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Las líneas caprichosas de los mapas tienen poderes que pueden resultar trágicos. Cúcuta y el Catatumbo han sufrido por años la maldición de los negocios, los escondites y las miserias que deja la gresca entre Colombia y Venezuela. Ahora que están en boga las guerras fronterizas dejamos una crónica de los horrores de esa franja en disputa.


Los sonidos de las bestias

—

Fotografías y texto por ANDREA ALDANA

 

Llevamos un par de horas juntas, ya entramos en confianza. Estamos sentadas sobre el tronco de un árbol en el suelo y de pronto me pregunta si lo quiero ver. No respondo, no sé si quiero. Entonces decide por las dos. Se levanta, se manda la mano a la pretina del pantalón que es donde tiene su celular, lo toma y pone a rodar el video que registra la muerte de Digno Emérito Buendía, un campesino al que todos llamaban Avelino. Leidy guarda el video estrictamente para probar cómo resuelven algunos militares las disputas con el campesinado, pero, luego de dar play y extenderme el celular, se aleja casi corriendo hasta un punto en el que no puede escuchar ni ver mis reacciones. La observo con curiosidad. Dos segundos atrás alcancé a ver las lágrimas que amenazaban con salir. Entiendo: no puede ver a don Ave morir otra vez. Digno Emérito murió rápido y de un solo balazo. Siete meses después, Leidy sigue quebrándose al mencionar que era casi un padre para ella.

“¡No se vaya, viejo! ¡No se me vaya!”, veo a Leidy gritar desesperada, enloquecida, mientras se tira al suelo de rodillas y trata de coger el cuerpo caído de don Ave. “No se me vaya, viejo”, repite, pero don Avelino se va. El video en el que veo a Leidy destruida también registra el asesinato de don Ave por un disparo en el mentón. “No me deje, viejo, no me deje”, suplica absorta al cuerpo entre sus brazos. Las balas siguen sonando, ella no reacciona, alguien la sacude por los hombros: “¡Leidy, el viejo ya murió!”. A Digno Emérito Buendía lo mataron el 18 de mayo de 2020. Le dispararon en medio de un operativo de erradicación forzada a cargo de tropas de la Brigada 30 de la Segunda División del Ejército. En el video se ve a los soldados discutir con los campesinos —uniformados con fusiles discutiendo con civiles—, de pronto suenan disparos, la gente corre y Digno Emérito cae.

“¡Leidy, el viejo ya murió!”.

La sacan a rastras del escenario, ella forcejea, no quiere abandonar el cuerpo, pero los disparos continúan. Alguien toma a Leidy con fuerza y parece arrojarla hacia una zanja. La cámara se agita, registra tierra, botas, matorrales, y vuelve a aparecer ella en pantalla: desde un improvisado refugio y mirando hacia el cadáver de quien fue casi su padre, Leidy Díaz, líder de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat), rompe a llorar. Digno Emérito murió casi al instante y ese día —y varias noches después— toda la vereda Vigilancia lo lloró.

El homicidio de Digno Emérito Buendía ocurrió cuando estaban en un asentamiento campesino que se levantó para proteger los cultivos de coca, la única economía sostenible que hay en Vigilancia, una vereda en la frontera con Venezuela en el corregimiento Banco de Arena, zona rural de Cúcuta, lugar en el que solo hay caminos de tierra y maleza, casas de bahareque, grupos armados ilegales y ninguna inversión social. Casi dos meses antes, el 26 de marzo de 2020, un día después de que el gobierno ordenara la cuarentena nacional por la covid-19, y durante otro operativo de erradicación forzada, el muerto fue Alejandro Carvajal, un joven que recibió un balazo por la espalda que le atravesó el pecho mientras estaba sentado en su hamaca en otro asentamiento campesino en Sardinata, municipio de la región del Catatumbo a solo dos horas en carro desde Vigilancia. Y esta vez la bala homicida salió de un fusil de hombres del Batallón de Operaciones Terrestres Nº 9 que hace parte de la Fuerza de Tarea Vulcano, adscrita también a la Segunda División del Ejército.

La erradicación cargándose vidas. Operativos que generan tensión en quien siembra la mata de coca pero ni cosquillas en quien la procesa, la cristaliza y se lucra de la cocaína. El 28 de octubre de 2021 se presentó otro incidente en medio de un operativo contra la gente que cultiva: el general Omar Sepúlveda, comandante de la Segunda División del Ejército, denunció en La W Radio que 180 de sus soldados estaban “secuestrados por parte de la comunidad de cocaleros” en la vereda Chiquinquirá, del municipio Tibú. El militar dijo que la instrucción a sus hombres era “cabal respeto por los derechos humanos” y agregó que “hace unos años hubo enfrentamientos y desafortunadamente hubo personas lesionadas de parte y parte”. Pero el general no aclaró que solo llevaban año y medio de haber ocurrido, que más que lesiones hubo homicidios —ya dirán los jueces si culposos, dolosos o preterintencionales— y que los muertos solo pertenecían a la comunidad. Los casos de Digno Emérito Buendía y Alejandro Carvajal siguen siendo “materia de investigación” de poco avance. Leidy sigue llorando su pérdida. ¿Quién lleva el conteo de estos muertos que deja la lucha contra las drogas?

