Acta de museo
Por ÁLVARO MORALES RÍOS
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Tener un espacio lleno de obras de uno de los artistas más reconocidos del mundo en pleno Centro de Medellín no estaba en los planes de nadie. Solo algunas mentes delirantes habrían intuido lo que se podía realizar en aquel lugar agonizante, del que los mejores referentes pa-recían huir por la suma de patologías adversas que se cernían sobre él.
Pero hubo ideas detonantes, trabajos arduos y personajes definitivos en diferentes lugares, cada uno en lo suyo, a la espera de alguien y algo que pudiera juntar extremos y desatar la solución que la ciudad reclamaba. Un pequeño museo que hacía pocos años había cambiado su nombre –de Zea por de Antioquia– para recibir en donación obras y esculturas de Fernando Botero, se debatía en medio de una profunda crisis.
Nadie prestó atención a la continuidad de esa oferta, y pareció demasiado tarde cuando el propio artista hizo el anuncio, escalofriante para Medellín, de que había decidido donar a la ciudad de Bogotá parte de su obra y su colección particular. Fue entonces cuando la dirección del Museo de Antioquia marcó un rumbo diferente para la institución y la ciudad.
Una llamada telefónica de Pilar Velilla, periodista y galerista de arte recién posesionada como directora del museo, removió un marasmo injustificado y produjo un resultado imprevisible pero afortunado. Botero confirmó que aún tenía disposición para donar sus obras a la ciudad que tanta nostalgia le producía cada mañana. Pilar solo atinó a decir: “maestro, usted me puede poner eso por escrito”.
La inconfundible caligrafía de Botero propició la magia a través de un fax (su único contacto con la tecnología de entonces) del día 23 de mayo de 1997, en un documento serio y contundente que más parecía un título valor que una misiva.
“Gobernador Álvaro Uribe Vélez
Alcalde Sergio Naranjo
Directora del Museo Pilar Velilla
A continuación de mi charla telefónica con Pilar Velilla, quiero decir mis ideas relacionadas con el posible nuevo Museo de Antioquia, porque Medellín necesita un gran museo que sea un atractivo más para la ciudad. Un sitio de fácil acceso, campestre, seguro, donde los jardines sean un atractivo más junto al arte. Un lugar de reposo y contemplación.
Si el Municipio o la Gobernación donaran un lote real-mente importante en tamaño y en ubicación, se podría construir un museo sobre los planos ganadores de un concurso arquitectónico.
Si este proyecto se inicia con el deseo de hacer algo real-mente grande, como lo merece la ciudad, yo estaría dispuesto a hacer una donación de una nueva sala de pintura, otra de escultura y una de dibujo y contribuiría con un millón de dólares, al presupuesto de la construcción del edificio.
Cualquier otra idea de cómo mejorar el Museo contará también con alguna colaboración de mi parte, Atentamente,
Fernando Botero”.
Esa llamada telefónica de larga distancia, que escasamente podía pagar el Museo de Antioquia en ese momento, puso un case y un reto para todos. Pero había un problema inmediato, y era la salida inminente del alcalde y del gobernador por vencimiento del período. Pilar continuó tocando puertas, y aunque poco sabía de construcción de museos, hizo algo que sí sabía muy bien: lograr que este reto no solo fuera problema de algunos dirigentes sino de toda la ciudad.
La llegada de Juan Gómez Martínez a la alcaldía generó una gran dinámica alrededor del nuevo Museo de Antioquia en el antiguo Palacio Municipal, una oportunidad única para salvar un corazón que perdía poco a poco su latencia. Se tomó la afortunada decisión de recuperar esa joya arquitectónica de estilo art déco, ocupada por algunas dependencias aisladas de EPM y unas cuantas mesas de ping-pong que utilizaba el sindicato de esa empresa.
Hasta ahí todo era bonito y bienintencionado. A Botero lo maravilló el edificio y la intención de resignificar el Centro con una serie de obras complementarias. Pero todos los involucrados en el proyecto se hacían las mismas preguntas y encontraban diferentes respuestas: cómo llevar la gente hasta el nuevo museo y cómo hacerlo visible, pues años de improvisación y desidia en la planificación urbana habían generado un desorden inverosímil alrededor de los dos edificios emblemáticos del poder, la alcaldía y la gobernación, cuyos habitantes ya se habían ido con su maraña de decisiones para el nuevo Centro Administrativo La Alpujarra.
Pilar Velilla propuso tumbar un edificio de oficinas y algunas edificaciones de bajo perfil que estaban al frente del Palacio Municipal. A Juan Gómez le sonó la idea. A Tulio Gómez, gerente del nuevo proyecto, le pareció apropiada. A Diego Uribe, arquitecto coordinador, le cortó la respiración. A Zoraida Gaviria, directora de Planeación Municipal, no le alcanzaron los números en la calculadora. A Botero lo llevó hasta el éxtasis.
