La otra 70, la de Castilla y el punk
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Por GILMER MESA
Ilustración de Titania
Para Juliana Restrepo Santamaría y Caliche, buenísimas malas hierbas de corazón y vida punkera.
Italo Calvino en su increíble libro Las ciudades invisibles describe 55 ciudades con nombre de mujer entre las cuales se encuentra Valdrada, en el apartado llamado “Las ciudades y los ojos 1”, una ciudad que posee otra idéntica en su reflejo y donde las cosas suceden iguales a aquella, pero al revés, como una suerte de negativo la una de la otra, mediadas y creadas en gran medida por un espejo de agua que las separa a la vez que las conecta y la una empieza donde termina la otra.
Medellín de alguna manera me recuerda a Valdrada, una ciudad dividida de muchas maneras, por clases sociales, por fronteras tangibles e intangibles, por pensamientos, ideas, opiniones y hasta por colores desteñidos de divisas futboleras, pero cuenta con una frontera natural como deberían ser las divisiones, en caso de que sean necesarias, que es el río Medellín, otro espejo de agua aunque se haya manchado su azogue hasta parecerse más a una vieja ventana de madera que a un cristal bruñido, pero que con todo y eso cumple una función similar a la que tiene el lago en la ciudad descrita por Marco Polo al gran Kan, la de crear dos ciudades contrapuestas la una de la otra que se seducen, suceden, continúan y se repelen, dos barrios enfrentados topográficamente y tan idénticos como distintos quieren mostrarse, Castilla y Aranjuez, dos miradas enfrentadas y atravesadas por una misma realidad, la de ser cuna del lumpen en los ochenta, del hampa en los noventa y de la gentrificación en este siglo que corre mientras nos corroe.
Barrios espejeados el uno en el otro en casi todos sus puntos. Castilla, fundado por obreros en los años treinta en terrenos de propiedad de las familias Carvajal y Cock; Aranjuez, fundado en 1916 por Manuel José Álvarez Carrasquilla y ambos llenos de historias, de artistas, de dolores gemelos y de deseos doblados. Yo nací a finales de los setenta en la margen oriental, iniciando las lomas del barrio más viejo, y por ser de la parte de abajo dentro del barriobajerismo apenas pude intuir que encima de mi cuadra se empotraba un barrio que terminaría definiendo mi paso por el mundo, los amores que porté y los que sigo portando, así se hayan ido, las calles que amo con su característico olor a humo y cenizas, a sangre y alcohol, a diamante y carbón que fui descubriendo con el trasegar de los años y el pasar de los daños, pero en principio mi vida, mi realidad y mi mundo fueron mi familia, mi casa y la cuadra donde vivíamos, más allá de eso se insinuaba un barrio que me era desconocido, añil, poderoso y pedregoso en iguales cantidades, vetado por los temores de mis padres y anhelado por mis curiosidades y las de mis amigos y si ese territorio se me hacía hostil por inexplorado, ni qué decir de la ciudad, algo inmenso cuya sola mención se me hacía inabarcable, irreconocible y desbordaba mi imaginación porque consideraba que la ciudad grande, así colosal y en mayúsculas, era lo que percibía mi vista, es decir, el barrio espejo con que rebosaba mi visión cada día desde que amanecía hasta que cerraba la puerta antes de acostarme, el mundo enfrentado: Castilla.