Nos juntamos y empezamos a caminar otra vez. Leidy se interna en una montaña y yo la sigo mientras asciende la cuesta. De pronto se detiene, revisa el estado de los arbustos de coca que nos rodean y después se gira para señalar hacia una casa en una loma cercana.

—Mire, la masacre fue allá, pero eso ya es Totumito.

Es el lugar donde, el 18 de julio de 2020, un grupo armado masacró con sevicia a seis campesinos —entre ellos varios migrantes venezolanos— que trabajaban en una finca llamada El Limonar. Me estremezco mirando el “paisaje”.

—¿Y qué hizo la gente?

—¿Qué íbamos a hacer? Al otro día todo el mundo abandonó la vereda. Esto quedó soooolo.

Los muertos terminaron siendo ocho porque los paramilitares autodenominados Los Rastrojos —que es a quienes las autoridades sindican como autores de la masacre— ese mismo día retuvieron a dos campesinos de Vigilancia y los arrastraron hacia Totumito-Carbonera, vereda limítrofe pero que ya hace parte del municipio Tibú. Y entre estas dos víctimas estaba Ernesto Aguilar Barreras, integrante de la Junta de Acción Comunal de Vigilancia y del Comité Veredal de Ascamcat, a quien torturaron, mutilaron y asesinaron como en la vieja época paramilitar. Según la Defensoría del Pueblo, después de este crimen, fueron 414 las personas que abandonaron estas veredas.

—Leidy, pero los están matando. No solo tienen al Ejército encima, ahora también están en medio de una guerra entre el ELN y Los Rastrojos. ¿Por qué siguen acá?

—Porque no tenemos más pa dónde ir.

—¿Y de verdad no hay forma de cambiar el cultivo? No sé, de verdad no sé, ¿pero no pueden intentar otra cosa?

—Mija, ¿pero qué? ¿Intentar qué? No podemos. Nosotros no queremos sembrarla, pero mija, erradicar una mata coca es quitar un plato de comida de la mesa. No podemos sobrevivir de otra forma, no es verdad que podamos, no tenemos cómo y ni siquiera nos quieren meter en el PNIS.

—¿Ustedes no están en el programa de sustitución?

—No, el gobierno no ha querido. Vea, vea toda esta cantidad de cultivo, y así nos dicen que Cúcuta no es municipio priorizado.

Y aunque haya coca para cualquier lado que se mire y la vereda colinde con Tibú, municipio que concentra 19 334 hectáreas sembradas, el trece por ciento del total del cultivo de coca en Colombia, es verdad que Vigilancia no hace parte de los municipios priorizados en el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), que se creó luego de la firma del acuerdo de paz con las Farc.

Leidy sigue avanzando, yo me detengo porque veo que de la montaña descienden hombres y mujeres con enormes bultos sobre la espalda. Los costales que cargan están llenos de hoja de coca recién raspada. Una pareja, agotada por el peso, suelta los costales en el suelo para darse un respiro y descansar justo donde estoy parada. Están a pocos pasos. Me acerco e intento un diálogo. La chica es venezolana, el joven colombiano, y con esta introducción aprovecho para preguntarle a ella si son muchos los venezolanos que se están viniendo a “raspar coca” en Colombia.

—Chama, sí. Somos muchos, pero es que la cosa está dura en Venezuela.

—¿Y acá no les parece dura?

—Sí, pue, la cosa también está dura acá. Muchos no volvieron después de que mataron a todos los que estaban allí en Totumito. Casi todos eran venezolanos.

—Pero eso fue aquí al lado.

—Sí.

—¿Y no te da miedo? Hasta yo me asusté de estar acá cuando me contaron.

—Sí, pero esto no se hace por gusto, se hace por hambre.

—¿Cuánto llevás ahí?

—Tres arrobas y algo.

—No sé cuánto pesa una arroba.

—Casi trece kilos.

—¿Y cuánto te pagan por la arroba?

—Nueve mil pesos.

—Eso es muy poquito, ¿no?

—Imagine, y aquí es de los sitios que mejor pagan.

—¿Hacés varios viajes?

—Solo me alcanza para dos.

