Obra: A Versalles, 1789. Museo Carnavalet, París.
La antropóloga y escritora nicaragüense, Milagros Palma, ha visibilizado y traducido obras feministas europeas de siglos anteriores para que en América Latina se conociera la trayectoria de emancipación ideológica de las mujeres. Este artículo fue publicado en el número 310 del Magazín Dominical del Espectador, el 19 de marzo de 1989.
Olympe de Gouges y su Declaración de los Derechos de la Mujer
—
Como los Derechos del Hombre fueron proclamados sin hacer la menor alusión ni la menor consulta a la mujer, la francesa Olympe de Gouges escribió en 1791 la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, reclamando para las mujeres la igualdad política total, la admisión en todos los trabajos, en todos los deberes civiles e incluso el derecho -el único que se le concediera- de subir a la guillotina, otorgándosele en 1793.
Por MILAGROS PALMA
La lucha de las mujeres francesas y del mundo no es un hecho de la modernidad ni un simple efecto de moda. Las francesas, como todas las mujeres del mundo, siempre han luchado contra la desigualdad entre los géneros. Ya en el siglo XVIII, según Emilie Chatelet, la traductora de las obras de Newton y Emilie d’Epinay, la crítica de J.J. Rousseau, afirmaban que “el orden jerárquico basado en el sometimiento de un sexo al otro y la incapacidad e inferioridad femenina eran producto de una pedagogía social”.
En Francia, la historia de las mujeres está llena de avances y retrocesos en ocasiones más espectaculares que los mismos avances. Los nueve millones de mujeres exterminadas en los siglos XVI y XVII, nos recuerdan el horror con que la Santa Inquisición aleja a las mujeres de todo intento de inmiscuirse de los asuntos públicos, condenándolas a la hoguera y declarándolas poseídas por el demonio. El útero de las mujeres era visto (y lo sigue siendo en muchas sociedades) como el refugio del demonio y sólo el fuego de la Santa Inquisición las podía liberar.
El martirio de la joven Juana de Arco (1412-1431), la liberadora de Francia contra los ingleses, santificada tres siglos después de haber sido quemada viva, acusada de brujería, nos da una idea de la estrategia que los hombres han utilizado para deshacerse de las mujeres que ponen en peligro su poder. En el siglo XVII, las mujeres de la aristocracia que brillaron por su saber, también fueron ridiculizadas por la importancia que tomaron. De esta época “de luces” datan las obras de Moliére, el misógino más brillante de su tiempo.
Las mujeres de la segunda mitad del siglo XVIII tuvieron relativo acceso a la acción política, de la cual han sido siempre excluidas cuidadosamente. Sin embargo, esto les costó muy caro. Olympe de Gouges, quien redactó “La Declaración Universal de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana” en plena agitación revolucionaria, pagó carísimo su ambición política. La muerte, la locura y el exilio fueron la recompensa al atrevimiento de muchas mujeres. Durante el año 94, conocido como el del Terror; sólo en París fueron ejecutadas 374 mujeres, entre las cuales había un cuarto de la aristocracia, una centena de obreras, 28 sirvientas, 28 religiosas y una buena parte de prostitutas.
La voluntad de borrar toda presencia femenina de la historia francesa es tal, que cuando no se las puede silenciar como es el caso de las mujeres ilustres de Francia (XVII, XVIII) se habla de su vida íntima, sentimental y no de su aporte al conocimiento y sobre todo a la reflexión consecutiva al orden de los sexos.
Olympe de Gouges, con su vida ejemplar y una obra teatral importante, con mucha mayor razón ha sido víctima de un olvido de dos siglos. Sus treinta piezas de teatro, sus cartas, sus decretos fueron enterrados. Olympe, guillotinada el 7 de noviembre de 1793, en pleno Terror, fue demasiado libre, demasiado inteligente, demasiado ambiciosa para representar el ideal femenino. Mientras se siga representando a la mujer como heroína doméstica, como la guardiana de los valores bajo los rasgos de la madre sacrificada, será imposible reconciliar a Olympe y a muchas mujeres pasadas y presentes al ideal femenino, que no corresponden a los estereotipos sobre los cuales reposa el poder masculino.
