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Educación, filosofía y conversación

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Por ROBERTO PALACIO
Ilustraciones de Camila López

La educación, cuando está bien impartida, deja de parecerse a un adoctrinamiento y comienza a parecerse a una conversación. Lo propio de la conversación es que se suele mover en los ámbitos de la comodidad, del intercambio y que en ella es increíblemente difícil asombrar al otro.

Estos rasgos son extensivos a la educación. Platón ya se había percatado de este rasgo de la educación cuando señaló en un diálogo llamado Menón que en realidad enseñamos solo cosas que el aprendiz ya sabe, pero que no sabe que sabe u olvidó que sabe. Los momentos en que conectamos a fondo con el estudiante son aquellos en los cuales encuentra su propio conocimiento. Su propio conocimiento —o al menos el comienzo del mismo— consiste a menudo en percatarse de que no sabe algo, y ese sí tiene la capacidad de asombrarlo. Platón sabía esto muy bien. El maestro debe llevar al aprendiz al punto de reconocer que en realidad el manto de seguridad reconfortante que cree tener con lo que sabe es una ilusión.

El punto en el cual se apodera del alumno el asombro de no saber es explícito. En Menón, Sócrates lleva a un esclavo a descubrir la medida del lado de una figura cuyas dimensiones son ocho pies cuadrados:

“Sócrates: El espacio de ocho pies no se forma entonces con la línea de tres pies.

Esclavo: No verdaderamente.

Sócrates: ¿Con qué línea se forma? Procura decírnoslo exactamente y si no quieres calcularla, muéstranosla.

Esclavo: ¡Por Júpiter! No sé, Sócrates.

Sócrates: Mira ahora de nuevo, Menón, lo que ha andado el esclavo en el camino de la reminiscencia. No sabía al principio cuál es la línea con que se forma el espacio de ocho pies, como ahora no lo sabe, pero entonces creía saberlo, y respondió con confianza como si supiese: y no creía ser ignorante en este punto. Ahora reconoce su embarazo y no lo sabe, pero tampoco cree saberlo”.

Aprender, en la bella imagen platónica, no se puede dar si esta explicitud no conlleva a un empeño personal. Ignoro si se puedan aprender idiomas con un parlante que lentamente repite cosas al inconsciente debajo de una almohada mientras dormimos. Pero incluso si algo quedara del sistema hipnopédico, el punto acá esbozado sigue siendo patente: saber algo es estar consciente de que se sabe ese algo.

La verdadera consistencia del maestro, su valía, no es la especialización, sino más bien esta modalidad del arte de la conversación en la cual puede suscitar el asombro del reconocer que no sabe. Este justamente es el método socrático; la pericia que requiere consiste en poder llevar al otro a un estado de vacío. La ignorancia en efecto no es no tener teorías, preconceptos o visiones. Consiste en estar lleno de conocimientos que uno tiene por seguros. Nietzsche hablaba de un “abismo de luz”; aquello que se nos presenta como la iluminación misma, pero es insondable. Bajo la égida de la ignorancia, ignoramos justamente que no sabemos. Nada se logra en materia de enseñanza si antes no nos hemos desindigestado de la urticante opinión.

Pero si bien el maestro no ha de ser especializado —el verdadero maestro enseña solo existiendo, dice George Steiner—, realizar esta maroma socrática implica, como lo hemos señalado, una enorme dosis de habilidad. Hay algo asombroso en ello, en esa colusión de la educación con la conversación. Al igual que en una plática, los métodos que llevan a otro a ver mi punto son increíblemente laterales e indirectos. Poco nos percatamos que rara vez nos convencemos, conmovemos o nos impresionamos por la fuerza directa y brutal de la palabra “¡Quiéreme!”, en realidad poco incita al amor así sea gritada con lágrimas en los ojos; la petición de limosna emocional a lo más que llega es a despertar una ira lastimera o lo que la filósofa americana Susan Haack llamó “menosprecio condescendiente”. “¡Coma!”, gritado al anoréxico es tan inútil como ordenarle, “¡Cúrate!” al que tiene un tumor. Solo en el milagro mesiánico la palabra actúa sin más mediación que la literalidad.