Después me explica, no se refiere a que no le alcance la fuerza o el tiempo sino a la demanda de trabajo cocalero que causa la miseria. Entre colombianos y migrantes venezolanos casi deben disputarse una hectárea de coca para raspar. Cosechan la hoja, la encostalan, se echan el bulto al hombro y empiezan a recorrer un camino de ascenso y descenso de montaña que dura más de una hora —contando los descansos— hasta que llegan al “chongo”, que es el sitio donde descargan, les pesan y les pagan lo recolectado; un rancho de madera en el que también se mezcla la hoja para obtener la pasta de coca. Y cuando emprenden el camino de regreso para el siguiente “viajao”, la hectárea ya está casi toda cosechada por otras manos que también lo necesitan.

“Aquí es de los sitios que mejor pagan”, dijo, y eso me causa curiosidad. Pagan a nueve mil pesos la arroba de hoja de coca que en 2019 pagaban a seis mil, y el kilo de “pasta base” que valía un millón ochocientos a finales de 2018, hoy vale tres millones; está boyante el negocio. Leidy ya va muy adelante y yo me estoy quedando muy atrás, entonces me despido pero antes quiero saber si todavía hay gente recolectando.

—¿Hay más gente arriba o ya bajaron todos?

—No, allá quedaron más.

—¿Son muchos?

—Como doce o quince. Muchos venezolanos.

—¿Y siguen raspando?

—Están esperando que les van a llevar el almuerzo.

—¿Viven acá?

—Los que pueden, pue, los que pueden sí, otros se cruzan para trabajar y luego se regresan a Venezuela por la tarde.

—¿Cruzan por las trochas?

—Sí. Ay, pero esas trochas son otro cuento.

El cuento me lo sé porque conozco lo que pasa en esas trochas: extorsiones, golpizas, secuestros, descuartizamientos, abusos sexuales, desapariciones y asesinatos que sufren migrantes y locales en estos pasos fronterizos ilegales son controlados por el crimen. Me despido de la pareja y mientras asciendo de nuevo por la montaña en busca de Leidy, pienso en el infierno en el que se ha convertido esta parte de la frontera; pienso también en Carlos, un inmigrante venezolano con el que hablé dos días atrás; y pienso en los criminales, quienes precisamente parecen tener oficina de trabajo en esas trochas. Hay más de un centenar de estas desde Tibú hasta Cúcuta y su área metropolitana, y en alguna han de estar —enterrados o en un río— los restos de Andrés, el hermano de Carlos, desaparecido hace más de dos años.

***

Cúcuta es un territorio de tránsito. Lo sé. Buena parte de los venezolanos que huyen de su país ingresan a Colombia por Cúcuta, se quedan un par de días en la ciudad, hacen algo de dinero y luego siguen a otras ciudades o países. Por eso, un tanto cínica y para evadir la historia que me está contando —no soporto la crueldad del relato— pregunto a Carlos hasta cuándo se va a quedar. Ha buscado el rastro de su hermano desde que desapareció en una trocha. Sabe que lo retuvieron los paramilitares. Sabe cuál es la trocha en la que lo vieron por última vez. Y sabe que no está vivo: un testigo le contó que tiraron a su hermano y a un amigo de su hermano contra el suelo, que los sujetaron entre varios y que le cortaron una oreja al primero y le cercenaron un brazo al segundo a punta de machetazos, “y cuando empiezan a picar la gente así, uno ya sabe que la van a matar”, le dijo. Sabe también que no lo va a encontrar, la última vez que se acercó a las trochas a preguntar por él le advirtieron bajo pena de muerte que no buscara más.

—¿Y tu mamá, Carlos? Ella también cruzó con ustedes a Colombia, cruzaron los tres, ¿no? ¿Cómo está ella?

—No, mi hermano se vino a Colombia primero, luego vinimos mi mamá y yo.

—¿Y cómo está ella?

—No aguantó más. Se estaba volviendo loca y se tuvo que ir. Se fue pa Cali.

—¿Y qué te dice?

—Que me vaya pa allá, pa donde ella.

—¿Está asustada?

—Claro, doña, si no quiere que me hagan lo mismo, dice que si sigo buscando me van a picar a mí también.

—¿Y a vos no te asusta?

—Pues sí, pero no soy capaz de dejarlo solo.

—Carlos, pero vos mismo decís que no lo vas a encontrar, ¿por qué no te vas para Ca…?

—Yo sé que mi hermano está muerto. Pero si está vivo, que aparezca, y si está muerto, necesito que aparezca también. Yo tengo que encontrarlo.

—¿Hasta cuándo te vas a quedar en Cúcuta?

—No sé. Yo necesito enterrarlo.

—¿Entonces sí creés que va a aparecer?

—Completo no. Pero yo tengo que encontrar la forma de que mi mamá vuelva a ser la misma, está como ida. Yo tengo que encontrar de él aunque sea un brazo.

