Número 138 // Marzo 2024
  • Marcial, el pintor de la alegría

Marcial, el pintor de la alegría

1936-2024

Por RICARDO ZULUAGA GIL

En pocos pueblos de Colombia el campear de la corrupción política y la inviabilidad social se hacen tan evidentes como en Santa Cruz de Lorica, Córdoba, una antigua población que se asienta a la orilla del imponente río Sinú y que es caótica y bulliciosa. La localidad, que es la cuna de los escritores David Sánchez Juliao y Manuel Zapata Olivella, así como de una larga lista de políticos todos execrables e innombrables, todavía preserva un notable casco histórico en el que sobresalen varios edificios afrancesados y una bella plaza de mercado en la que se pueden conseguir diferentes condimentos y especias, al mejor estilo de los zocos del Oriente Medio. A pesar de todo ello, es un pueblo cuya vida se desenvuelve en una completa anarquía, y en el que la informalidad, la indiferencia y la pobreza se conjugan maravillosamente para pintar un panorama desalentador para quien piensa en el futuro de este país.

Pues bien, a escasos ocho kilómetros de su casco urbano, por la misma vía que conduce a Purísima y Momil, se emplaza el corregimiento de San Sebastián, un pueblo de pescadores y alfareros ubicado a un lado de la Ciénaga Grande de Lorica, un gigantesco ojo de agua en el que se pescan en abundancia el bocachico, la mojarra y el moncholo. En ese lugar, que encaja perfectamente en la imagen estereotípica que todo turista espera encontrar en la Colombia profunda, en una modesta vivienda de un solo piso y de techos de paja, habitó hasta su muerte, ocurrida hace pocos días, un hombre que, por su bondad y su talento innato, se constituyó en un destello de esperanza en medio de ese caluroso paisaje.

Me refiero, cómo no, a Marcial Alegría, quien portaba el nombre que le adjudicaron en el bautismo, seguramente sin ser conscientes de la curiosa paradoja que él conllevaba, al menos si nos atenemos a la autoridad de la Real Academia de la Lengua que le asigna como primer significado a la palabra marcial, las acepciones bélico, guerra y milicia, vocablos que son justamente algunos de los que menos alegría nos generan. Pero esa fue una paradoja nominal que no guardaba ninguna coincidencia con el titular del nombre, porque Marcial le hizo honor a su apellido y destilaba calidez y jovialidad.

De pequeña estatura y de evidente fisonomía zenú, sus rasgados ojos delataban la inconfundible herencia de un bisabuelo japonés que, con otros compatriotas, emigró desde el imperio del sol naciente, desembarcó en las costas de Coveñas, sentó reales en tierras caribes y diseminó su simiente por las sabanas de Córdoba. El dato no deja de ser interesante y, a pesar de que en la región están muy habituados a la presencia de toda clase de inmigrantes, especialmente sirio libaneses, a tal punto que la ciudad a la que pertenece el corregimiento la conocen como Lorica saudí, la llegada de un grupo de japoneses resulta casi extravagante y exótica, más propia del realismo mágico garciamarquiano que de la realidad cotidiana.

Marcial nació, vivió y murió en esa pequeña localidad, en ella formó su familia y fue también en ella donde llegó a la pintura de manera intuitiva, autodidacta y casi accidental. Es que este hijo de agricultores sumaba 35 años cuando, después de ver una película mexicana en un destartalado teatro de Lorica, descubrió que el arte podía ser su alternativa de vida y con gran decisión le dedicó los siguientes cincuenta años de su vida. Y lo hizo con tal éxito que es, sin duda, junto al ocañero Noé León, artista muerto en 1978, el mayor exponente en nuestro país del llamado arte popular, primitivista o naif.

Nunca emigró de su San Sebastián natal, donde crio a su familia, mantuvo su taller y recibía con sencillez y jovialidad a quienes llegaban hasta él, fuera con ánimo de comprar alguna obra o con el simple propósito de curiosear en las dos salas tapizadas de cuadros que exhibía en su casa, la mayoría de los cuales eran de su autoría o de su hijo Mauricio o de alguna de sus nietas, quienes, con la misma ingenuidad y constancia, mantienen el legado del primitivismo colombiano desde esa aldea olvidada.

Las obras de Marcial, todas de distintas dimensiones, son una atrayente explosión de color y reflejan una profunda alegría interior, esa misma que ha caracterizado al hombre caribe y que se expresa en ese cierto desparpajo para enfrentar la vida, un eficaz remedio que les permite capotear con relativo éxito los embates a los que los someten el calor inclemente, el olvido proverbial y la corrupción de la politiquería. Corralejas, riñas de gallos, bailes populares, bandas de porro, en fin, todos los elementos que constituyen la expresión más auténtica de la cultura del Bajo Sinú son las escenas que quedaron plasmadas en los numerosos cuadros que este pintor genial ejecutó a lo largo de su vida y en los que, a falta de mar, abundan las referencias a la ciénaga y al río.

Lo visité en su humilde casa en enero de este año y lo encontré visiblemente enfermo, pero igualmente cálido y afable. No me costó mucho intuir que, dada su avanzada edad y la naturaleza de la enfermedad, habría un pronto desenlace. Supe que no habría otra oportunidad y por esa razón esa misma tarde, después de observarlas mucho rato y tomar la difícil decisión de escoger una entre las muchas que me atraían, adquirí una de sus obras de gran formato, la misma que hoy adorna la sala de mi casa. Pocos días después, un amigo norteamericano que vive en Michigan, y que ama esta ciudad a la que viene con regularidad, me visitó, le conté la historia de mi experiencia con Marcial y le mostré el cuadro, así como varias fotos que tomé en su casa taller. Y como es un gringo que conoce de arte y le gusta coleccionar, lógicamente enloqueció con su obra, insistió en ir personalmente a San Sebastián, una aventura de la que con dificultad lo disuadí y finalmente optó por comprar, a partir de fotos, una especialmente colorida que en este momento navega en la bodega de un barco mercante rumbo a su espaciosa casa en las afueras de Detroit, para hacerle compañía a la notable colección que este entusiasta admirador del arte colombiano exhibe en su mansión.

Refería Marcial en varias entrevistas que la primera obra que vendió en su vida la adquirió un gringo que le vaticinó mucho éxito como artista si persistía. Qué curiosa paradoja, fue otro gringo el que compró la última obra que este primitivista autodidacta vendió en su vida.