Allí les pidieron a cada uno 120 dólares, aunque ya habían pagado su pasaje hasta Necoclí. Un haitiano le dijo a Agbanzo Ayite que era mejor dar el dinero porque esos hombres tenían armas. Los cuatro africanos intentaron rebelarse y pidieron que los dejaran ir. Sus captores dijeron que debían esperar al jefe, que era quien decidía. El líder de la banda apareció luego de varias horas, ordenó que los montaran en un carro y se los llevaran. Agbanzo Ayite pensó que los iban a matar. Al final los dejaron en una carretera. Cuando tomaron un taxi, muertos de pánico, supieron que estaban en Cali, una ciudad de la que jamás habían oído hablar.
Después vino una seguidilla de robos y extorsiones. Terminaron montados en un bus con varios haitianos rumbo a Necoclí. Una vez más, a medio camino, los dejaron botados en Medellín. Faltaban 280 kilómetros, casi nueve horas de camino en bus. Otro hombre les cobró 100 dólares más a cada uno para llevarlos por fin al destino. Agbanzo Ayite y sus amigos ya no creían en nadie, pero no tenían otra opción. Se subieron al vehículo, y tras una hora de trayecto, extenuados, se dieron cuenta de que pasaban por los mismos lugares. El hombre les estaba dando vueltas por Medellín.
—Todo era mentira —dijo Agbanzo Ayite con un dejo de frustración mezclado con risa, haciendo énfasis en el absurdo, mientras se tomaba una gaseosa en un bar frente a la playa de Necoclí. Eran las siete de la noche y en la calle se escuchaba la algarabía de los migrantes que hacían fila para embarcarse al día siguiente hacia Capurganá y luego a la selva.
Ese muelle se ha convertido en un pasaje comercial de tenderetes donde es posible adquirir carpas, botas de caucho, menjurjes para las picaduras de culebra, plásticos, forros para celulares y pasaportes. Los migrantes han dinamizado la economía de Necoclí. El pueblo, más que del turismo, vive ahora de las desgracias de emigrar a través de Colombia. En el pequeño mercado solo se reciben dólares.
Los vendedores no dicen que tras varios días de caminata en el Darién, los migrantes, asolados por el cansancio, deben tirar casi todas las prendas en el camino para aliviar el peso. A Panamá suelen llegar apenas con timbos de agua y lo que les queda de comida.
Algunos ‘coyotes’ van montados en mulas durante todo el trayecto, esperando a que los migrantes desfallezcan, como buitres al acecho de una presa. Cuando ven que alguien no da más, le ofrecen llevar los maletines por sumas que alcanzan los 100 dólares. Hace unos meses un migrante se detuvo en un montículo de la jungla, cerca a la frontera con Panamá, y tiró al vacío su maleta con todo lo que llevaba. Después se echó a llorar, tapándose el rostro con la camiseta empapada en sudor. El ‘coyote’ vio rodar por el barranco la plata que había esperado durante horas.
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Agbanzo Ayite y sus tres amigos finalmente lograron llegar a Necoclí a fines de julio pasado, tras sortear otro robo y pagar ‘vacuna’ a dos uniformados en el camino. Uno de los policías les pidió 100 dólares a cada uno. Víctor Korku Tengey, un amigo de Agbanzo nacido en Ghana, ya no tenía dinero y pensó que ahí acabaría su odisea. Entre los acompañantes hicieron ‘vaca’ para sacarlo del apuro. La última vez que los vi estaban a la espera de salir hacia Capurganá.
En ese lado de la costa la situación migratoria parece descontrolada. Capurganá es un paraíso natural con menos de 4.000 habitantes, afro en su mayoría. Es la puerta de entrada al Darién, pero también es una costa exuberante de aguas que destellan azules cerúleos y aguamarinas. A las 10:00 de la mañana arriban las lanchas con los turistas, y hacia el mediodía aparecen los migrantes. Los nativos les dicen ‘los negritos’. Es fácil reconocer a uno de ellos en Capurganá. Vienen con enormes morrales, gorros y medias de lana, chaquetas, cobijas. Siempre hay niños.
