Número 139 // Mayo 2024
Matrimonio de Alicia y Roque. Belén, 1926. Archivo familiar.

RUTAS PARALELAS

Belén – Barranquilla

Por MAURICIO JARAMILLO JASSIR

Desde que tengo uso de razón he usado mis dos apellidos, consciente de mi origen palestino transmitido a través de mi madre, Gilda Jassir, mis abuelos Alicia y Roque Jassir y mi bisabuela Katryn Jassir, a quien disfruté hasta mis dieciocho años. De ahí en adelante, la historia de Palestina ha condicionado mi vida no solo en el sentido habitual de la cocina medio oriental y magrebí al que se acostumbró buena parte de la costa Caribe colombiana, sino por escuchar desde muy joven sobre la tragedia de una nación despojada de su tierra.

Es poco lo que se conoce con certeza sobre la llegada de los árabes al norte colombiano, aunque la mayoría de los testimonios se agrupe en distintas olas. Mi bisabuela Katryn llegó a Barranquilla junto con su hija Alicia, su nuero Roque y su nieto Selim Jassir. Salieron huyendo de la guerra del 48, cuando el asedio israelí no solo se esmeró por defenderse de los ataques de los estados árabes que se oponían a la creación de Israel, sino que empezó a gestar el proyecto de limpieza étnica por medio de la cual ordenó la expulsión a la fuerza de la población palestina. En el caso de mis ancestros esto ocurrió en Belén, de donde eran nativos.

Mi familia llegó a Barranquilla muy seguramente embarcada con rumbo a una ciudad donde hubiera paz y pudiesen integrarse fácilmente a la cultura local. La costa norte colombiana tenía la enorme ventaja de haber sido receptora de una ola representativa de migrantes árabes que abandonaban el entonces Imperio Otomano a finales del XIX, por lo que una vez radicados allí habían atraído a otros miembros de sus familias para reunirse en territorio colombiano.

He oído versiones de cercanos que indican que mis abuelos hubiesen podido partir de Palestina con la idea de llegar a Marsella, pero por razones que no he podido determinar no lograron llegar a esas costas. Tal vez fueron engañados, tal vez torcieron el rumbo en medio del viaje. Conozco su fecha de entrada a Colombia por un acta del Club Alhambra que me mostró Odette Yidi, pero existen muy pocos documentos o testimonios, y mucho menos fotografías, de la llegada de esos árabes a los que se volvió costumbre llamar turcos, pues la primera ola llegó con ese pasaporte prestándose para el equívoco.

En la casa de mis abuelos en Barranquilla se hablaba poco de política, pero tengo claros los recuerdos de mi bisabuela Katryn recordando a Belén, el árabe como una lengua que hablan mis abuelas, pero que no se transmitió entre generaciones, uno de los más crasos errores que cometieron los árabes que llegaron a Colombia.

En lo que coinciden los descendientes es en que las primeras generaciones que llegaron sufrieron la estigmatización y discriminación. Recuerdo una anécdota que me contó la rectora de la Universidad del Sinú María Fátima Bechara Castilla, sobre la férrea oposición que en ese entonces encontró en la sociedad, primero por ennoviarse y luego por casarse con Elías Bechara, fundador del centro académico y de origen semita. A los árabes les tocó camuflarse lo más pronto posible, por eso, las primeras generaciones evitaban el uso de su lengua en lugares públicos y se afanaron por mimetizarse con la población local. Mi familia disponía de una ventaja en esa integración, porque, aunque se piensa que todos los palestinos son musulmanes, en realidad hay un segmento significativo que profesa el cristianismo ortodoxo, como fue el caso de los Jassir. Una vez en Barranquilla, de mi abuela Alicia para abajo primó el catolicismo.