Durante mucho tiempo en mi vida ese barrio fue la ciudad entera y llegué a conocerlo mejor que al mío, al menos desde la distancia, pues mi periférica mirada era capaz de abarcarlo en su totalidad mientras que el mío se me escondía al doblar las esquinas de mi cuadra. Aunque su espacio físico, el barrio Castilla de cerca, solo pude contemplarlo cuando cumplí doce años y fui como acompañante de mi madre a visitar a su amiga de toda la vida que vivía en el barrio Francisco Antonio Zea, el que mucho tiempo después, cuando me interesé por conocer la historia de Medellín, supe que había nacido como barrio de invasión a la brava de la mano del cura Vicente Mejía, quien acompañado de seis familias de campesinos desplazados por la violencia invadieron un terreno que perteneció al Instituto de Crédito Territorial, situado en la zona noroccidental de Medellín y destinado a la construcción de la urbanización Francisco Antonio Zea IV etapa, que por falta de presupuesto no se llevó a cabo, quedando a la merced de esas familias que empezaron a invadir y a edificar tugurios, empecinados en hacer propio lo que la ley les decía que era ajeno, insistiendo en llamarse poseedores, cuando el Estado los llamaba invasores. Arraigados al desarraigo que portaban reclamaron un lugar para el espíritu intacto que no logró desterrar la violencia que les quitó la tierra y la calma del lugar donde nacieron, llamándose en principio Lenin, siguiendo la tradición zurda de la época que bautizó con nombres tales a algunos barrios, mientras a otros se les entregaron nombres misericordiosos que recordaban el lado izquierdo del sacramento, como Villa del Socorro que fue construyendo la teología de la liberación de estos curas aguerridos. Ahí pude contemplar de cerca lo que de lejos me parecía inabordable, un barrio parecido al mío aunque con algunas diferencias, las calles eran más angostas y las casas más pequeñas, mientras mi madre se desatrasaba de chismes con su amiga, los hijos de ella me invitaron a jugar en la acera y pude ver que el ánimo de barrio popular era idéntico al nuestro. Conocíamos los mismos juegos y hablábamos con similares palabras por lo que al final del día, de vuelta a mi casa, tuve la sensación de haber estado en una cuadra y con unos niños iguales a la mía y los míos.
Aunque solo había estado en la parte plana y baja de la margen occidental, sus alturas siguieron siendo desconocidas hasta que un año más tarde, cuando a mi hermano mayor lo echaron del colegio del barrio por indisciplinado y mi madre tuvo que conseguirle cupo en el Ricardo Rendón Bravo de Castilla, ubicado a una cuadra de los famosos billares de la Maracaná, corazón del barrio espejo. Cuando fuimos a ver las instalaciones pude caminar las calles que conocía de memoria en la distancia, esta vez sí noté algunas diferencias más allá del tamaño de sus calles, y es que era enero y el barrio guardaba un regusto de la navidad pasada, en sus cuadras aun colgaban de los balcones cadenetas deslucidas y en las calles dibujos desteñidos con motivos navideños que yo nunca había visto en mi barrio y que me hicieron pensar que quizás esta gente era más feliz en diciembre que nosotros, o al menos escondían mejor su infelicidad con esos matachos y colgandejos, aunque debo reconocer que lo que más sentí fue envidia de lo bonitas que se veían sus calles coloreadas, pero aparte de eso encontré de nuevo más similitudes que diferencias. Un colegio derruido igual al nuestro y madres igual a la mía con las miradas en ascuas y el ruego fácil para que recibieran a sus críos malcriados en esa institución educativa, de manera que a mi regreso confirmé que las caras de los necesitados se parecen y los barrios que las acogen también, pero luego de unos meses cuando mi hermano llevaba algún tiempo conviviendo con sus nuevos compañeros pude notar una diferencia colosal en su persona que lo disociaba por completo de nosotros y nuestras prácticas. Una noche llegué a la habitación que compartíamos y me encontré con un sonido novedoso, un estruendo de guitarras y tarros al garete acompañados de una voz rabiosa que cantaba su agotamiento de esperar el fin y supongo que mi cara preguntó lo que mi boca no podía. ¿Qué es esa mierda? Y él sonriendo me enseñó un casete de un grupo español llamado Ilegales y el punk entró en nuestras vidas de salseros recalcitrantes desbaratándole un poco su cotidianidad barrial, pues los punkeros en nuestro barrio eran bichos raros que levantaban sospecha por su aspecto. Era angustioso verlo escuchando punk a escondidas, sintiéndose culpable de una traición a sus amigos del barrio con quienes estaba comprometido en la salsa, creándose una doble vida musical que lo mantenía en vilo. Temeroso de delatar su afición guardó el casete en el fondo de su baúl y me prohibió hablar del tema con mis amigos y los suyos, luego