Carlos suelta esa última frase y una descarga eléctrica se me desliza por la médula. No alcanzo a disimular el sacudón involuntario que me provoca. Sigue hablando y yo ya no escucho. Imagino los restos de un brazo extraviado, los restos del desaparecido, de pronto anclados en alguna zanja o dentro de una fosa tan común por esas trochas. Y todavía mirando a Carlos a los ojos, recuerdo la idea que enunció el poeta Paul Valéry: “Lo más profundo es la piel”. ¿Pero qué es la piel cuando se corta de un tajo? Cuando se rompe, se mutila. Cuando no es metáfora sino lo que mantiene el todo unido.

Los agentes de Migración en Colombia se llevaron a su hermano y a tres compañeros más el 18 de agosto de 2018, cuando trabajaban limpiando vidrios de carros en una esquina cucuteña. Les hicieron redada, los montaron en un camión, los llevaron a la frontera, los deportaron. Y para volver al territorio colombiano, los jóvenes no tuvieron otra alternativa que regresar por una trocha. En la mitad del camino los retuvieron, los extorsionaron, los golpearon, los torturaron y de los cuatro, solo dos salieron vivos, fueron estos quienes dieron testimonio a Carlos de lo que ocurrió con su hermano. Antes de desaparecer, Andrés hizo una última llamada.

—Llamó a la noviecita, le dijo que esas personas estaban pidiendo ochocientos mil pesos para liberarlo.

—¿Esas personas?

—Sí, los de las trochas. No pudimos reunir todo eso pero sí reunimos quinientos mil.

—¿Y qué pasó? ¿Los llevaron?

—Sí. Yo me fui con la novia de mi hermano para la trocha a llevar la plata, pero cuando llegamos nos la quitaron y luego nos dijeron que él no estaba allá, que nos fuéramos.

Pero sí estaba, o eso asegura Carlos, porque reconoció la gorra y el reloj que ostentaba el trochero que les quitó el dinero: eran de su hermano. Intentó reclamar hasta que unos hombres armados asomaron entre los matorrales. Su cuñada, que estaba embarazada, sintió terror y le clavó las uñas en el antebrazo, él enmudeció. A la ansiedad y al dolor les ganó el susto, entonces se marcharon.

Tiempo después recibí los videos de dos crímenes que también ocurrieron en esas trochas. En uno se ve a un tipo con un fusil M16 parado y apuntando hacia la cabeza de un joven que está en cuclillas mientras ruega —llora— que no lo maten. Ni un metro de distancia separa al verdugo de la víctima. Y mientras apunta al muchacho, pronuncia una frase imprimiéndole musicalidad: “Por esta… Por esta… ¿Por qué? Por estafador”. El que graba tararea algún ritmo tras el celular, el que acaba de volarle la cabeza a otro en pedazos se devuelve cantando una canción que desconozco.

En el segundo video se ve un grupo de personas que, machete en mano, descuartizan a cuatro muchachos con el sonido de unos vallenatos de fondo. No se logra ver a los agresores porque todo el tiempo enfocan a las víctimas. Y mientras la cámara hace un paneo sobre el escenario, alguien, intentando imitar el ritmo vallenato, canta: “Estos son cuaaaatro mueeeertos”. Quien graba hace un plano detalle sobre tres cabezas que están apiladas en el suelo y luego pasa a otro cuerpo que está decapitado, entonces se detiene. Otra voz dice: “Ah, esta gonorrea todavía está completo”. Al fondo suena lo que parece ser una motosierra, alguien sube el volumen a la música vallenata. Los sonidos de las bestias.

Carlos no se llama así pero no voy a exponer su identidad. ¿Quiénes son sus verdugos? ¿Quiénes son todos estos verdugos? No lo sé. Hay tantos grupos armados en la frontera —desde Tibú hasta Cúcuta— que pocas veces se sabe con certeza quiénes son los autores de un crimen y cuando se sabe es porque los criminales quieren que se sepa. En un audio que recibo después y que alguien de las trochas le hizo llegar a una de mis fuentes, se oye a una persona decir que a los hombres de los videos los mataron porque “parece que estaban pasando gente por las trochas” durante la pandemia y que “Bernal” ya había ordenado que nadie más pasaba. ¿Pero y quién carajos era Bernal?

***

Es imposible entender la violencia en la frontera viéndola como algo que no sea un conjunto: si se desconoce qué pasa en Tibú, no se entiende Cúcuta. Si no se está al tanto de los movimientos de orden público que ocurren en el corregimiento Banco de Arena, no es posible entender Tibú. Si se ignora la dinámica violenta de Cúcuta, Banco de Arena es incomprensible.

Y no hay posibilidad de entender cualquiera de las anteriores si se descartan del escenario a las fuerzas de seguridad venezolanas que obedecen a Freddy Bernal, el “protector del Táchira” —cargo que le dio a dedo Nicolás Maduro a esta joyita—, un expolicía que comandó el temido Ceta, grupo de operaciones especiales de la policía cuestionado por el terror de sus operativos. Hombre al que, además, acusan de estar vinculado con la creación de los Colectivos Bolivarianos y que en 2011 fue incluido en la Lista Clinton o Kingpin por haber “facilitado la venta de armas entre el gobierno venezolano y las Farc”, y por presuntas conexiones con el narcotráfico junto a esta guerrilla. Algo así como nuestro general colombiano Mauricio Santoyo, pero libre, con poder, haciendo campaña y recién electo como gobernador de Táchira.