Olympe, al contrario de lo que han dicho muchos historiadores, médicos y psicoanalistas que la han descrito como loca, histérica y enrabiada de la revolución, fue sin lugar a dudas una mujer excepcional. Algunos sabios menos incapaces, llegaron a reconocer “su capacidad de imaginación, pero afectada por un deseo de originalidad, ideas feministas raras y una vanidad demencial, signo evidente de un desarreglo de sus órganos femeninos”. La escritora Benoite Groult, que sacara a luz la vida de Olympe de Gouges (1), anota que el doctor Guillois en 1904, en su estudio consagrado a las Mujeres de la revolución, afirmó que Olympe desde la pubertad presentó un instinto sexual anormalmente desarrollado y se quejaba con frecuencia de perturbación de reglas que eran anormalmente abundantes. Estos testimonios nos muestran la naturaleza del juicio de los hombres contra las mujeres, arropados de un discurso científico como el del mismo Freud. Otros han dicho que padecía de un narcisismo anormal. En fin, esto nos hace recordar cómo fue criticada Simone de Beauvoir cuando sacó su libro en 1949, El Segundo Sexo, que anunciaría la revolución más importante de la humanidad. El famoso escritor Mauriac, incapaz de competir intelectualmente con la obra maestra de Beauvoir, no le quedó otra cosa más que decir “que todo el mundo sabía todo sobre la vagina de la autora de El Segundo Sexo“.
Retrato de Olympe de Gouges. Atribuido a Alexander Kucharsky. Imagen tomada de National Geographic.
Casada a los 16 años, enviudará a los veinte con un hijo de tres. Analfabeta como la mayoría de las mujeres de la época, se empeñará en educarse y a los 32 empezará a escribir sus primeras obras de teatro. Olympe se comprometerá con todas las causas generosas y tomará un lugar importante en la movilización de mujeres durante la revolución francesa de 1789. Su Declaración de los Derechos de la Mujer, escrita para completar la declaración de los derechos humanos fue un escándalo. Sin embargo ella sabía lo que se le venía encima: “A la lectura de este raro escrito veo levantarse contra mí a los hipócritas, a los mojigatos, al clero y toda la recua infernal”, escribió ella.
Con su pluma y su acción feminista indomesticable, hace doscientos años Olympe de Gouges reclamó no sólo el derecho al voto (las francesas fueron las primeras en reclamarlo y las últimas en obtenerlo en Europa en 1944) sino, y sobre todo, el derecho de ejercer un oficio de su elección, un estatus igual para hijos naturales y legítimos y un estatuto de la unión libre.
Olympe no se contentará con militar en favor de las mujeres, ella luchará por todas las causas nobles, contra la esclavitud de los negros, contra la pena de muerte, los votos religiosos forzados, y contra las maternidades-morideros. Ella preconizó la creación de casas de cultura, de hospicios para los ancianos y de talleres nacionales para los desocupados.
Todo esto era demasiado para una mujer “que había olvidado las virtudes de su sexo para mezclarse en los asuntos de la república”, dirá el procurador Chaumette al anunciar contra ella la pena de muerte a petición de Robespierre. A Olympe se le negó el derecho como a todo acusado de tener defensor con el pretexto de que ella era suficientemente capaz para defenderse sola. Su testamento político será un legado valioso para la humanidad:
“Yo delego mi corazón a la patria, mi probidad a los hombres, ellos la necesitan; mi alma a las mujeres, no les hago un don insignificante; mi genio creador a los autores dramáticos, que no les será inútil, sobre todo mi lógica teatral al famoso Chénier; mi desinterés a los ambiciosos, mi filosofía a los perseguidos, mi religión a los ateos, mi alegría franca a las mujeres. Y todos los pedazos que me quedan de una fortuna honesta a mi heredero natural, al hijo que me sobrevivirá”.
En su última carta, ella escribió a su hijo:
“Yo moriré, hijo querido, víctima de la idolatría por la patria y por el pueblo. Sus enemigos, bajo la especial máscara del republicanismo, me han conducido a la guillotina. Adiós, hijo mío, yo no viviré más cuando recibas esta carta. Repara la injusticia que hicieron a tu madre”.
