La Escombrera
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Por PABLO MONTOYA
Ilustración de Marta Pinturas
Muchas veces me he preguntado qué es La Escombrera. Sé que es un basurero cuyos límites se confunden con bosques y areneras. Sé que es una fosa común encaramada en una de las montañas de Medellín. Por sus dimensiones, por la cantidad de cuerpos que hay y las dificultades que acarrea su hallazgo, y por esa circunstancia de ser un sitio donde se siguen arrojando desechos y sacando arena para construir viviendas, pienso en ella como si fuera un punto ciego. Es decir, un punto a través del cual, por un lado, no se puede ver nada; pero, por el otro, es posible verlo todo. La Escombrera, igualmente, me parece constituida por unas líneas y ejes que actúan como una puesta en abismo. En ambas situaciones, en efecto, la ciudad puede reflejarse. Quizás no haya nada de singular en esta consideración. De cualquier manera, todas las ciudades son grandes cementerios. El ser humano es fundamentalmente necrófilo. Vive asentado en la muerte y cree que, confrontándola, avanza en el tiempo. Pero ¿qué puede reflejar La Escombrera? ¿Hasta qué punto una fosa común es un espejo? Ella, si quisiéramos jugar a este tipo de asociaciones, sería más bien un agujero negro. Y, como esos hoyos que se desparraman por el universo, se podría devorar tarde o temprano a la ciudad. Lo cual tampoco sería insólito en la historia de las urbes. Cuántas no han sido literalmente deglutidas por la muerte. De estas cosas hablé con Arturo Arreola mientras nos dirigíamos a las escaleras eléctricas de La Comuna. Un poco a regañadientes, decidimos recorrerlas un día de fiesta. Ellas fueron construidas por otro alcalde de Medellín. Salcedo, así se llama, dijo con la inmodestia de quien gobierna, que hacer estas escaleras, que suben sinuosamente por Las Independencias, significaba conectar La Comuna, superados los traumas de las agresiones militares, con la ciudad y el mundo. Salcedo tiene toda la razón. Porque Arturo y yo vamos subiendo y, al mismo tiempo, hay hordas de turistas fotografiando la pobreza espectacular que nos rodea. Las escaleras eléctricas tienen varios miradores desde donde se divisa La Comuna y Medellín que, al fondo, se expande sobre el valle. Arreola, un antropólogo que oscila su cuerpo al caminar como si estuviera contento de poder hacerlo, me glosa lo del espectáculo y la pobreza. La Comuna está enferma de geografía, comienza diciéndome. Por ser inaccesible y miserable, los gobiernos la olvidaron durante años. Salcedo ahora pretende convencernos de que, por fin, se preocupan por ella poniéndole estas escaleras modernas. Pornomiseria, agrega Arreola. Y aquí y allá están las tenduchas de los suvenires. Como en otras partes se ven ruinas históricas y edificios honorables, aquí se ve la precariedad encaramada en las montañas para suscitar algo parecido al entusiasmo. Y se venden llaveros, postales, lapiceros, camisetas. En un tramo, muchachos negros bailan hip hop y cantan. Hasta la música, la hermosa rebelde, ha terminado domesticada, dice Arreola. También hay un libro sobre La Comuna que se vende en los kioscos como un best seller de barrio. Lo escribió un policía bonachón —¿hay policías bonachones?, pregunta Arreola— que participó en Orión y dice que la gente de por aquí, además de vivir agradecida con el presidente, el alcalde y los generales, es humilde, trabajadora y buena. ¿Será que ponemos un tenderete para vender fotografías de los desaparecidos de La Escombrera?, le digo a Arturo. En cada una de ellas marcaríamos lo que se dice en los llaveros, los pocillos y los ceniceros: Soy La Comuna. Él sonríe y levanta la cabeza para mirar ese no lugar que, no obstante, se aprecia desde cada rincón de las escaleras. Arreola comenta que para hacerlas hubo que desalojar a las familias y tumbar sus casas. Sé de algunas a las que todavía no les han dado otro rancho para que vivan. Poco a poco vamos dejando atrás las vías turísticas. Nuestro propósito es ir a lo alto de El Salado. Queremos visitar el templo de las Teresitas y el memorial que está cerca. Damos un pequeño viraje y nos adentramos de lleno en Nuevos Conquistadores. Recorremos las otras escalinatas, las verdaderas, y no aquellas que parecen ser hechas con la silicona con que tantas mujeres de Medellín rehacen sus tetas y sus culos. Nos perdemos, durante un tiempo, por el laberinto de los peldaños. De las casas sale una música despechada y festiva. Los perros corretean junto a los niños que le pegan a una pelota. Vemos a mujeres barrer y trapear el pedazo de escaleras que les corresponde a sus casas. Unos hombres, junto a un barranco, pegan los ladrillos de una pared futura. De otra morada nos viene el olor de los fríjoles y la arepa. En un momento, una muchacha se nos aproxima. Está conectada a los audífonos de su celular. Se los quita y saluda a Arreola