La línea imaginaria que separa a Colombia de Venezuela, y que soporta la mayor carga de violencia en esta frontera, la delimitan el Zulia y Táchira por el lado venezolano y los municipios de Tibú, Cúcuta y Puerto Santander, por el lado colombiano. La vereda Totumito-Carbonera de Tibú limita al sur con la vereda Vigilancia del corregimiento Banco de Arena, zona rural de Puerto Santander. Y desde Puerto Santander —municipio del área metropolitana de Cúcuta— se llega al casco urbano de la ciudad en hora y media en carro. Estos tres municipios concentran la mayor “calentura” en cuanto a orden público y los kilómetros que los unen siempre están en disputa por los grupos armados.

Voy a intentar explicar. Luego de la desmovilización del Frente Fronteras y el Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), entre 2005 y 2006, la zona metropolitana de Cúcuta se la disputaron dos grupos: Rastrojos y Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC). El enfrentamiento más violento se dio de 2015 a 2017 y, con aparente ayuda de autoridades venezolanas y acuerdos clandestinos sobre el narcotráfico, Los Rastrojos salieron victoriosos y dominaron las zonas fronterizas aledañas a los tres puentes internacionales: Cúcuta, Villa del Rosario y Puerto Santander, y entre este último municipio y Boca de Grita, poblado venezolano colindante, instalaron su base de operaciones.

Los Rastrojos no se metieron a Tibú por el desgaste y porque allá había dos poderes a enfrentar: la guerrilla del ELN y el reducto del EPL al que la gente empezó a llamar Los Pelusos. Se quedaron en esos tres territorios y para garantizar su dominio elevaron el nivel de violencia a lado y lado de la frontera.

Pero el reinado criminal no les duró. Luego de la salida de las Farc del escenario bélico, en 2017, comenzó a gestarse una nueva guerra, una tripartita: por un lado estaba el ELN, que —fortalecido— anunció una disputa por el área metropolitana de Cúcuta dominada por Los Rastrojos, y casi al mismo tiempo inició enfrentamientos con el EPL pero por el dominio territorial del Catatumbo. Luego estaba el EPL, que —viendo que perdía la guerra contra el ELN— tuvo una división interna y parte de sus integrantes se fueron a buscar apoyo de Los Rastrojos. Y al final estaban Los Rastrojos, que no vieron venir una suerte de traición en sus acuerdos con la guardia venezolana la cual había trabado una nueva alianza con el ELN para perseguirlos.

En 2018 la disputa por estas zonas estaba en un plano de todos contra todos, así que la cosa se iba a calentar. La Defensoría del Pueblo alertó de la violencia que se aproximaba y, por si esto fuera poco, antes de terminar el año, otra voz cantó en Tibú: una disidencia del Frente 33 de las Farc anunció que se rearmaba por los incumplimientos del Estado frente al acuerdo de paz.

Para 2019, la frontera colombo-venezolana de Norte de Santander ya estaba en candela. El ELN reclamó al EPL por la alianza con Los Rastrojos e iniciaron un combate brutal que confinó, desplazó y sometió a paros armados a buena parte de la población del Catatumbo. Y mientras sostenían esta guerra, los elenos seguían avanzando hacia el área metropolitana de Cúcuta (principalmente Villa del Rosario y Puerto Santander) en alianza con autoridades venezolanas para acabar con Los Rastrojos: las fuerzas de seguridad de Venezuela los capturaba desde la legalidad y desde la ilegalidad el ELN los combatía entre trochas y veredas. El EPL también casó otra disputa: la jefatura de su Frente Libardo Mora Toro no estaba de acuerdo con el sector díscolo que se fue a trabar alianza con los paramilitares y entonces los llamó al orden. Pero desobedecieron e inició la purga: muerte a todo el que ignorara directrices e insistiera en seguir aliado con Los Rastrojos. Se diezmaron a sí mismos y entre los muertos quedó hasta el comandante “peluso” que lideró la división interna, Jesús Serrano Clavijo, alias Grillo.

Esta triple guerra (ELN vs. EPL, Rastrojos vs. Fuerzas de seguridad venezolanas y ELN, EPL vs. EPL) se extendió hasta 2020 y la padeció en su mayoría el campesinado inerme de Banco de Arena, Tibú y otros municipios de la región Catatumbo como Teorama. La población civil quedó en la mitad y ha sido víctima de persecución, asesinato selectivo, desaparición forzada, descuartizamiento, masacres, desplazamiento forzado y, sobre todo, falsos señalamientos como el de ser informante o colaborador de un bando o de la fuerza pública, drama que especialmente padecen los migrantes, quienes se volvieron blanco de asesinatos mayoritariamente en Cúcuta y Tibú.

