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¡Vamos a pelear!

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Fotografías y texto por LUCA ZANETT
Traducción de Julián Restrepo

El equipo de investigadores del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (Musef) y del Ministerio de Cultura de Bolivia, que me había invitado a unirme al Tinku de este año, canceló súbitamente los planes de viaje. Algunos están enfermos, otros no encontraron los fondos necesarios y el camarógrafo se rehúsa a viajar por la falta de garantías de seguridad. Del grupo original, el único que queda para emprender el viaje hacia el pueblo de Macha, a unos cuatrocientos kilómetros de La Paz, es Tito Burgoa. Tito es un ingeniero de minas retirado, devenido historiador con una difícil misión: quiere convencer a la Unesco de que el Tinku merece ser protegido e incluido en la lista del patrimonio cultural intangible del planeta.

Partimos el filo del amanecer en el servicio expreso que hace la ruta entre La Paz y Oruro, trepando trabajosamente hasta El Alto, ciudad en plena expansión, y tomando velocidad una vez alcanzada la altiplanicie a cuatro mil metros sobre el nivel el mar, haciendo muy pocas paradas en el camino.

Mientras Tito duerme, yo miro por la ventanilla a través de mis nuevas y elegantes gafas de sol. Puedo ver los 6439 metros de altura del Illimani, cuya cumbre nevada captura los primeros rayos luminosos de la mañana. El pico contrasta contra el paisaje árido y en apariencia interminable como si fuese un gigantesco pastel glaseado recién salido del horno.

Hay campesinos con sus familias cosechando papas que luego meten en costales y apilan junto a la carretera. La plácida contemplación de la condición humana a grandes alturas se ve abruptamente interrumpida cuando un tipo alto, enfundado en una nueva y flamante chaqueta de cuero, con cabello negro engominado y luciendo una gruesa cadena de oro, se levanta de su asiento y comienza a distribuir bolsitas de ginseng surcoreano, una por pasajero.

Comienza por captar la atención de su audiencia enumerando incontables dolencias, desde cáncer hasta falla renal, pasando por mal olor vaginal, todo lo cual será curado por las propiedades mágicas de su ginseng. El viaje continúa sin contratiempos hasta que una robusta mujer aimara de sombrero hongo, vestida con la tradicional pollera multicolor, se acerca al conductor y, créanlo o no, le da un puñetazo en la cara. Entonces se vuelve y nos grita, a los hombres, que somos una desgracia. Argumenta que no debería ser trabajo de una mujer golpear al conductor cuando este, en lugar de dirigirse directamente a Oruro, para todo el tiempo para hacerse un dinero adicional a expensas del precioso tiempo de sus pasajeros. Anonadado, el conductor hace el camino hasta Oruro sin quejarse y sin detenerse de nuevo. Tito, que abrió fugazmente los ojos, no se impresionó en absoluto con lo que sucedió, tampoco la mayoría de mis compañeros de viaje.

¿Cuál es la razón por la que estoy viajando hacia el Tinku? ¿Por qué quiero presenciar un festival en el que los habitantes de más de sesenta poblados descienden al pueblo de Macha para celebrar y derramar sangre? Reviso mis motivos y concluyo que la esperanza de hacer una buena crónica fotográfica desde la “ZONA DE PELIGRO” es mi mayor motivación. ¿Supera tus miedos, arriesga algo y llévate la recompensa suena como muy simple? Tal vez, pero muchos reporteros gráficos se han tomado esta máxima a pecho, y arriesgar la vida en el terreno ha valido la pena para sus carreras.

Las zonas de peligro no son complicadas de entender: estás en peligro, otra gente está en peligro, sobrevivir es lo que importa. La sociedad moderna, a la vez que delega el matar en otras personas, por ejemplo, en un soldado profesional, también delega la tarea de atestiguar lo que pasa en lugares peligrosos en fotógrafos profesionales, periodistas y camarógrafos. Mucha gente percibe la acción de reportar desde el terreno como un acto de valentía, y se cree que viene con un añadido de recompensas sociales y financieras. Estas zonas también atraen un montón de gente estúpida, pero eso no viene al caso, lo digo más para convencerme de que no pertenezco a esa categoría. Imagino que la gente que toma parte en el Tinku está sujeta a un fenómeno social parecido. Los hombres y mujeres que pelean lo hacen porque esperan que eso elevará su estatus y el de su comunidad. Pero esto está por comprobarse asistiendo al evento y observando cuidadosamente.