En esa adaptación a la colombianidad y al mundo caribe, mi abuela Katryn nunca abandonó su acento, cualquier persona que la oyera sabría con certeza que era árabe, es un recuerdo que he decidido conservar pues sé de primera mano del deseo de los árabes caribeños por preservar su identidad. Hace unos meses, con mi colega y amiga Nur Sezek, estuvimos en varias ciudades del norte del país rastreando la identidad árabe en el Caribe y nos topamos con el testimonio del escritor Alexis Jattin, quien nos sintetizó acertadamente la identidad loriquera: “Es como meter en una licuadora un indígena [zenú], un afrodescendiente, un árabe y un mestizo”. Es una buena síntesis del sancocho en que terminó convertida la cultura colombo-árabe.

Más adelante entendí que una parte de mi familia y de mi identidad eran árabes y que eso tenía un significado y debía reivindicarme no solo como parte de una cultura culinaria en la que crecí, sino adoptando posturas políticas. No basta tener presente que el lugar de procedencia de los ancestros sea el Medio Oriente, sino que, por los hechos ocurridos en la zona, ha sido indispensable recrear otras formas para sentirse parte de. Los descendientes de árabes no podemos ser parte de ese grupo étnico-lingüístico en todo el sentido, pues hemos perdido el principal rasgo que nos une como comunidad, la transmisión de esa lengua por vía materna, a diferencia del mundo judío cuya identidad se mantiene por vía materna-religiosa. Eso explica en parte una identidad de la comunidad árabe difusa en términos lingüísticos, y fragmentada comunitariamente entre libaneses, sirios y palestinos. Eso sí, se expresa por distintas vías que van desde la cocina, la más conocida, la literatura y de forma más reciente por una identificación con reclamos que se han revivido producto de la convulsionada geopolítica de la zona en las últimas décadas.

Cuando estuve en Lorica en un trabajo de campo para una investigación sobre la identidad de los descendientes de árabes en Colombia, pude darme cuenta de la fuerza de la cultura culinaria en el mantenimiento de la identidad árabe caribeña. Los puestos de comidas de kibbes, falafeles o pan árabe en las calles me produjeron una grata sorpresa, pues siempre había concebido esa costumbre como exclusiva de las familias de árabes o restaurantes que en los casos de Barranquilla y Cartagena no son pocos. En Lorica, alguna vez concebida como Lorica Saudita, me di cuenta de que la cultura árabe no existía solamente de puertas para adentro, sino que se ha democratizado a buena parte de la sociedad que no en todos los casos es consciente de dicho origen.

La cocina ha sido el principal referente de identidad de los árabes colombianos, hasta hace poco tiempo, escatimados de las tensiones geopolíticas del Oriente Medio (orientalismo que no me convence del todo, pero nos sirve de referencia) que en estos meses han derivado en una fractura entre la población judía y árabe con décadas de convivencia apartados de las diferencias políticas. Recientemente, entre los mismos descendientes han aparecido fisuras. He conocido de primera mano testimonios de árabes libaneses que atribuyen a los palestinos la responsabilidad (o culpa, según los códigos judeocristianos) de la tragedia libanesa cuya máxima expresión fue la Guerra Civil (1975-1990). Buena parte de las etiquetas de esta población se resume en la excluyente categoría de “sirios libaneses” adoptada por la mayor parte y que invisibiliza a los palestinos, como alguna vez me hizo caer en la cuenta mi “paisana o prima” Odette Yidi, como nos solemos llamar los descendientes.

En mi familia la arabidad se acariciaba o bien por la lengua de mi bisabuela Katryn y mi abuela Alicia o por las maratónicas jornadas en la cocina y, de tanto en tanto, hablando de política, incluida la tragedia palestina. Mi madre Gilda Jassir, me dio una lección preciada sobre mi identidad pues desde que tengo pizca de razón he conocido mis raíces a través de la comida. En mi infancia era habitual desayunar con aceitunas, za’atar mojando el pan en aceite de oliva, pan árabe, humus o semillas de girasol o calabaza, en la familia Jassir siempre fueron común denominador los kibbes, falafeles, sfijas, deditos de queso, hojitas de parra, y shishbarak (esta última es una sopa que fui incapaz de probar, pero recuerdo que mis primos y tías le llamaban “orejita de gato” porque la pasta que iba en el caldo tenía esa forma). Solamente cuando me di cuenta de que en las casas de mis amigos no eran habituales estos alimentos, entendí que había crecido en otro entorno y que mi arabidad había entrado por la boca.