El día 3 de noviembre de 1794, el paso siniestro de la carreta que conduciría a Olympe a la guillotina marcaría la memoria femenina de un terror escalofriante, sostenido por discursos aleccionadores. Las mujeres fueron decapitadas, fueron acusadas de malas madres y por eso se les recordó el castigo a “estas marimachas y sobre todo a la impúdica Olympe que abandonó los trabajos domésticos y se puso a politiquear”. Este olvido de las virtudes de su sexo la llevó irrevocablemente a la guillotina, como había sucedido con todas las mujeres que en siglos anteriores habían salido de la línea divisoria que se les había marcado a su género: “Las mujeres serán interesantes y dignas de estima cuando sepan qué quiso de ellas la naturaleza. Nosotros queremos que las mujeres sean respetadas, es por eso que las forzaremos a que se respeten ellas mismas”. Esta lección paralizará a las mujeres durante siglos en Francia. El terror fue insostenible con la ejecución y las cacheteadas del verdugo a la cabeza sin cuerpo de la joven Charlote Corday, la heroína que salvó a Francia del fanatismo de Marat, el “sapo-eccemoso” dirá el historiador Michelet, quien dijo “que nunca habría verdadera revolución sin la participación de las mujeres y que el cambio de sociedad dependería de su ánimo”. Sin embargo ellas no sabían aún que la emancipación de las mujeres no se obtiene con la revolución de los hombres. Lo que las francesas ganaron con la revolución de 1789 fue poco en relación con lo que perdieron, dirá Francoise Giroud (1989) en su comentario al libro de Michelet sobre las mujeres de la revolución: “Era demasiado pedirles a los hombres que abolieran la monarquía doméstica”.
Hoy en Francia se empieza a descubrir a Olympe y a su lucha en todos los frentes de la injusticia social. Su oposición a la pena de muerte y a la ejecución del rey le valió el anuncio definitivo de su muerte. Su declaración de los derechos de la mujer enviados a la reina María Antonieta que también fue guillotinada, así como otros escritos, nos dan idea de la convicción de la lucha de las mujeres por su emancipación:
Los derechos de la mujer
Hombre, ¿acaso eres capaz de ser justo? Es una mujer que te hace la pregunta; tú no le quitarás por lo menos ese derecho. ¡Dime! ¿Quién te ha dado el soberano imperio de oprimir mi sexo? ¿Tu fuerza? ¿Tus talentos? Observa al creador en su sabiduría; recorre la naturaleza en toda su grandeza, a la cual pareces querer acercarte, y dame, si quieres, el ejemplo de este imperio tiránico (2). Vuelve al origen, a los animales, consulta la naturaleza, estudia los vegetales, detén tu mirada sobre todas las modificaciones de la materia organizada y utiliza tus argumentos con los medios que te ofrezco; busca, escarba y distingue, si lo puedes, los sexos en la administración de la naturaleza. En todo los encontrarás confundidos, en todo, ellos cooperan en un conjunto armonioso a esa obra maravillosa.
Sólo el hombre se ha asignado un principio de esta excepción. Extraño, ciego, abotargado de ciencia y degenerado, en un siglo de luces y de sagacidad, en la ignorancia la más asquerosa, él quiere mandar en déspota sobre un sexo que ha recibido todas las facultades intelectuales; él pretende gozar de la revolución, reclamar sus derechos de igualdad y quedarse tranquilo.
Olympe de Gouges entrega su “Declaración de los derechos de la mujer y de las ciudadanas” a María Antonieta. Impresión publicada en 1790. Imagen tomada de National Geographic.
DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER Y DE LAS CIUDADANAS
A decretar por la Asamblea nacional en sus primeras secciones o en la próxima legislatura
Preámbulo
Las madres, las hijas, las hermanas, representantes de la nación, piden ser consideradas en Asamblea Nacional. Considerando que la ignorancia, el olvido, el desprecio de los Derechos de la Mujer, son las causas de la· desgracia pública y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados de la Mujer, con el fin de que esta declaración, constantemente presente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes, de manera que los actos de poder de los hombres puedan ser a cada instante comparados con el objetivo de toda institución política, siendo principalmente respetados, con el fin de que las reclamaciones de las ciudadanas, fundadas desde hoy en los principios simples e incontestables, sirvan al mantenimiento de la constitución, de las buenas costumbres, y a la felicidad de todos.
En consecuencia, el sexo superior en belleza, como en valentía, en los sufrimientos maternos, reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser supremo, los Derechos siguientes de la Mujer y de la Ciudadana:
I. La mujer nace libre y es igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales no pueden ser fundadas que en base al interés común.
II. El objetivo de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles de la mujer y del hombre: esos derechos son la libertad, la prosperidad, la seguridad y sobre todo la resistencia a la opresión.