Lo que siguió fue una puja entre todos los actores de ese acto espontáneo y vertiginoso. Botero dijo diez y alguien escuchó doce. Primero dijeron que los edificios del frente y luego que toda la manzana. Todo fue tan rápido, y el entusiasmo tan generalizado, que no hubo pausa ni tregua en la ambición.
Al frente del Palacio Municipal, ya decidido como nuevo Museo de Antioquia, un desorden consuetudinario servía de refugio a muchas dolencias de la ciudad. Prostitución, inseguridad, fetidez, ruido, bandas de pillos, alquileres de armas y ventas clandestinas convivían con la decencia histórica de los peluqueros y oficinistas que serpenteaban entre pasajes y calles, todos atrapados en un submundo que a fuerza de costumbre habitaban contra sí mismos.
Alguien dijo que Botero había dicho dieciséis. Pilar Velilla y la junta del museo apostaron con una nueva institución; Juan Gómez y su gabinete reviraron. Cada uno de los responsables en la cadena de decisiones sabía que habían creado un pequeño y necesario monstruo cuyo advenimiento sería celebrado, pero en medio de grandes riesgos, contrastes y amenazas. Fue una obra hecha con inteligencia y decisión, pero también con improvisación y dudas sobre la marcha. Empezaron a ver las joyas de la corona cuando, parados en la terraza del edificio en remodelación, que ya se denominaba Nuevo Museo de Antioquia, distinguieron los extremos: el Hotel Nutibara sobre el costado norte de la Avenida de Greiff; las cúpulas del Palacio de la Cultura sobre el costado oriental; el Edificio Gutenberg, diagonal al museo, sobre la esquina de Calibío con Carabobo; y de frente, por vía aérea, el viaducto del Metro y el tren saliendo o entrando de la estación Parque Berrío. Todos llegaron a la misma conclusión: era mejor demoler todo y conquistar un gran espacio, el más grande espacio público que se hubiera podido soñar en el Centro de Medellín.
Lo mejor para ese momento, mediados de 1999, era invitar a Fernando Botero para pedirle su opinión sobre lo que parecía un consenso, cuyos únicos adversarios eran quienes tenían intereses en las vetustas edificaciones que había en ese lugar de la ciudad.
A eso que en el lenguaje oficial se había denominado Proyecto de Intervención Urbana en el Sector de La Veracruz y Reubicación del Museo de Antioquia le fue apareciendo un nombre más cálido y de fácil recordación. “Ciudad Botero”, dijo alguien cuando todavía no se pensaba en nombres, pues las discusiones académicas vinieron de contera, con admoniciones y advertencias, propuestas y amenazas, y hasta se utilizaba cierto lenguaje apocalíptico sobre el futuro del Centro.
Botero vino a los pocos meses, delirante y efusivo. Fue una reunión de muchos con decisión de pocos. Estaban, entre otros, Juan Gómez, Alberto Sierra, Tulio Gómez, Pilar Velilla y Diego Uribe. Botero esbozó con pulso firme los primeros trazos sobre un plano común y corriente de esa área, con indicaciones claras y precisas a todos, pero sobre todo a Diego Uribe, quien debía plasmar sobre el espacio físico lo que el artista a veces solo decía con las manos. Y siempre una mirada cómplice con Alberto Sierra, polo a tierra de esas ideas difíciles de ejecutar.
Hizo una ruta en línea recta desde la entrada principal del museo hasta la Avenida de Greiff, paralela al costado norte del Palacio de la Cultura. Sobre ese eje central dio instrucciones de construir una fuente, de la cual “yo mando luego el diseño”, y otra más pequeña que debía estar de frente y en el lado sur. Contó las distancias y marcó los puntos donde podrían ir las esculturas, que él mismo debía recoger en diferentes partes del mundo. Decidido eso, el resto era trabajo a montones.
Juan Gómez asumió el riesgo de demoler todo lo que se interponía entre el nuevo Museo de Antioquia y la Avenida de Greiff, y entre esta en su calzada norte y el Pasaje Calibío. Un riesgo enorme en lo político, en lo administrativo, en lo jurídico. Y se la jugó toda, pues se ordenó demoler también el edificio del Metro que no se había inaugurado. “Es mejor pedir perdón que pedir permiso”, dijo, y puso a toda su gente a trabajar a marcha forzada para la negociación y adquisición de los predios, los procesos jurídicos y administrativos, la destinación de los recursos, y la bendición por lo que serían los procesos disciplinarios en los años siguientes.
El grupo de Pilar Velilla juntó esfuerzos y voluntades para la recolección, transporte, nacionalización y legalización de todas las obras que serían parte de la donación Botero.
