Encuentra las siete diferencias
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Por JUANGUI ROMERO
Las musas también tienen sus sicarios. Inspiración temeraria que le sopla al oído a alguien cómo dispararle de frente a la idea de otro. Hablamos del plagio descarado, no de los guiños, las influencias o los homenajes; esos eufemismos que sirven para aderezar las sospechas dentro de los mundillos del arte, la música o la literatura, pero que no aplican cuando los productos son mucho más terrenales. No nos referimos siquiera a unos tenis o a una maleta cuyas costuras o remates aprendimos a valorar a partir de la marcadísima diferencia de precios entre el original y la réplica, por más que esta sea triple A. Se trata de productos que valen más o menos lo mismo y cuyo uso no compromete para nada el estatus de quien los adquiere.
El mérito de esta suerte de parodistas (no puede uno imaginárselos más que riéndose mientras hacían sus diseños) es que ya sabían cómo operaban nuestros cerebros antes de que Discovery buscara expertos en sicología experimental o ciencias cognitivas para explicarlo, porque estas engañosas imágenes datan de los años sesenta. A pesar de lo que muchos creen, por aquí también había vida antes de la internet, y estos otros fragmentos de nuestro rebusque paisa son una prueba de ello. ¿Cuánto nos dicen de nuestra identidad? Como siempre, eso depende de su historia, amigo lector; de cuánto le atraigan o le repugnen esos errores intencionales, de cuántas capas sea usted capaz de ver en medio del atractivo irresistible que los reviste. Ellos hacen parte de nuestro patrimonio documental, custodiado en el Archivo Histórico de Medellín en forma de unas carpetas, repletas de recortes, que llevan por título Amparos administrativos. A un lado, se ve la imagen original; al otro, la copia. Ese mundo paralelo que habitamos a diario.