En Oruro cambiamos de bus y le decimos adiós al abatido conductor. En la terminal hago una última llamada a un profesor local de estudios culturales y le pido una evaluación objetiva de los peligros que involucra asistir al Tinku en Macha.

Me dice que debería ser seguro; nunca ha oído que hayan matado a un gringo en Macha (lo que sí ha sucedido, al parecer, en otras comunidades). Le pregunto si él ha estado alguna vez en el Tinku de Macha. De manera poco tranquilizadora, me confiesa que no.

No puedo decidirme y detesto las decisiones difíciles, pero tengo que resolver si me subo o no al siguiente bus con Tito. Unos minutos después estoy a bordo de mala gana, y trato de darme ánimo pensando en que el mundo nunca es tan malo como uno lo imagina, que el peligro es relativo, que podría morir en un accidente de carretera, que debe ser la mayor causa de muerte en Bolivia, a juzgar por la cantidad de restos de vehículos accidentados oxidándose a los lados del camino.

El viaje de Oruro hasta Macha dura cuatro horas. El bus va lleno de gente, animales y mercancías. La tripulación está formada por el conductor, su esposa, que lo nutre con un ocasional pedazo de pastel, y el joven mecánico de a bordo vestido con un overol azul, y encargado de verter agua en el sistema de enfriamiento del Volvo y manejar la puerta, que está dañada.

Tito ya está completamente despierto y hablador, lo interrogo acerca del Tinku, palabra que en quechua significa “encuentro de contrarios”: la gente que vive arriba en las montañas contra la que vive en los valles. En aimara significa “ataque físico”, una lucha ritualizada con un propósito, el derramamiento de sangre y las muertes que hacen parte de una antigua tradición.

Un Tinku en el que no hay una muerte, continúa Tito, es un mal presagio para la cosecha venidera; el derramar sangre es un compromiso espiritual con la Pachamama. El Tinku también es una manera de resolver disputas entre comunidades acerca de derechos sobre la tierra, entre individuos por una mujer o un hombre, o por vacas, ovejas y cabras. Para los hombres jóvenes es una oportunidad de demostrar fuerza y ganar respeto en su comunidad. Para las mujeres jóvenes es la ocasión de desplegar sus encantos y echarle el ojo a algún futuro esposo. Para los adolescentes es el equivalente a un rito de paso hacia la hombría.

En el cruce de caminos que lleva a Macha, dejamos la carretera pavimentada que va de Oruro a Potosí y seguimos por un camino destapado entre campos de sorgo amarillo que se mecen suavemente al viento, como la melena de un león.

El día llega a su fin mientras nos acercamos a Macha dejando una estela de polvo tras nosotros. El pueblito se ubica al pie de las colinas a 3500 metros de altura, al final de un valle donde se encuentran los ríos Caranca y Jatemayo. A la entrada del pueblo un arco saluda al visitante con el lema: Macha la capital del Tinku. La plaza central tiene una torre de iglesia blanca, unos cuantos hospedajes y comederos y no es mucho más grande que una cancha de fútbol.

Tito me deja en la parroquia del padre Cabezas donde se recomienda que se queden los forasteros. Mi cuerpo ansía una ducha y una cama. Un sacristán monosilábico me da un exagerado apretón de mano y me muestra el dormitorio vacío, al final de un jardín lleno de flores.

Dejo mi equipaje y salgo a dar una vuelta para ver los últimos rayos de sol y las primeras estrellas, y para respirar un poco de aire fresco, libre de polvo. De repente, un chivo sale de la nada y me ataca, me persigue escaleras arriba, en la ruta hacia los aposentos del padre Cabezas, y me acorrala en un rincón.