Tulio Gómez se puso al frente de la ejecución de lo que sería un sueño que no tuvo tiempo de ser soñado. Y Sierra cuidaba los detalles, ponía todo en su sitio, buscaba los colores, hacía que todo fuera del buen gusto que ya se empezaba a notar dentro del museo.
Entre los consultores que llegaron a la ciudad para dar su aporte esta-ba un arquitecto español, Carlos Baztán Lacasa, que al conocer el proyecto expuso una idea simple y conmovedora: pidió que, aparte del trazado central, no se hiciera ningún piso duro hasta que la gente marcara las rutas naturales, para lo cual sugirió que solo se pusiera grama mientras tanto. También se oyeron muchas discusiones sobre la naturaleza del espacio que se estaba creando, y fue Darío Ruiz el que puso en piedra a todos con el concepto de “plaza”, no parque, y la necesidad, por las obras que albergaría, de que toda la propuesta paisajística fuera de muy baja altura para conservar la visual desde todos sus ángulos.
Entretanto, los arquitectos, que ya habían recibido el encargo de ejecutar las obras civiles, propusieron unos diseños que nadie quiso considerar siquiera, y que comprendían una serie de escalones cuyo propósito era resolver el desnivel que había entre los extremos. Fue el arquitecto Carlos Julio Calle quien insistió en que se defendiera hasta lo imposible el espacio abierto, dejando que la pendiente se resolviera sola, como en la Avenida de Greiff, su vía paralela. Entre la concertación y la autoridad se resolvió el resto, se desocuparon los inmuebles, se demolieron día y noche, se fueron removiendo los escombros, y después de años, tanto el Palacio de la Cultura como el Palacio Municipal, ya convertido en Museo de Antioquia, reconquistaron la majestad con la que habían sido creados.
Diego Uribe interpretaba lo mejor que podía los deseos de Botero, pero también las realidades propias de la obra. De la revisión permanente de los diseños y las conversaciones con él surgió el número mágico: según las cuentas del artista, para llenar la nueva plaza se requerían veinticuatro esculturas. Se comprometió con dieciocho y pidió que pusieran allí las otras tres que había donado para el Parque San Antonio. Fue la primera pero no la única oposición respetuosa que recibió de casi todos. Se le expusieron miles de argumentos sobre la pertenencia que tenían los usuarios de ese espacio con sus obras y lo afrentoso que podía resultar para ellos despojarlos de tan valioso referente.
Él accedió, lo que implicaba que debía aumentar su donación si quería llenar todos los pedestales que había mandado levantar, veinticuatro en total, en uno de los cuales insistió que debía estar su obra Torso femenino, más conocida como “La Gorda”, ubicada en la entrada del Banco de la República. Todos contrariaron, con razón, al artista. Le dijeron: “maestro, esa es la única dirección que se saben todos los habitantes de Medellín”, y entre algunas risas el tema quedó así.
Construidos los pedestales y las dos rutas principales, con grama el resto y un incipiente paisajismo, el nuevo espacio, que ya se había denominado la Plaza Botero, esperó paciente a sus nuevos habitantes. Pero llegaron con síndrome de horario, pues cuando arribaron al Centro en los huacales, que parecían a su vez obras de arte, todos los responsables del proyecto estaban en un restaurante haciéndole un reconocimiento con mariachis a Botero.
A las 11:30 de la noche de ese día, cuando ya todos hacían cuenta de un merecido descanso y el fervor etílico cumplía sus propósitos, alguien dijo que habían llegado las esculturas a la Plaza Botero. El autor se puso de pie como un resorte, y lo que siguió fue una desbandada de carros hacia el Centro, donde en medio de una leve llovizna el artista ordenó cortar los huacales con sierras, o con lo que fuera, pues quería ver cómo habían llegado sus obras luego de las vicisitudes del viaje, ya que por el descomunal tamaño de la carga no hubo avión normalito que pudiera traerlas. Fue necesario conseguir un avión ruso, de esos que abren la puerta por la nariz, como único medio para traer completos a algunos de los habitantes de la nueva Plaza Botero.
Esa fue una celebración compartida con habitantes de la calle y transeúntes del sector, los mismos que días atrás protestaban por el desalojo de sus calles y que esa noche de mediados del año 2000 solo encontraban motivos de gratitud hacia ese gran personaje, a quien coreaban gamines y empresarios, prostitutas y dirigentes: “Botero, Botero, Botero”.
La inauguración oficial de la Plaza Botero tuvo lugar en 2002. En total fueron veintitrés las esculturas que trajo Fernando Botero a su ciudad, aparte de la cuantiosa donación que entregó al Museo de Antioquia. El resultado es un área abierta de siete mil metros cuadrados con veintitrés esculturas y un pedestal vacío que sirve de mesa de tintos y de juego: era el lugar privilegiado de “La Gorda”, que debió quedarse, a petición del respetable, dando la espalda al Banco de la República.