La educación suele ser igual. Rousseau había reconocido lo increíblemente lateral y endeble que es el acto educativo. El pensamiento roussoniano debió esperar más de doscientos años para que este rasgo sutil fuera puesto en evidencia por el genio filosófico de Tzvetan Todorov. En el prólogo de Frágil felicidad nos dice: “Si bien es cierto que la Belleza absoluta y Dios han desaparecido, el rasgo distintivo de los seres humanos —y al mismo tiempo su mérito— es la habilidad de convertir lo relativo en lo absoluto, de transformar el tedio de la mediocridad común en sentimientos auténticos”.

Para ello no sirve el dictado, la transmisión copiada y pegada en la mente de otro. Educar es sugerir, incitar. Solo el descubrimiento propio logra esa transmutación de lo relativo en lo absoluto; cuando yo lo veo, significa algo para mí porque no ha sido impuesto, justamente porque tiene un aire de la serendipia. Es algo similar a lo que ocurre en el amor, en el cual la imperfección del ser amado alcanza el estatus de entusiasmo y de proyecto, uno capaz de redefinir todo lo que amamos. En efecto, no nos enamoramos de alguien, lo ubicamos en un nuevo mundo de sentido creado a la luz de lo definido gracias a esa nueva persona: “El amor que conozco”, escribe Rousseau, “está enaltecido por la perfección ilusoria del objeto amado; esta ilusión lleva a ese objeto a convertirse en entusiasmo por la virtud. Así, la perfección es ilusoria, pero no el amor al cual da nacimiento. Allí yace lo esencial”.

La educación roussoniana, por ello, es un circunloquio exagerado en el que el educador desaparece y el estudiante está solo consigo y con las circunstancias. En Emilio, su gran novela sobre la educación, el tutor educa a Emilio con mil tretas consistentes en crear situaciones que él debe resolver. A la sombra, observa al alumno. La lección del maestro se resume en el diseño de esta situación, en su ausencia, no en un dictado mágico que contiene la verdad.

A pesar de la improbabilidad de la sutileza, la gente se educa. Cualquier educador competente sabe que incluso sucede sin que el educador se dé cuenta. No se trata de una tarea espontánea. Sin esa sugestión, sin esa incitación del maestro, las ideas toman un curso anómalo. Hacen del individuo una pieza que no encaja con las demás, es invulnerable a la anexión. El cerebro al parecer es el único órgano que ha de ser intervenido para producir lo que ha de producir: ideas. A las glándulas suprarrenales no ha de enseñárseles a hacer adrenalina. Ya decía el biólogo chileno Humberto Maturana que educar es un intento de hacer artificialmente lo que debería ocurrir espontáneamente, en la familia, en los grupos. Su extrema artificialidad se destaca entre las proezas humanas, junto a los altos desarrollos y logros tecnológicos.

Pero la improbabilidad de la educación es apenas un resultado de un rasgo central que más arriba hemos considerado y que podemos llamar su conversionalidad. El hecho de que la educación sea un tipo de conversación tiene otras implicaciones: no puedo conversar con alguien que no quiere. Siempre que rememoro esta frase me viene a la mente el excelente ejercicio que John Locke hiciera con el tema del dogmatismo religioso. En su Carta sobre la tolerancia llamó la atención sobre algo que se le hacía obvio recordando la Noche de San Bartolomé cuando los hugonotes fueron sacados en medio de la noche y molidos a palos para ampararlos a ellos mismos de la herejía: tomar a alguien a la fuerza para intentar salvar su alma es inútil. No se asemeja a inyectar a una persona a la fuerza con un antídoto o una vacuna, caso en el cual se salvará incluso sin su consentimiento. Educar a otro implica una enorme cantidad de distensión y, al mismo tiempo, de interés, tanto por parte del aprendiz como del maestro. Parte significativa de la comprensión es interés, es llenar yo mismo los espacios en blanco. Esto no se puede hacer sin un consentimiento peculiar y propio.