Pateo a la bestia entre los cuernos, pero esto la enfurece e insiste en su ataque. Apoyándose en sus patas traseras para cobrar impulso, me embiste a intervalos regulares. Estoy atrapado, aporreo la puerta y grito, pero nadie responde. ¿Cómo voy a bajar las escaleras y salvar los cincuenta metros hasta la habitación? Decido esperar y ver si el chivo se aburre. Pasan quince minutos, treinta minutos y sigue embistiendo sin pausa. No hay nadie por aquí a quien pedir ayuda; tengo frío y estoy cansado.

Ahora sí necesito superar mis miedos. En una movida desesperada salto sobre el chivo apoyándome en la baranda de las escaleras y corro hasta el dormitorio; él me persigue, pero solo puede golpearme una vez, en el trasero. Por fin entro al dormitorio y me las arreglo para cerrar la puerta, misma que el chivo se dedica a aporrear rítmicamente. ¿Y ahora qué?

Me pongo mi linterna minera, tomo un paquete de galletas saladas que pensaba dejar para la comida, abro la puerta un poco y se las doy al chivo, lo que me permite agarrarlo por los cuernos, alzarlo y arrastrarlo por el jardín hasta el alojamiento del sacristán. Una vez allí, le ruego al hombre que lo encierre, a lo que se niega argumentando que el animal, cuyo nombre es César, es inofensivo. Así que levanto a César, lo arrastro hasta la plaza y cierro rápidamente la puerta de hierro tras de mí.

El espíritu del Tinku parece haberse apoderado del pueblo, está en la gente y en los animales. No es solo ese chivo, los perros callejeros vagan por las calles en jaurías, con una mirada maligna en sus ojos, y se quedan viéndote de una manera muy inquietante.

Más tarde en la noche, incapaz de dormir, decido mudarme a un hospedaje al otro lado de la plaza; la idea de tener que superar mis miedos cada vez que salgo de la habitación es demasiado perturbadora.

El hospedaje, manejado por don Diógenes y su esposa, está casi vacío, he llegado con tres días de anticipación. El Tinku coincide con la Fiesta de la Cruz, el 3 de mayo, creando una fusión de creencias religiosas andinas y católicas. Llegué anticipadamente con la idea de poder visitar uno de los pueblos de los que vendrá la gente a Macha para la Fiesta de la Cruz y el Tinku, ver sus preparativos.

Tito me aconsejó llevar regalos: lapiceros, papel, borradores y pequeñas calculadoras para las escuelas, como una muestra de respeto, un medio para ganar aprecio y una manera de hacer amigos. Pero la visita nunca se materializó y todos estos regalos que había comprado en La Paz terminaron en manos de la policía que pedía algo a cambio de un poco de protección.

En el hospedaje el único otro huésped es Leo, un estadounidense alto, de ascendencia rusa, antiguo abogado convertido en viajero internacional. Alguien a quien podrías llamar un nómada moderno, pues ha viajado a todas partes y, cuando hablas con él, sientes que el mundo es verdaderamente el proverbial pañuelo en el que no queda ningún lugar por descubrir.

Conciliar el preciado sueño en los días precedentes al Tinku no es fácil, pues a cada rato la explosión de un cartucho de dinamita (el juego pirotécnico favorito de Bolivia) te hace saltar de la cama.

Durante los días siguientes el hospedaje de don Diógenes se llena de antropólogos, etnólogos, sociólogos, y musicólogos. Gente que estudia el significado del Tinku en cada uno de sus aspectos y busca pistas acerca de sus orígenes. Parecen estar de acuerdo en que el Tinku tiene sus raíces en la necesidad del Imperio inca de contar con los mejores soldados durante su fase de expansión. Los reclutadores organizaban combates en lugares como Macha para escoger a los hombres más fuertes y ofrecerles un trabajo como soldados. Marianne, una antropóloga francesa con quien pasé una tarde tomando cerveza, no está directamente interesada en el Tinku, trabaja en un artículo titulado “Alcoholismo y metamorfosis en los Andes”.

Algunos de estos científicos sociales parecen decepcionados al no encontrar lo que imaginaban y para lo que se habían preparado. Marianne bromea citando el caso clásico de “efecto del observador”, en física, la perturbación que introduce en un sistema observado el acto mismo de observarlo. Ahora ocurre en las ciencias sociales: “Con tanto extranjero observando el Tinku, seguro que lo estamos cambiando”.