III. El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación, que no es más que la reunión de mujeres y hombres, ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad que no emane de ello expresamente.
IV. La libertad y la justicia consisten en entregarle al otro todo lo que le pertenece, así el ejercicio de los derechos naturales de la mujer no tiene más límites que la tiranía perpetua que el hombre le opone. Esos límites deben ser reformados por las leyes de la naturaleza y de la razón.
V. Las leyes de la naturaleza y de la razón prohíben toda acción perjudicial a la sociedad. Todo lo que no prohíben esas leyes, sabias y divinas, no puede ser impedido, y nadie puede ser forzado a hacer lo que ellas no ordenan.
VI. La ley debe ser la expresión de la voluntad general; todas las ciudadanas y ciudadanos deben participar personalmente, o por medio de sus representantes, a su formación; ella debe ser la misma para todos: todas las ciudadanas y todos los ciudadanos, al ser iguales a su parecer, deben ser igualmente admitidos a todos los puestos y empleos públicos según sus capacidades y sin otras distinciones que esas de sus virtudes y talentos.
VII. Ninguna mujer está exenta, ella puede ser acusada, arrestada y detenida en los casos determinados por la ley. Las mujeres obedecen como los hombres a esta ley rigurosa.
VIII. La ley debe establecer penas estrictamente y evidentemente necesarias, y nadie puede ser castigado en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito y legalmente aplicada a las mujeres.
IX. La ley se aplicará con rigor a toda mujer declarada culpable.
X. Nadie debe inquietarse por sus opiniones aunque sean fundamentales, la mujer tiene el derecho de subir a la guillotina, también debe tenerlo de subir a la tribuna; con tal que sus manifestaciones no perturben el orden público establecido por la ley.
XI. La libre comunicación de pensamiento y de opiniones es uno de los derechos más preciosos de la mujer, puesto que esta libertad asegura la legitimidad de los padres hacia los hijos. Toda ciudadana puede por consiguiente decir libremente, soy madre de un hijo que le pertenece, sin que un prejuicio bárbaro la fuerce a disimular la verdad; excepto a responder de los abusos de esta libertad en casos determinados por la ley.
XII. La garantía de los derechos de la mujer y de la ciudadana necesita una utilidad mayor; esta garantía debe ser instituida para provecho de todos, y no para el interés particular de esas a quienes la garantía ha sido confiada.
XIII. Para el mantenimiento de la fuerza pública, y para los gastos de la administración, la contribución de las mujeres y hombres es igual; ellas tienen aparte en todos los tributos, en todas las tareas públicas, ellas deben por consiguiente tener el mismo derecho a la distribución de puestos, empleos, y cargos, en todas las instancias de la vida pública.
XIV. Las ciudadanas y los ciudadanos tienen derecho de constatar por sí mismos, o por medio de sus representantes, la necesidad de la contribución pública. Las ciudadanas no pueden adherir que como parte distribución igual, no solamente de la fortuna, pero también de la administración pública, y de la determinación del de impuesto y su recaudación.
XV. Las mujeres iguales a los hombres en la contribución al Estado, tienen derecho de pedir cuentas, a todo agente público, de su administración.
XVI. Toda sociedad, en la cual la garantía de derechos no está asegurada, ni la separación de los poderes, bien determinada, no tiene constitución; la constitución es nula si la mayoría de individuos que componen la Nación, no ha cooperado a su redacción.
XVII. Las propiedades de la nación son de todos los sexos reunidos; cada uno tiene sobre ellas un derecho inviolable y sagrado; nadie puede ser privado del verdadero patrimonio de la naturaleza, a menos que la necesidad pública, legalmente constatada, lo exija y bajo la condición de una justa y previa indemnización.
Post Scriptum
Mujer, despierta, el toque de la razón se ha oído en todo el universo, reconoce tus derechos. El poderoso imperio de la razón de la naturaleza, ha sido liberado de prejuicios, de fanatismo, de superstición y mentiras. La antorcha de la verdad ha disipado las nubes de la estupidez y de la usurpación. El hombre esclavo ha multiplicado sus fuerzas, ha tenido necesidad de recurrir a las tuyas para romper sus cadenas. Liberado, se volvió injusto con su compañera.