Es por ello que la educación tampoco se parece a un proceso en el cual uno le llena la cabeza vacía a otro. El acceso a los demás es inefable y como decíamos antes, siempre mediado por ellos mismos, a menos de que usemos oscuros métodos psicológicos. Educar en el sentido de conversación no se parece a llenar un cuenco. Una de las peores imágenes para ilustrar el proceso educativo es la del paso de información de un lugar a otro. El conocimiento es un organismo viviente dentro de su poseedor; educar queda mejor descrito como hacer que ese algo que ya era propio tome vida dentro de otro. De ser cierta la imagen de llenar una memoria vacía, la educación podría parodiarse con la producción de USB humanas, inútilmente llevando datos de un lado a otro que bien podrían reposar en los sistemas digitales. Es en la mente donde la información se vuelve conocimiento. El conocimiento, para usar la hermosa expresión de Sartre referida a la literatura, es un extraño trompo que existe solo en movimiento. Hasta el mismo Einstein en su famoso Ideas y opiniones se pronunció sobre este absurdo de las ideas con “vida propia” cuando advirtió que el conocimiento existe en dos modalidades: muerto, en los libros cerrados, y vivo, en la conciencia de los hombres.

Educar, en contra de todo dictamen de la “gente práctica”, tampoco se hace para algo en específico. Que le demos mil usos a lo aprendido solo indica que ella actúa como una herramienta multipropósito, como nuestras manos. El hecho de que ellas sirvan para todo lo que sirven no nos dice que se hicieron para esos fines específicos en los cuales podríamos desglosar las tareas. Decía el filósofo y lógico americano W. V. O. Quine, basado en la psicología del Gestalt, que el conocimiento en su conjunto enfrenta el tribunal de la experiencia no una parte a la vez sino como un todo. A este rasgo se le llama el carácter holístico del saber. Poco reparamos en el hecho de que incluso clavar una puntilla depende de una cantidad de saberes y conceptos que en principio se ramifican en todas las direcciones. Douglas Hofstadter, en Godel, Escher, Bach, hace el intento de dibujar parte de ese enorme entramado de relaciones entre sus conceptos, su así llamada “red semántica”, que muy pronto se vuelve tan amplia que desborda la página. Por ejemplo, relacione “martillo” con todos los conceptos afines. Va una lista personal, muy breve de los meandros de ese solo concepto “martillo”: …manija, madera, hierro, clavar, clavo, golpe, momentum, palanca, hacha, contundencia, punto, mano, dedo, dolor, cruz, hoz, sentencia, juez, peso, Galileo, pluma, Luna, Misión, Apollo 18, gravedad, óxido, movimiento, asir, sonido, estridencia, vibración, expansión, onda, chispa, dictadura, cabeza, marcha, proletariado, bandera, rojo, obra, listones, tachuela, guante, overol, correa, constructor, estructura, ángulo, carpintero…

Si a cada uno de estos conceptos, por desordenados que estén, le trazamos su respectiva red, eventualmente terminamos con una malla muy tupida que nos dice que todo tiene que ver con todo. Es por eso que en un sentido literal no puede uno enseñarle a alguien solo a clavar un clavo.

Hay un elemento unificador que recorre todos los puntos anteriores que hemos señalado como consecuencias del carácter conversacional de la educación: su enorme capacidad de transformación personal. La antigüedad concibió la educación sobre todo como una herramienta de catarsis. Parte de los problemas que tenemos con la educación hoy es que ya no la contamos entre las experiencias transformadoras de nuestras vidas. La educación no forma parte de nuestra evolución, mucho menos la que se nos imparte de manera obligatoria o algorítmica. Ha devenido lentamente, como toda experiencia catártica extendida con amplitud en la cultura y en el tiempo, en un ritual que preludia las obligaciones monótonas e incomprensibles de la vida, como ir a misa o solicitar documentos oficiales. Pero las palabras de la revelación suelen escapar a la costumbre desgastada y anidar en los sitios más anodinos. Como bien lo decía la vieja canción de Simon y Garfunkel: los signos de los profetas están escritos en los muros del subterráneo.