En la tarde del 2 de mayo, José Luis Peláez, el pasante de Macha (la persona que traerá la cruz a la iglesia el 3 de mayo), convoca a una reunión de huéspedes invitados en la cima de una colina que domina el pueblo. Allí ofrece chicha (hecha de centeno y hojas de coca para mascar). La gente va vestida con los coloridos atuendos tradicionales; las mujeres llevan sombreros hongo adornados con flores de plástico y los hombres llevan cascos que imitan los de los conquistadores españoles. Suena una melancólica música andina interpretada con charango y flauta mientras los invitados danzan en círculo y cantan. Las únicas palabras que entiendo son: vamos a pelear, vamos a pelear, el resto de los cánticos están en quechua o aimara, tristemente fuera de mi alcance.

Luego de una hora, un energizado grupo desciende de la colina formando un feroz pelotón digno de ver. Sigo a José Luis Peláez a su casa, donde la fiesta continúa; hay más chicha y hojas de coca circulando junto con unos envases de cinco litros cuyas etiquetas dicen: 96 por ciento alcohol puro potable.

Luego, aquella misma tarde, estoy invitado con los representantes de otras comunidades, cerca de cuarenta personas, a una charla sobre del origen del Tinku dictada por Tito en la parroquia. Para mi gran alivio, César por fin ha sido encadenado a un poste.

Resulta que la reunión es acerca de dinero, sobre cuánto tiene uno que pagar para grabar video o tomar fotos, y acerca de la imagen negativa que dejaron anteriores reportajes de televisión que, presuntamente, han retratado al Tinku como una salvajada.

El regateo está entre un máximo de doscientos dólares para equipos de video y cincuenta para cámara fotográficas, y un mínimo de diez bolivianos (1,3 dólares), suma propuesta por un guía turístico que había llegado con ocho extranjeros y que se quejaba de que las tarifas deberían comunicarse de antemano. El espacio de negociación es tan amplio como difícil.

La decisión es unánime por parte de las autoridades comunales: no se permite a nadie tomar ninguna imagen. No pude entender cómo se redactó el decreto, pero Tito me aclaró que la esencia era que cualquiera que fuese sorprendido haciéndolo se llevaría una paliza y sería expulsado del pueblo. Amenaza suficiente para hacer que cualquier persona sensata deje la cámara en el hospedaje. Por cierto, menciono esto en aras de la claridad: la mayoría de los forasteros, incluyendo a bolivianos de otras partes del país, somos visitantes notoriamente indeseables para la población local y los demás participantes en el Tinku. No deseados pero tolerados, supongo que por los ingresos extras que generamos. Cada vez que mis ojos se encontraban con los de un hombre o una mujer de la localidad tenía la impresión de que me estaban retando a pelear, y solo un poco menos cuando me cruzaba con viejecitas. Créanlo o no, en una ocasión una mujer de mediana edad, ya borracha (y que acababa de salir del ring de lucha, por así decirlo), me agarró por los testículos y los apretó durísimo. Después de esto, me asocié con Leo con la solemne promesa de que cuidaríamos el uno del otro. Con el tiempo, uno aprende a no mirar a nadie a los ojos. Mirar directo a los ojos a alguien es como tratar de escrutar en su alma, una intromisión nada bienvenida en estas partes del mundo.

Con la noticia de que tomar fotos ha sido prohibido siento un súbito alivio y me voy derecho a la cama a buscar un poco del sueño. Más tarde, Leo me despierta con la noticia de que las autoridades locales han dado un giro y han expedido permisos para tomar fotos por veinte dólares. Pago de mala gana, no debido a reparos éticos o por lo del dinero, sino porque el permiso hace que la perspectiva de confrontar gente cámara en mano se vuelva más real. Si detestan una simple mirada, ¿cómo van a reaccionar cuando los enfoque con un lente?

