Este año se conmemoraron cincuenta años del fallecimiento de Carlos Román. Olvidado intérprete de un clásico absoluto de nuestra música, el Very Very Well. Una pequeña semblanza de un man a lo bien.
En memoria de Romancito
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Por JAIME ANDRÉS MONSALVE B.
Fotografías Colección Chalupa Intergaláctica
En una tarde de 1958, en los estudios cartageneros de Discos Fuentes, se estaba pergeñando el primer rocanrol a la colombiana. La idea la traía el propio Antonio Fuentes, fundador de la disquera, quien además de llegar con insumos para su empresa desde los Estados Unidos, cargaba desde allá la inspiración de cierta letra intencionalmente macarrónica, una intraducible jerigonza a caballo entre el twist y el vallenato. Para llevar aquello a los surcos, había decidido contratar a un músico de la ciudad que ya llevaba algunos años sonando con cierto cuarteto, pero que ahora había decidido armar su propio conjunto como solista, al que llamó La Sonora Vallenata.
Quiso la eterna fama del Very Very Well que todo el mundo recordara por siempre aquella invitación al baile, su acordeón de notas pertinaces y el sonido extravagante de la guitarra eléctrica, inédito por estos lares; pero no sucedió así con la memoria del estrafalario sujeto que se dio a entonar el tema, un personaje medianamente conocido en los círculos de la canción tropical cuyo nombre se iría oscureciendo hasta caer en el mayor y más injusto de los olvidos. Si su figura macilenta ya era la de un espectro en vida, esa misma fantasmagoría envolvió luego su legado.
Desgarbado, enjuto y atrabiliario, Carlos Román Sulbarán llamaba la atención adonde fuera por su delgadez mortecina y sus poco cuidadas maneras. Había nacido en julio de 1919 en Cartagena y se había criado en una familia de hermanos que solían disputarse la guitarra de su padre. Además de sobrevivirlos a todos, estaba claro que Carlos sería el más aventajado ejecutante del clan, en una carrera que alcanzó veinticinco años.
Durante su juventud fue policía, y de ello le había quedado una suerte de autoritarismo que le entregó un trato no muy armónico con compañeros y colegas, lo que contrastaba con su destreza en la guitarra y con la originalidad de sus composiciones. Seguramente las más famosas de ellas siguen siendo la cumbia Sin cuerpo ni corazón, popularizada años después por Rodolfo Aicardi y Los Hispanos, y esa declaración poliamorosa a ritmo de jalao-marcha llamada El desfile, en la que confesaba: “las mujeres todas / me gustan, me gustan, me gustan / Todas en general / todas en general…”.
Llegado a Barranquilla a principios de la década del cincuenta, de inmediato probó suerte en alguna de las esquinas que acogían a los serenateros de ocasión. Allí, en cierta oportunidad, conoció a un imberbe acordeonero proveniente del barrio de Rebolo que, de inmediato, lo enloqueció con su virtuosismo. Capaz de pasar de un merengue a una rumba criolla siguiendo por un vals y un paseo con la misma seguridad pasmosa, Aníbal Velásquez Hurtado se perfilaba ya como “el mago del acordeón” que llegó a ser pocos años después. En ese momento tenía pretensiones de percusionista, pues su hermano mayor, Juan, era el dueño del fuelle. Aun así, cada tanto lo tomaba prestado para probar suerte, hasta llegar a superar con creces a cualquiera que se le enfrentara.
A Carlos se le ocurrió una idea e hizo traer de Cartagena a uno de sus hermanos menores, Roberto, cantante de probadas facultades, y junto con Juan y Aníbal Velásquez, empezó a destacar como líder de una naciente agrupación que bautizó Los Vallenatos del Magdalena. El nombre fue inspirado por el de otros colegas, Los Alegres Vallenatos, primera agrupación bogotana de música de acordeón, regentada por el malogrado Julio Torres Mayorga. En aquel entonces no existía la denominación de “vallenato” para un género musical específico, era más bien un hipocorístico para los nacidos en Valledupar. Así, llamarse Los Vallenatos del Magdalena era tanto como decir, a la usanza de algún grupo tropical nacido años después, Los Caleños de Venezuela. Pero ellos gozaban con esa simpática contradicción.