Apenas desembarcan, un grupo de jóvenes del pueblo los guía hacia afuera del muelle. Los forman en filas, como si se tratara de esclavos, y los conducen hacia un costado poco visible de la playa. Allí los esperan unos mototaxis que los llevan hacia las afueras, a un sitio llamado ‘el platanal’: un potrero que parece sostenido sobre una caldera hirviente. El calor a 32 grados es insoportable. Allí los migrantes esperan la orden de entrar a la selva.
¿Quiénes cobran por estas rutas? Los nativos de Capurganá se conocen. No es difícil averiguar cómo funciona el paso de los migrantes.
—Los explotan por todos lados. Les cobran 80 o 100 dólares a cada uno por traerlos hasta aquí. Con eso ya viene pago el transporte en mototaxi hasta ‘el platanal’. A veces incluye una noche de hotel, y la subida hasta cierto punto de la montaña. Hay días en que pasan por aquí entre 800 y 1.200 migrantes. Imagínese la plata que circula —dice un hombre del pueblo.
Este negocio opaco podría considerarse tráfico de migrantes, pero en Capurganá lo presentan como un servicio de guías. “Se muestran como guías, pero son ‘coyotes’. Y los migrantes son monedas de cambio”, dijo hace unos meses monseñor Hugo Alberto Torres, obispo de Apartadó, el municipio más poblado de la zona.
Todos en el pueblo saben que esa supuesta guía la prestan los miembros de un consejo comunitario afro llamado Cocomanorte, cuyo líder es Emigdio Pertuz, un hombre obeso, de cara ancha y piel tostada. Lo vi sentado a la salida de una cafetería, en pantaloneta y chanclas, con unas gafas oscuras de esquiador. Me acerqué gracias a la gestión de un hombre de la zona, pero Pertuz no aceptó preguntas.
—¿Usted responde por ellos? —le preguntó Pertuz al nativo, mientras nos señalaba a mí y al fotógrafo.
—Sí, yo respondo por ellos.
—Listo —dijo Pertuz, quien se dio vuelta y se fue.
Fin de la conversación.
Cocomanorte decide cuándo hay paso de migrantes. Recoge dinero de ellos todos los días y la plata ha comenzado a verse en el pueblo. La nueva flota de mototaxis dedicada al transporte de migrantes es uno de los síntomas de la bonanza.
—Hay dólares lo que usted quiera. Los niños aquí ya no quieren estudiar porque saben que si se van al monte a cargar maletas vuelven con 50 o 60 dólares. Esta gente (Cocomanorte) está ahora haciendo obras, como si fuera el Estado. Construyeron un baño para que en los hoteles no se molestaran. Aquí solo hay dos funcionarios de Migración Colombia —cuenta otra persona que vive allí hace años.
Los periodistas resultan incómodos para quienes controlan el paso de los migrantes. Mientras reporteábamos, varios jóvenes en el muelle nos tomaron fotos y videos mientras intentábamos entrevistar a los haitianos que bajaban de los botes. Algunas personas dijeron que todos los integrantes de la cadena temen a la Fiscalía, que en Capurganá prácticamente no existe.
—Pueden pensar que ustedes son de alguna autoridad, que están haciendo inteligencia —dijo un hombre.
En Capurganá nadie quiere meterse en líos. Todo se dice en susurros, en parte porque allí opera el Clan del Golfo, la organización criminal que más cocaína exporta desde las costas de Colombia. Su jefe, Dairo Antonio Úsuga, alias ‘Otoniel’, nació en Necoclí y su nombre allí se pronuncia entre dientes. Estados Unidos ofrece cinco millones de dólares por su cabeza. Y nada de lo que ocurre con los migrantes le es ajeno a esa organización.