Todos estos enfrentamientos ocurrían con el conocimiento de las autoridades y nadie parecía presto a resolver la situación. El conflicto solo empeoró. Y mientras esos actores combatían, la disidencia del Frente 33 creció a paso firme sobre todo en Tibú. Pero a finales de 2019, un nuevo actor apareció para subirle grados a esta calentura: el Comando Danilo García de la Segunda Marquetalia, otra disidencia de las Farc.

La Defensoría del Pueblo lanzó las alertas, avisos que el gobierno poco escucha, y en la número 050 del 26 de noviembre de 2020 previó la tensión que se puede dar entre las disidencias del Frente 33 Mariscal Antonio José de Sucre y el Comando Danilo García de la Segunda Marquetalia. Pero también advirtió de un posible enfrentamiento entre el Frente 33 y el ELN. ¿Motivo? Control territorial, ambición por ser el macho dominante de este conflicto en la frontera.

Ante este enfrentamiento que anticipó la Defensoría, en diciembre de 2020 se podría haber dicho que era tan grande la expansión del ELN en la frontera —el cual no solo estaba en territorio colombiano— que era poco previsible su derrota. Pero en enero de 2021 se confirmó un rumor que ya venían oyendo los campesinos: “Las AGC volvieron al territorio”. Cuando se vieron menguados, Los Rastrojos buscaron respaldo en este grupo paramilitar, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, que tiene clara una máxima: donde hay negocios, no hay enemigos. Aunque en el pasado fueron derrotados, ahora acudían a auxiliar al viejo contrincante. Y el 29 de enero se anunciaron repitiendo una masacre. Otra vez en Totumito-Carbonera, la vereda de Tibú que colinda con Vigilancia, un grupo de hombres armados que se identificó como AGC disparó a matar contra los trabajadores de una finca, tres de ellos murieron y al menos seis se salvaron porque alcanzaron a correr y esconderse entre las montañas. El ataque fue indiscriminado y una vez más generó terror en los habitantes. La Defensoría del Pueblo rechazó el asesinato de estos campesinos y denunció que esta masacre generó el desplazamiento forzado de cuatrocientas personas de ochenta familias.

Y aunque en todo este recuento solo se mencionan grupos ilegales, no se puede descartar a la fuerza pública colombiana. Dos años atrás de esta nueva masacre en Totumito, y antes de que empezara la guerra frontal entre el ELN y el EPL, una reunión se llevó a cabo el 26 de enero de 2019 en la sede de la Brigada 30 del Ejército, en Cúcuta. Y a ella asistieron quienes entonces eran los comandantes de la Segunda División, la Brigada 30, la Fuerza de Tarea Vulcano y más de una decena de oficiales. La información la reveló la revista Semana en agosto de ese año y también denunció que en ese encuentro “supuestamente hablaron de alianzas del Ejército y grupos criminales para combatir al ELN”. Ahí fue donde el brigadier general Diego Villegas, comandante en ese momento de la Fuerza de Tarea Vulcano, investigado por ejecuciones extrajudiciales cometidas en 2008 en Antioquia cuando fue comandante del batallón Pedro Nel Ospina, y sometido a la JEP desde 2018, presuntamente pronunció: “De los protocolos, de los derechos humanos, se acabó. Acá lo que toca es dar bajas. Y si nos toca aliarnos con los Pelusos nos vamos a aliar, ya hablamos con ellos, para darle al ELN. Si toca sicariar, sicariamos, y si el problema es de plata, pues plata hay para eso”.

En esta parte de la frontera la guerrilla del ELN consolidó su expansión con el apoyo de integrantes y hombres de alto mando de la Fuerza Pública venezolana. Y los grupos criminales vinculados al paramilitarismo siempre han contado con la connivencia de integrantes y oficiales de alto rango de la Fuerza Pública colombiana. El nuevo actor que estaría en connivencia con autoridades colombianas, denuncian los campesinos, son las AGC. Ahora estamos ante una nueva guerra que duró todo 2021 y se desencadenó entre las AGC y el ELN, y uno de sus principales epicentros es el corregimiento Banco de Arena. Los paramilitares están incursionando en el área metropolitana de Cúcuta y los elenos dominan buena parte del municipio de Tibú, pero en el corregimiento colindan estos dos territorios; a modo de metáfora, Banco de Arena es la puerta de entrada a Tibú y si la guerrilla lo pierde, el paramilitarismo se mete al Catatumbo, la región que concentra 40 116 hectáreas de cultivo de coca de las 143 000 que, según el monitoreo de cultivos ilícitos de la ONU, hay sembradas en el país.