Fueron cuatro años de labores en los que quedaron registrados unos cuarenta temas, incluida la primera versión de La casa en el aire, de Rafael Escalona. Los músicos lograron congeniar pese a la diferencia de edades (Román tenía 31 años y Aníbal 15) y al carácter imposible del cartagenero que, en sus furias más extremas —nacidas muchas de ellas sin motivo alguno—, terminaba rompiendo la guitarra contra el suelo. “Carlos era de un carácter fuerte y muy explosivo en la parte emocional”, le dijo Aníbal a su biógrafo, Fausto Pérez Villarreal. “En un arranque de rabia tiraba y pateaba las cosas. Peleaba por lo que fuera. No se la dejaba montar de nadie”.
Los episodios eran continuos y calcados: una tarde se desaparecía, dejaba de asistir a los compromisos y al ser reconvenido por alguno de sus compañeros, al punto se tornaba un basilisco. Cada arranque de ira culminaba de igual manera: con un Carlos Román arrepentido, su instrumento de trabajo destrozado y la inminente necesidad de conseguirse como fuera los dieciocho pesos que costaba la más barata de las guitarras.
Aquello entorpecía todo. Pero lo que en realidad determinó el fin del grupo fue la muy prematura muerte de Roberto en Barranquilla, en 1955, a consecuencia de las secuelas de una pelea a puños en la que se vio inmiscuido semanas antes en Medellín. Lo de siempre: unos días sin sobresalto, un dolor de cabeza repentino y un sorpresivo final. “Robertico era lo más calmado del mundo; en cambio, Carlos era un fosforito”, recordaba Aníbal. “Todavía es la hora que yo no me explico cómo pudo haberse involucrado en una pelea de esa magnitud”.
Toda su vida, Roberto Román fue conocido como Romancito. Tras su muerte, Carlos terminó siendo el depositario del diminutivo. Luego de la disolución del cuarteto mantuvo una carrera discreta, precedido siempre de su fama de energúmeno, matizada de esta manera por el productor Jaime Arturo Guerra Madrigal en alguna contracarátula: “Con sus cosas no hace daño a nada ni a nadie. Su locura es la base de sus éxitos”. De todos ellos, ninguno con la eternidad de Very Very Well, en el que Román fue acompañado por el acordeón del barranquillero Morgan Blanco, con quien mantuvo sociedad artística por más de veinte años en grupos como La Sonora Vallenata y los Raspacanilla de Carrizal. Del otro lado del disco de 78 RPM se encontraba Mi nena, también creación de Antonio Fuentes, un tema prácticamente calcado del otro, cosa que no le ayudó a repercutir.
En el rocanrol y sus variantes encontró luego Román otra posibilidad creativa, entonando todo ese singular repertorio en lo que Guerra Madrigal llamó “inglés de Rebolo”. Así, aparecieron temas a ritmo de twist y de rock, y en claves propias como el ritmo gogo-lazo y el romanchá. Composiciones como Okey baby, Por tu amor, Remember, Wachitrinky y Aló-Ola no dejan de ser secuelas del exitazo del 58, una suerte de anzuelo que el guitarrista siempre quiso que el público picara. En ese sentido, por ejemplo, terminaron por entenderlo mejor los melómanos mexicanos que sus connacionales. Al menos por allá se recuerda aún su nombre.
Otra serie de variables ajenas a su carácter, como el escaso tiraje de las grabaciones que realizara luego con Discos Tropical en Barranquilla, con Discos Curro (sello de José María, el menor de los Fuentes) en Cartagena y con Philips en Bogotá, no ayudaron a que su memoria se perpetuara de la misma manera que ese tema suyo, el primer rocanrol grabado en Colombia.
Carlos Román Sulbarán murió en Barranquilla, el 12 de abril de 1973, desangrado, luego de que le fuera retirada una pieza dental.
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