pasó su muerte y tanto el punk como Castilla dejaron de existir para mí, me retraje de nuevo y más poderosamente en la salsa y Aranjuez que sirvieron de escampadero a mi tristeza; recorrer las calles del barrio y escuchar esa música poderosa que esconde melancolías profundas entre los pliegues de su sabrosura me brindaron el amparo que su muerte desamparó en mí, tuvieron que pasar algunos años en los que dejé de ser lo que era, para que de nuevo ese barrio y su música se me volvieran a atravesar en el camino, en Castilla jugué un torneó de básquet al final de mi adolescencia que me amistó con jugadores geniales y del punk tuve una versión muy positiva cuando entendí en la universidad la inmensa ternura que albergaban sus seguidores y la poderosa rebeldía que destilaba esa música y me convertí en seguidor de algunas bandas que siempre intercalo entre Rubén y Héctor, desde que entendí que la música, como el arte y la vida, provienen de una fuente común y son amplias y que somos nosotros con nuestras estrecheces quienes creamos fronteras y límites, porque el alma que compartimos es universal y debe brindarnos esperanza y compañía, no división y encono. Todo esto para contarles que un día estaba en clase con 45 años a cuestas y una vida en bajada y los amigos de UC me llaman para que escriba un artículo sobre la otra 70, la de Castilla y el punk, y me sonreí para mis adentros pensando que de nuevo ese barrio espejo me pedía que lo mirara, que levantara la vista y tratara de descifrar desde la distancia nuevamente entre ese entramado de calles cuál era la 70, sin poderla distinguir pero conociendo un poco de su pasado atizado por dos fuerzas, el punk y la sangre, y me avine a recorrerla de la mano y la voz de Caliche, Carlos Alberto David Bravo, baterista de Desadaptadoz, banda insignia del punk en Castilla y personaje inigualable que me contó cómo esas dos potencias contrapuestas impulsaron el desarrollo de esa calle que en realidad es una carrera, y cómo a finales de los ochenta un combo temible liderado por los hermanos Muñoz Mosquera impuso su impronta violenta que pervivió después de su extinción trashumada en nuevos combos igual de jodidos hasta días muy nuevos, pero a su vez también otros combos de similar edad, pero diferente calado, encontraron en el punk la manera de gritar la inconformidad que aquellos gritaban a balazos e hicieron de esa calle su trinchera desde donde se apostaron para hacer fuego con canciones pujantes y recias; me contó de los soyis que se armaban en algunas casas abandonadas que los punketos tomaban para desarrollar fiestas llenas de adrenalina, donde desfogaban su energética ira en pogos que simulaban batallas más amigables y sin muertos que las de los que afectaban valentías impostadas detrás de una pistola, me contó de una banda llamada Los Kenedys que en el colmo del punk, presentó a su vocalista en un concierto ataviado con un collar de ratas muertas en un exabrupto punkero inigualable dentro de la estética bizarra e insurrecta que impera en el género, y muchas historias más de esa música extraordinaria que no quiero replicar aquí porque las historias les quedan mejor contadas a sus protagonistas. Después de despedirnos rehíce los pasos en solitario intentando ver por mi cuenta las casas y las cosas que me llamaran la atención y mientras me tomaba un tinto en una tienda de esquina, similar a las de mi barrio, miré para el frente y de nuevo pensé en Valdrada, en la otra ciudad, la del frente, ya vista desde su contracara e identifiqué mis calles, mis casas y mis sitios a una misma distancia desde donde había contemplado los sitios que acababa de recorrer y supe que no se podía entender una cara sin su reverso, que como en un espejo la imagen no es idéntica, pero se parecen y que mientras aquí zumbó la sangre en la 70 allá hizo lo mismo en la 51B, dos carreras que corren paralelas entre sí y con el río y que aquí escucharon e hicieron punk y a nosotros se nos incrustó la salsa en el corazón, sin embargo nuestras búsquedas fueron las mismas, encontrar un refugio en la música que nos permitiera abrazarnos en medio de las balaceras. Abrazos rudos aquí, pausados allá, y hallar un lugar para ser alguien en medio de las nadas que nos ofrecía la realidad, ambos barrios vigilando al otro de continuo, mirándose en él, envidiándose y repeliéndose, acercados sus infiernos por un puente con nombre de santa, conviviendo consigo mismo y con su reflejo porque Aranjuez y Castilla como las dos Valdradas de Calvino “saben que todos sus actos son a la vez ese acto y su imagen especular que posee la especial dignidad de las imágenes, y esta conciencia les veda abandonarse por un solo instante al azar y al olvido (…) Las dos Valdradas viven una para la otra, mirándose a los ojos de continuo”.
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