Sin la venia del Clan del Golfo ningún haitiano podría pasar por Capurganá. Siempre y cuando no haya prensa ni autoridades. Durante la crisis migratoria de julio y septiembre, la presencia de periodistas y altos funcionarios del Estado volvió más tenso el ambiente. “No están dejando subir migrantes. Los van a dejar ahí hasta que se calme la marea”, dijo otro habitante.
Agbanzo Ayite Edem, de 34 años, nació en Togo, un país de África occidental. En esta foto aparece retratado en Necoclí. Venía viajando desde Chile, donde trabajó un tiempo. En su paso por Colombia varios policías los extorsionaron al menos cuatro veces.
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En el centro de este caos están miles de personas que buscan una oportunidad. De este viaje, en el que pueden morir, depende tal vez su única opción de libertad. Agbanzo Ayite trabajaba sin descanso en un restaurante de Togo, y recibía un salario que apenas le alcanzaba para comer. No pudo terminar la universidad.
Siendo más joven, Agbanzo había intentado ganarse la vida en las playas de la ciudad de Lomé, la capital de su país, donde dibujaba a turistas por algunas monedas. El desespero lo llevó a considerar el viaje. Se inscribió en un grupo de danza folclórica y ensayó durante meses varias coreografías, para ganarse un cupo y poder irse de gira a Chile. Allá, sin hablar español, llegó solo a Temuco, donde trabajó de albañil de 6:30 de la mañana a 7:30 de la noche.
—Si eres extranjero y negro, la pasas mal. Lo más duro en Chile es que no te tratan bien. No te puedes integrar. En año y medio no conocí nada de la ciudad. Luego pude conseguir una guadañadora. Iba a las casas a cortar el césped. Pero en la pandemia nadie me contrataba, no querían que entrara a las casas —contó.
Agbanzo se sintió muy solo. Por eso se fue y terminó en Colombia con sus tres amigos. No ha vuelto a aparecer en su Whatsapp desde que lo vimos en Necoclí. Solo quedó su retrato, con la mirada de un hombre cansado que aún tenía bríos y humor para continuar el camino.
Pedro, el fotógrafo que me acompañaba, regresó a México y en el estado de Chiapas, al sur del país, se encontró con varios migrantes que venían de Necoclí. Entre ellos estaba Salomón Pierre, el haitiano que quería ir a Canadá en busca de conocimiento.
—Lo vi con la misma fe de siempre, pero un poquito desconcertado. Todos llegan a México y los están parando en el sur. Están muy desesperados —contó Pedro.
En Necoclí las cosas siguen igual, sin ninguna salida a la vista. De vez en cuando Migración Colombia y la Defensoría del Pueblo se reúnen en la frontera con sus colegas de Panamá, pero nada cambia. El tráfico de los migrantes seguirá mientras los países no faciliten pasos humanitarios que los salven de la selva. Los naufragios y las muertes allí tienen responsables: las redes que convierten en un negocio a miles de extranjeros sin documentos. Pero también son responsables los gobiernos.
Hay más de 84 millones de personas que en todo el mundo se han visto obligadas a huir de sus países, según Acnur. Y el planeta no puede seguir girando como si nada pasara. Un migrante no pierde sus derechos solo por cruzar una frontera. Eso pensé cuando en el muelle de Capurganá vi a una familia de haitianos que acababan de bajar de un bote, con esos rostros de fatiga y de incertidumbre. Llevaban a una bebé de tres meses en brazos. Le tenían puesta una pijama blanca con estampados de cerezas con caritas felices. Una recién nacida, de ojos inmensos y pelo ensortijado. No pude hablar mucho con su padre, Joscam Desrosiers, porque los ‘coyotes’ no lo permitieron. Apenas anoté sus nombres. Kaisha Anne, se llamaba la bebé. Al día siguiente ella, tan diminuta, tan quebradiza, habría de estar en la desmesura del Darién, esa jungla que avasalla y que grita.