Lo siguiente es una larga noche sin dormir. En la mañana, aún exhausto de preocupación, asumo una visión fatalista de la vida y decido salir, cámara en mano. Junto a la torre de iglesia la policía ha instalado su cuartel general, treinta agentes venidos desde Potosí están a cargo de controlar la multitud y evitar heridas graves y muertes.

Como último recurso para dispersar la turba han traído armas antidisturbios para lanzar gas lacrimógeno. La plaza está en plena ebullición y más grupos de pobladores llegan al ritmo del charango y la flauta, vamos a pelear, golpeando rítmicamente el suelo con los pies y levantando pequeñas nubes de polvo que le dan al espectáculo un aire de ancestral beligerancia.

Habiendo pagado la tarifa de veinte dólares por mi permiso para portar cámara y habiendo recibido la acreditación con el sello de la autoridad de Macha, decido, junto con Leo, mantenerme cerca de la policía. Hay peleas colectivas e individuales por todas partes en la plaza. Las reglas de este año para los enfrentamientos dicen que arrojar piedras está prohibido y que no se permiten más de cuatro personas peleando al mismo tiempo. La primera de estas normas, hasta donde pude ver, era respetada; la segunda no se acataba en absoluto. Vi grupos numerosos, de veinte o más personas, atacándose entre sí.

¿Estos enfrentamientos están ritualizados siguiendo una serie de reglas para el combate, tal como sostiene Tito? ¿O son peleas salvajes motivadas por la sed de sangre? La línea divisoria entre estas dos categorías es ciertamente delgada. Algunos de los hombres que fotografié desafiaban a adversarios más o menos de su misma edad y tamaño, comenzaban la lucha con un apretón de manos y la terminaban con un abrazo. A otros los capté corriendo entre la multitud y golpeando a cualquiera que hubiera en su camino, incluyendo policías.

Un joven boliviano que asiste a su tercer Tinku, venido desde Buenos Aires, Argentina, para estar con sus parientes, luchar por su comunidad y encontrar esposa, opina, a pesar de su nariz sangrante, que el Tinku es, simplemente, una gran fiesta. Mientras se lanzan golpes, se rompen dedos y narices, y los dientes vuelan por los aires, un fascinado público de ambos sexos y todas las edades aplaude y grita en frenético crescendo.

Quienes ya han peleado tratan de convencer a otros de su comunidad de que también lo hagan, por honor y prestigio. Algunas mujeres que incitan a sus maridos a pelear están atareadas curando sus heridas, y otras incluso luchan entre ellas, igual que los hombres.

La policía, poca y mal equipada, solo interviene para separar peleas cuando ven que alguien ha caído y está siendo pateado en la cabeza por su adversario. La mayoría de los miembros de la comunidad internacional han optado por la única cosa sensata por hacer, esto es, ponerse cómodos en el balcón del hospedaje de don Diógenes con una cerveza fría en la mano.

La lucha vino y se fue, así como la marea sube y baja: fuerte en la mañana, algo menos bajo el sol implacable del mediodía y en ascenso de nuevo hacia el atardecer.

Por la noche es posible encontrar a muchos de los hombres dormidos en las esquinas, algunos se vomitaron y se orinaron en los pantalones.

Al final de la tarde de mi quinto día en Macha, encontré quién me llevara a Cochabamba en compañía de una estudiante de sociología de Berkeley, hija de inmigrantes filipinos en los Estados Unidos, y sus dos hijos. Un agradable viaje de nueve horas. Conversamos acerca de nuestro voyerismo, disfrazado tras la apariencia de nuestras profesiones, y acerca de la fascinación por el peligro; también especulamos sobre cuánto les tomaría a los miembros de la comunidad internacional verse envueltos en la pelea.

En los días siguientes supe que no ha habido muertes en años recientes en el Tinku. De acuerdo con Tito, esto significa que no ha habido Tinku en absoluto y que la cosecha del próximo año será mala. Dudo que Tito, o alguien más, pueda jamás convencer a un panel de funcionarios de la Unesco de incluir al Tinku en la lista del patrimonio cultural intangible de la humanidad

Etiquetas: Bolivia , Julián Restrepo , Luca Zanetti , Museo Nacional de Etnografía y Folklore

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