con una sonrisa que ilumina el mundo. Hola, querida, dice mi amigo. Estiro la mano, pronuncio mi nombre y veo en su cara la misma de Flavio Josefo Mosquera. Al despedirnos, le cuento a Arturo que ella se parece al chico que desapareció hace años en San Javier. Es toda una casualidad, la trágica casualidad de La Comuna, me responde Arturo, porque a ella, y señala con la mano a la mujer que va bajando por las escalinatas, también le desaparecieron a un hermano. Ascendiendo al templo, le digo a Arturo que la desaparición se caracteriza por un rasgo de esperanza anómala. Arturo me mira con curiosidad. Paramos para tomar aire y agua de los termos que guardamos en nuestras mochilas. Hay desaparecidos, digo, que no son raptados por nadie, sino por ellos mismos. Deciden desprenderse de los que pudieron haber sido sus sitios de residencia. Arturo me mira ahora con desconcierto. De Flavio Josefo Mosquera afirman que está aquí y allá. Trabaja, para unos, en un hotel en Puerto Escondido. Para otros, en una casa de retiros en Pereira. A sus familiares les cuentan que lo vieron colgado de un carro de basura en Duitama. Unos más dicen que es un mendigo que va de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, arrastrando sus andrajos. ¿Sabes, recalco, que si no se puede comprobar que el desaparecido lo fue por algún bando armado, el Estado no lo declara víctima de nada y su familia pierde el tiempo tratando que la consideren afectada por este fenómeno? Como Arturo no me responde, prosigo mi devaneo. ¿Por qué no pensar la desaparición como una epidemia? Una enfermedad que roe a las personas y hace que su destino sea difuminarse por voluntad propia de sus espacios cotidianos. No es raro que una realidad como la nuestra, tan capaz de vejar a los seres humanos, termine empujándolos no a suicidarse, ni a dejarse asesinar sin que se sepa nada de su paradero, ni a tomar las armas para atentar contra un insoportable orden de cosas, sino a que se desvanezcan por su propia voluntad. Esta separación del mundo, este hacerse humo, esta decisión de renunciar a los vivos sin que sean recibidos en el dominio de los muertos, sería no un acto de excentricidad cobarde, sino la protesta más extrema. No seas exagerado, Pedro, dice Arreola. Si el nuestro es el país más feliz de la Tierra, y Medellín, la ciudad más emprendedora de Colombia. Respondo que esos desaparecidos surgen justamente en los medios más optimistas y pragmáticos. Que no son ni la política, ni la economía, ni los medios de comunicación masivos los que dan testimonios de ellos. Es el arte quien los pone a circular, como figuras fantasmagóricas, en medio de la opulencia financiera. Flavio Josefo Mosquera pareciera ser de esos personajes. Durante sus estudios de primaria y secundaria fue silencioso y obediente. Respetuoso con sus padres. Juguetón con el gato que tenía. Interesado por la poesía y la música. De hecho, al desaparecer iba con su clarinete para la casa de un amigo. Las suposiciones de su familia, claro está, han rozado las múltiples posibilidades que un ámbito como el de Medellín les ha ofrecido. Flavio pudo haber sido raptado por los milicianos o los paramilitares. Pudo convertirse, en manos de la policía y el ejército, en un falso positivo. Uno de esos muchachos inocentes que fueron asesinados para presentarlos como guerrilleros y después enterrarlos en cualquier lado. Pudo haberse ido para el extranjero a trabajar como un inmigrante invisible. O haber tomado, en autostop, camiones cuyo rumbo es el sur de América. Lo pudieron haber despedazado y vendido sus órganos en el mercado negro de la ciencia que circula por los bajos fondos de las ciudades colombianas. Pero todas estas alternativas tambalean frente a Flavio Josefo Mosquera. Dejamos atrás su mirada fría y vacía, cuando entramos a la pequeña iglesia de las Teresitas. El templo marca el último límite urbano de El Salado. Más allá de su arquitectura sigue un sendero campesino y, un poco más lejos, empieza el territorio de La Escombrera. Una monja nos comenta a cuántos niños y adultos atienden cada día para darles de comer. El templo huele a caridad cristiana, que aquí es limpia, sencilla y acogedora. Salimos y caminamos unos metros y vemos el memorial. Es una pequeña franja de tierra con algunas matas florecidas. Hay una cruz de palo y una guirnalda de pétalos de rosa colgando de su centro. En una placa negra del Tribunal de Justicia y Paz de Medellín se recuerda, en letras blancas, a las víctimas de la desaparición de La Comuna. De súbito, una libélula nos sobrevuela. Hace varias piruetas sobre nuestros cuerpos y se lanza, como una centella colorida, hacia las matas. Una anciana nos saluda amablemente y entra al terrenito. En tanto riega los rosales y los claveles, susurra una oración que parece una canción.
Este texto es un adelanto de la novela La sombra de Orión, próxima a publicarse.