paliativos neón que te postran en un trono anestesiado y te disocian de la comunión con la vida y con la muerte. El otro se convirtió en un vehículo de entretenimiento y de placer: enamorarse, gustarse, tragarse, desearse es ahora una oportunidad para el siguiente hit, para meterse algo azucarado, dulcísimo, empalagante y viscoso a la boca cuando desde hace 2600 años Sappho ya sabía que el amor no solo era dulce sino también amargo, astringente. Una bestia que suaviza y amansa no por lo agradable sino por su sangre y su sal, que preserva el misterio y nos mantiene en flujo: flexibles, tersos, compasivos y sucios como niños.
Este conservadurismo y esta disociación vienen de un miedo al otro, de una desconexión y una desconfianza social. Acechamos porque nos sentimos acechados. Vigilamos porque nos sentimos vigilados y esta paranoia nos hace querer eliminar todo estímulo que nos exponga a la contingencia de la belleza y del terror.
Este miedo, este deseo de amputación y depuración, es solo una respuesta natural a una vida paralizada donde todo cambia pero nada cambia. Vidas que están para, del griego (para-) de παρα- “al lado o saliendo de”, lizadas, del griego λύειν (lýein, “aflojar”). Vidas desprendidas y desligadas. Vidas en un estado de separación, de escisión del fuego, de la imaginación, del erotismo, del deseo, en las que la pulsión de vivir abiertos como animales se fuga por los celulares y se va desbocada hacia ninguna parte. Vidas que, como en las parálisis de sueño, están entumecidas y sin piso. Los zoomers prefieren los márgenes justificados, los tutoriales y los trigger warnings, todo lo que les asegure contención y la certeza de un mundo sin fantasmas, sin riesgo.
El prefijo para también hace referencia a un estado de defensa: “parasol” o “paracaídas”. Están en parálisis, pero por lo menos tienen cobijas y hoodies que los amparan del otro. Sus realidades de cuarteles virtuales, divididas y fragmentadas, no conocen la intemperie pero sí el gore. Y a medida que aumenta nuestra capacidad de ver imágenes de crudeza y muerte disminuye nuestra tolerancia para aceptar la vorágine que es relacionarse: lo descarnado, el sufrimiento, el desorden que conlleva tocarse. La crudeza de la realidad que solo se nos revela después de tomar un riesgo y fracasar, en el rechazo y en el desenamoramiento.
Este conservadurismo es más un negacionismo o una falsa dicha que trae el aislamiento. Proviene de los filtros, de los antibacteriales y de las rutinas paso a paso para limpiarse los poros y para amar sin desnudarse. Y al mismo tiempo también viene del ruido, de los gritos contaminantes de los que se vuelven virales, de los gemidos de las imágenes repulsivas que no sabemos ver, pues nuestros ojos ya no miran, no tienen frenos ni calma, y a nuestros cerebros se les perforó una válvula abiertísima por la que entra cualquier estímulo, pues ya no sabemos discernir.
Estamos conectados al 5G pero viviendo en un mundo 2D donde no hay agencia y todos somos NPC. Estamos detenidos en un espacio inmaterial, flotando en el ruido blanco de la estimulación infinita, sin guías, sin luz, sin voces interiores. Pero a salvo, enmascarados, con cinturón, negados. No conocemos el tiempo, ese gran devorador, que nos retiene pero no lo vemos. No sabemos ni de juventud ni de vejez. Estamos atrapados en un casino donde las caras de las celebridades no parecen de ninguna edad y donde solo fumar vape es permitido, pues al contrario del cigarrillo, nos da la licencia de matarnos sin oler a muerte, sin consagrar con ella.
Ahora, lo que ocurre con todo esto y la razón por la cual este escrito no es apocalíptico, es que este diagnóstico es una condición ideológica, es una narrativa malsana, una enfermedad de la mente y no del corazón. Aunque todos parezcamos demasiado obesos de ruido para atravesar la valla de este momento nuestros corazones siguen latiendo. El alma, el espíritu, el deseo (como lo quieran llamar) que vive dentro del cuerpo mutilado y adormecido sigue gritando en sangre y heces, tiene bilis y moco y las secreciones de toda la historia a su disposición. Me atreveré a predecir que volveremos a un estado atávico: animal, mineral, descenderemos al mundo natural para que nos resucite y tomemos otra vez los caminos de la pulsión y de la sal, los caminos que nos llevan hacia el otro. La historia, aburrida de su propia creación, nos columpiará otra vez hacia el núcleo tórrido de las cosas donde podremos imaginar de nuevo, porque lo necesitamos, porque estamos hambrientos de mito. Recordaremos que somos carne y espíritu, que no somos clean-girls (niñas limpias) o aesthetic (estéticos) o snatched (encorsetados), que contenemos todavía la voluntad oculta de la naturaleza de devorar y de amar.
El conservadurismo, el comeback del cristianismo, la segunda llegada del Mesías, las fantasías gringas por el apocalipsis tal vez están circunvalando como síntomas en nuestro imaginario colectivo para recordarnos algo fundamental de la alegoría del retorno de Jesús. Que después de la muerte de Cristo, de Dios, de la vida como la sabemos, de las certezas, de lo conocido, viene una resurrección y una promesa: no de garantías y seguridad absoluta, sino una de una vida encarnada donde se fisure un espacio en la realidad para por fin volver a vernos cara a cara.
Como me dijo un amigo:
“Amor
No quiero paradigmas
Ni convencimientos
Ni psicoanálisis
A mí que me calienten
Una Arepa”.