Oh Mujeres, Mujeres, ¿cuándo dejarán de ser ciegas? ¿Qué ventajas obtuvieron de la revolución? Mayor desprecio, mayor desdeño. En los siglos de corrupción ustedes reinaron sobre la debilidad de los hombres. De ese imperio destruido, ¿qué les queda entonces? La convicción de las injusticias del hombre. Reclamen su patrimonio, fundado en los sabios decretos de la naturaleza; ¿qué se puede perder en una bella empresa? ¿La buena palabra del legislador de las bodas de Canán? ¿Temen acaso que nuestros legisladores franceses, correctores de esta moral, por mucho tiempo colgada a las ramas de la política, pero que nos esta de cosecha dejen de repetirles: Mujeres, ¿qué hay de común entre ustedes y nosotros? Todo, responderán ustedes. Si ellos se obstinan en su debilidad, en poner esta inconsecuencia en contradicción con sus principios, opongan con valentía la fuerza de la razón a las vanas pretensiones de superioridad; reúnanse bajo los estandartes de la filosofía, desplieguen toda energía de carácter, y ustedes verán pronto a esos orgullosos, sin ser serviles adoradores, arrastrarse a sus pies, pero orgullosos de compartir con ustedes los tesoros del ser supremo. Cualesquiera que sean las barreras que les opongan, cada cual tiene la posibilidad de liberarse, sólo se trata de quererlo.
Veamos el horrible cuadro de lo que ustedes fueron en la sociedad; puesto que es asunto, en este momento, de una educación nacional, veamos si nuestros sabios legisladores pensarán sanamente en la educación de las mujeres.
Las mujeres han hecho más mal que bien. El apremio y el disimulo han sido suyos. Eso que la fuerza les había arrebatado, la astucia les ha devuelto; ellas han tenido que recurrir a todos los recursos de sus encantos, y ni el más irreprochable les ha resistido. El veneno, el hierro, les fue sometido, ellas conducían al crimen como a la virtud. El gobierno francés, sobre todo, ha dependido, durante siglos, de la administración nocturna de las mujeres, los despachos no tenían secretos para su indiscreción: embajadas, comandos, ministerios, presidencia, pontificatos, cardinalatos; en fin, todo eso que caracteriza la majadería de los hombres, profana y sagrada, todo estaba sometido a la codicia y a la ambición de ese sexo antes despreciables y respetado, y después de la revolución, respetable y despreciado.
De esta especie de contraposición, ¡cuántas observaciones no podría yo ofrecer! No me queda más que un momento para hacerlas, y ese momento fijará la atención en la posteridad más remota. Bajo el antiguo régimen, todo estaba viciado, todo estaba corrompido, pero no es acaso posible apercibir la mejoría de las cosas en la substancia misma de los vicios.
Antes una mujer sólo necesitaba ser hermosa y amable; con esas ventajas, la fortuna le besaba los pies. Si no sabía provechar, entonces se decía que tenía un carácter extraño, o una filosofía poco común, que la llevaba al desprecio de las riquezas; entonces era considerada como una imbécil; la más indecente se hacía respetar como el oro; el comercio de mujeres era una especie de industria recibida de primera clase, que en adelante no tendría más crédito. Si eso existiera todavía, la revolución sería un fracaso, y bajo nuevas relaciones, estaríamos siempre corrompidas. Sin embargo la razón puede disimularse cuando a la mujer se le ha cerrado toda posibilidad de ganarse la vida y que el hombre la compra como un esclavo de las costas de África. La diferencia es grande, ya lo sabemos. La esclava manda al señor; pero si el señor le da la libertad. Cuando llega la edad en donde la esclava ha perdido todos sus encantos, ¿qué hay de esa desafortunada? Ella es juego del desprecio, las puertas mismas de la caridad se le cierran; ¿ella es pobre, y vieja, dirá una, porque no supo ella hacer fortuna?
Otros ejemplos aún más conmovedores se ofrecen a la razón.
Olympe de Gouges. París, 1791.
Notas:
(1) “Olympe de Gouge. Acervos”. Presente por Bovarit Groetmercure de Prame 1987.
(2) De París al Perú, del Japón a Roma el animal más idiota, a mi parecer es el hombre.
Encontramos este artículo en medio de un rastreo archivístico que venimos adelantando para una exposición por los 40 años del Magazín Dominical del Espectador, con apoyo de Comfama y Confiar. Síganos en redes sociales para que se entere.