El 14 de diciembre del año pasado estallaron un par de explosivos en zona aledaña al aeropuerto de Cúcuta. Al día siguiente, la periodista Darcy Quinn escribió en Twitter: “Atención: fuentes de inteligencia militar confirman que Iván Márquez no está en Cuba, está en Venezuela y dio la orden del atentado ayer en Cúcuta”. Pero la Fuerza Pública adjudicó el atentado al Frente 33, el cual tiene vínculos con las disidencias de Gentil Duarte que están en abierta disputa armada contra Iván Márquez, quien comanda a las disidencias de la Segunda Marquetalia. Así que acá nada se puede dar por sentado. Otros atentados han ocurrido en instalaciones militares y la información que circula es igual de mañosa. Esta es la forma como se presenta a la ciudadanía la verdad sobre lo que ocurre en la frontera, manipulándola.

Finalizada la radiografía, resumo para mayor claridad: ¿cómo es la frontera en Norte de Santander? Pues un mierdero.

***

Le acabo de preguntar si no tiene miedo. Sé que la pregunta es tonta pero no puedo evitarla. Las AGC lo amenazaron en abril de 2016 y dos años después, en abril de 2018, intentaron matarlo. Llegaron y dispararon contra su casa que queda en Hacarí, otro municipio del Catatumbo, pero él escuchó los balazos, salió por la parte trasera de la vivienda y corrió hacia una montaña en donde se escondió. Le pregunto si no tiene miedo porque me acaba de decir que hay rumores de que “los paramilitares, las AGC, se quieren meter otra vez al Catatumbo”. Es diciembre de 2020 y estamos en Filo Gringo, corregimiento del municipio El Tarra. Vinimos a una reunión de la Asociación por la Unidad Campesina del Catatumbo (Asuncat), organización de la que es líder, en la que discuten los problemas de la región, especialmente los de orden público, principalmente las amenazas.

—De verdad, ¿no te da miedo, Orangel? —insisto.

—Claro, todos los seres humanos sentimos miedo.

—Pero… ¿Y por qué sigues?

Orangel ignora mi última pregunta. Está parado frente a mí pero no me mira, estoy sentada sobre las raíces de un árbol que hace parte de la selva que flanquea al río Catatumbo, él mira hacia las aguas. Segundos después, cuando pienso que dejó de prestarme atención, responde.

—Claro que me da miedo… A quién no le da miedo imaginar que un día ya no va a volver a ver a su familia.

La frase la suelta con la voz quebrada y la mirada al suelo. No me ignoraba, estaba intentando no llorar, estaba pensando en todo lo que puede perder. Y como quiere evitar el llanto, se sienta a mi lado y aprieta sus ojos con los dedos. Nos quedamos un par de minutos en silencio. De repente, me pide que mire al frente, que “mire de verdad”. Lo hago, aprecio en detalle el río y la selva que llegan más lejos de lo que la vista me alcanza. “Ahora cierre los ojos”, dice, “cierre los ojos e imagínese que todo eso ya no está, que lo arrasaron. ¿Vale la pena luchar por esto? Vuelva y mire y responda usted si vale la pena. Por eso es que sigo, aunque viva con miedo”.

Orangel me recuerda a Leidy, la lideresa de Ascamcat en Vigilancia. En los ojos de ambos se percibe desesperanza y ambos saben que están a merced de los grupos armados. El Tarra colinda con Tibú y su corregimiento Filo Gringo cuenta con 3549 hectáreas de coca sembrada, 2.5 por ciento del total de los cultivos en Colombia. Mientras sea ilícito el uso de este cultivo, nunca va a desaparecer la guerra de estos territorios. Y aunque lo legalizaran, también hay minería ilegal y un problema enorme con la gasolina.

El cierre de la frontera en 2015 disminuyó el contrabando del combustible de Venezuela a Colombia y esto agudizó el fenómeno de los pategrilleros, que es como llaman a las personas que perforan el oleoducto Caño Limón Coveñas y le instalan válvulas ilegales para extraer el crudo que luego refinan artesanalmente para producir gasolina casera, que venden de contrabando y también es utilizada para el procesamiento de la pasta base de coca. Pero los malos procedimientos ocasionan derrames de petróleo que llevan a la continua contaminación de ríos y quebradas y esto ha generado tensión en la comunidad, aunque son pocas las personas que les reclaman a los pategrilleros porque estos cuentan con apoyo de los grupos armados; otro fenómeno violento que va en aumento en la región.

Catatumbo y el área metropolitana de Cúcuta llevan décadas padeciendo las peores violencias, la paramilitar, la guerrillera, la estatal. Es tierra fértil para la coca y las masacres. Criarse acá, como lo hice yo, querer esta tierra, como lo hace Orangel, es como llevar una herida abierta. Una permanente. Y ahora, la sal en la herida es el maltrato que sufren los migrantes.