El árabe no es mi lengua materna, pero he tenido su equivalente, una cocina materna que no solo me traspasó sabores sino una cultura matriarcal. Mi elección respecto de mi hija será otra, quiero que aprecie la cultura árabe desde los platos, y que, en paralelo, que cultive una consciencia política. Provenir de palestinos es nacer predestinado a la militancia.

En este angustioso presente no dejo de lamentar no haber tenido en esos años mayor consciencia sobre el Medio Oriente para discutir y preguntar acerca de nuestros orígenes en Belén cuando mis abuelas aún vivían. Eso sí, he aprendido que la identidad no es inmutable y se recrea conforme se van descubriendo no solo los orígenes —una posibilidad que con el paso del tiempo empieza a cerrarse—, sino porque se pueden rescatar demandas y reclamos que se saltaron algunas generaciones.

Lo digo porque tengo la impresión de que el tema palestino fue menos incidente en las generaciones de árabes que quedaron en medio de quienes llegaron y la generación actual. Los más jóvenes parecen más activos y dispuestos a hablar sobre Palestina que las generaciones pasadas. Para la muestra, los árabes en la costa norte suelen votar a la derecha, importa poco que esos gobiernos hubiesen mantenido una postura abiertamente anti Palestina en la política exterior. Los árabes costeños no han podido reconciliar su uribismo con su origen. Para mí resulta indiscutible que ha prevalecido lo primero, una priorización no solo contradictoria sino imperdonable.

La Nakba en la comunidad árabe significa muchas cosas, para los palestinos, un drama que no estaba muy presente dentro de su identidad. Sin embargo, en los últimos años se ha convertido en un asunto que, aunque debería unir, ha terminado por rasgar una unidad que ya venía maltrecha por las diferencias intergeneracionales y por los abismos que separan a libaneses, sirios y palestinos. Los primeros no quieren ser contagiados del drama de estos últimos.

El cierre de espacios sociales destinados al encuentro de la comunidad ha tenido mucho que ver en que se haya debilitado un sentimiento de solidaridad respecto a una Nakba que no se puede asumir como parte del pasado. Con cada coyuntura se reviven todos los resentimientos por las expulsiones y la manera humillante como los palestinos han sido ignorados por la historia.

Desde los hechos de octubre de 2023 y la respuesta israelí, este panorama ha cambiado y parece surgir una identidad colectiva más robusta por una razón meramente coyuntural: la denuncia del genocidio y la exigencia de una reacción al gobierno colombiano. Aun con esos asomos de unidad, la Nakba ha sido siempre un tema intermitente porque no resulta fácil para los descendientes de palestinos estar al tanto de todo lo que ocurre en la zona. A diferencia de otras comunidades que viven en el exilio y preservan lazos con sus familiares en el lugar de su éxodo, los árabes guardan muy poco contacto y la mayoría ha venido quedando sin familiares en el terreno. Esto implica una desconexión difícilmente corregible porque además Israel controla el flujo de personas, con lo cual se reserva la potestad de controlar las ya de por sí complejas y remotamente probables reunificaciones palestinas en esa región. El exilio sin posibilidad de reunificación es de todos el más cruel, es casi tan doloroso como el que supone el no retorno que estos ya cargan por todo el mundo.

La Nakba revela que el exilio palestino es de los más crudos (por no decir el más…), no pueden volver, no existe la chance real de una reunificación salvo en territorios terceros y con el paso del tiempo se van perdiendo las costumbres, códigos y valores que conforman la palestinidad. Sin embargo, es tal la dimensión de esta tragedia que los palestinos se aferran ya no solamente apelando a la culinaria, sino debatiendo, opinando e incluso movilizándose para no dejarse coger ventaja de una coyuntura cada vez más compleja y difícil de interpretar. Algo han obtenido, pues hace una década decir Nakba no tenía significado, hoy se va aceitando, reviviendo y, aunque con inmenso dolor, la comunidad tan fragmentada parece encontrarse en la tragedia. Imposible pasar la página.