***

Entre 2020 y agosto de 2021, Medicina Legal informó que noventa venezolanos fueron víctimas de homicidio en Cúcuta y 31 en Tibú. Andrés, el hermano de Carlos que fue el chico que entrevisté, al que probablemente asesinaron y desaparecieron en una trocha, no está en este conteo. No hay un registro real de los venezolanos que son víctimas de desaparición forzada porque a los migrantes les da miedo denunciar en Colombia y de Venezuela salieron huyendo. Por esta razón, el subregistro de homicidios puede ser grande. Los grupos armados no sienten ningún respeto por esta población. Desaparecen y asesinan hasta por sospecha y por descarte, y un suceso dejó ver el desprecio que los ilegales sienten por estas vidas.

El 8 de octubre de 2021, habitantes de Tibú retuvieron a un par de jovencitos —uno de ellos de quince años— a quienes acusaron de robar en un local comercial. Les amarraron las manos, los grabaron en video mientras los vapuleaban, les pegaron carteles en la espalda con la palabra “ladrones”, los humillaron. La horda estaba enfurecida y excitada. Y después del desahogo, contactaron con la policía y avisaron de la retención, pero los agentes no aparecieron. Quienes sí llegaron a llevarse al par de muchachos fueron unos tipos armados y vestidos de civil que, pistola en mano, los sacaron del local. Minutos después, los chicos aparecieron con la cabeza perforada a balazos y tirados en una carretera destapada. Eran venezolanos, eran muy jóvenes y uno de ellos —el menor— al parecer había cruzado por las trochas hacia Colombia, junto a su hermano, para raspar coca en la vereda Versalles de Tibú.

Los menores de edad vulnerables son la materia prima de la guerra, los grupos armados los utilizan, los seducen, los reclutan y también los desechan y los asesinan. Y los niños venezolanos son considerados un recurso aún más desechable por los criminales. No hay respeto por sus vidas y terminan involucrándose en las economías ilegales desde edades muy tempranas. Como el pequeño raspachín de seis años que conocí el día que ascendí con Leidy por las montañas de Vigilancia.

***

Lo miro, le pregunto la edad, me sonríe nervioso pero no responde. Vuelvo a preguntar, vuelve a callar. Tomo mi cámara y le enseño el video que acabo de hacerle. “Mira, te raspaste casi diez matas en un minuto”, el niño vuelve a sonreír, ahora lo hace con gesto de ganador, de guapería, raspa la hoja de coca a la misma velocidad que sus colegas con experiencia. La edad nunca me la dice pero tiene seis años, la información la obtengo de una chica que en un cuaderno de notas va apuntando cuántas arrobas entrega cada raspachín.

Trato de hablar con otros raspachines pero no son muy elocuentes. Parece que quieren hablar, me hacen un par de bromas, pero cuando hago preguntas sobre el oficio, evaden con disimulo y se silencian. “Tienen miedo —me dice la chica del cuaderno de notas—. Hace unos meses masacraron a unos trabajadores en una finca cerquita de acá, muchos eran venezolanos”. Entonces entiendo. La mayoría de raspachines que estoy viendo son migrantes, el niño también lo es. La masacre a la que se refiere es la que Leidy me contó antes de que empezáramos a subir por las montañas, la que ocurrió el 18 de julio de 2020.

—No es fácil —me habla por fin una persona en Banco de Arena, un viejo habitante—. En este lugar mandaban los paras hace casi veinte años y a uno le toca obedecer al que mande. Ahora entró el ELN. Entonces los unos nos dicen que le estamos colaborando a la guerrilla para que entre, que somos guerrilleros; los otros nos dicen que éramos colaboradores de los paras, entonces que somos paramilitares. Nos vuelven objetivo militar. Y uno acá tratando de sobrevivir. Acá ha muerto mucha gente inocente.

La recolección de hoja de coca es la escala más baja y explotada de la cadena del narcotráfico, pero solventa el hambre colombiana y ahora también venezolana. Todos raspan y tienen clara la ley que impera: “Usted no sabe, usted no vio nada”. Saco la cámara otra vez para retratar al pequeño raspachín que conocí, ya se va, está recogiendo su cosecha en un costal, poco más de dieciséis kilos de hoja de coca que se echa al hombro y que cada diez metros se le caen. La chica del cuaderno de notas le ayuda a reacomodarse el bulto. Antes de irse, le pregunto por qué raspa coca.

—Porque lo necesito —dice.

Ahora lo veo alejarse trastabillando, sufriendo con el peso de su carga. Un niño venezolano habitante de este territorio fronterizo abandonado a su suerte, igual que Leidy, igual que Carlos, igual que Orangel: incapaz de soportar la carga, pero forzado a llevar el peso de un destino que no se mide en arrobas.

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Etiquetas: Andrea Aldana , Catatumbo , coca , Colombia , Cúcuta , frontera , Venezuela

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