Algunos creen que lo que ha faltado en la educación es una metodología cautivante para las nuevas generaciones. Los problemas educativos, en esta perspectiva, se pueden subsanar si solo tenemos el estímulo adecuado, un profesor que al fin escuche a los alumnos y los lleve incluso contra su voluntad con métodos no ortodoxos a interesarse por lo que no les interesa. Si bien es cierto que hay aún educadores faltos de imaginación que echan mano de metodologías obsoletas, ¿de verdad a nadie se le ha ocurrido conectarse con los estudiantes parándose el primer día de clase en el escritorio del profe? Nada quisieran más los maestros que establecer esta conexión rebelde y liberadora, una que dice: “¡Yo soy uno de ustedes!”. La vieja momia académica y dogmática, sin embargo, no está en oposición a estas tretas de la Sociedad de los Poetas Muertos; surge justamente como una versión fracasada de la anterior, cuando el maestro descubre que los estudiantes también están saciados de eso y que no ha hecho más que exponerse al ridículo. Resulta que en la educación como en tantas otras actividades, los grandes protagonistas no están sentados en el salón: los padres y las políticas. La actividad se define como un escenario en el que dos grupos se confrontan pero la realidad es que detrás de esa supuesta interacción bilateral hay actores invisibles que no conocen el fenómeno educativo que reglamentan o pagan.

No es de extrañar que nuestra educación ya no supla nuestras aspiraciones personales o espirituales. Hemos sustituido el conocimiento por los instructivos. La diferencia radical es que los instructivos con los que hemos sustituido el saber son algoritmos diseñados para personas: se trata de que alguien sepa hacer algo sin saber ese algo. Considere la diferencia entre saber cocinar y hacer comida en una cadena de comidas rápidas. El que voltea hamburguesas en un McDonald’s no es el chef. ¿Pero por qué no lo es? Porque nadie es el chef: la respuesta suena democráticamente deleitable. Pero detrás esconde el hecho rudimentario de que el conocimiento impartido para voltear hamburguesas en un McDonald’s no le pertenece al que lo hace porque le pertenece a la empresa. Se trata de algo que difícilmente podría usar su supuesto poseedor en otro lado dada la especificidad del proceso de producción industrial que hay detrás. El conocimiento está al alcance de todos, pero es ciego desde el punto de vista de la cognición porque no es nuestro y como tal no nos puede transformar.

En el ejemplo que propongo, la necesidad de automatismo es evidente. El problema es que ese carácter algorítmico ha alcanzado otras áreas del saber que debían ser ampliamente conscientes de sí mismas. En una universidad religiosa de mi ciudad, la facultad de filosofía afirma que su misión es producir individuos “capaces de publicar en una revista indexada”. Es por ello que Mary Midgley pregunta en Delfines, sexo y utopías: cuando se hace filosofía, ¿realmente quién es el que filosofa? La pregunta parece un mero juego de palabras, pero Midgley se lleva las palmas al plantear justamente un asunto nuclear de nuestros tiempos: el que piensa no puede ser un autómata libreteado por un algoritmo ciego dictado por la búsqueda de un saber hiperespecializado (hiperespecífico). Siguen existiendo oficios que no aguantan la reducción algorítmica, ya que, al fin y al cabo, nos deben poder brindar una mirada crítica de la totalidad.

Pero el problema es complejo, se ramifica y mucho de lo que es necesario advertir podría verse en sentido contrario. La educación, como lo advertía Bertrand Russell, debe ofrecer algo más que solo una oportunidad de crecimiento personal. En la era de la información, decía Aldous Huxley, es casi criminal no enseñar la pertinencia en el manejo de los datos y saberes específicos. Sin embargo, una educación centrada en brindar, de manera casi exclusiva, una oportunidad de crecimiento profesional es justamente lo que ha venido a suceder. Ante la apatía general frente a las materias enseñadas, hemos optado por una formación en la que el entusiasmo basta. Hoy, un estudiante que tan solo levanta la mano en clase se vuelve un modelo a seguir, independientemente de lo que diga. Esto hace que los estudiantes se vean como overachievers, para quienes todo lo aprendido es dominado por ellos con facilidad, solo que no les apetece o interesa. Al fin y al cabo se trata de una educación en la cual hay una disparidad entre las expectativas y las capacidades.

Las notas en la universidad actual son significativamente más altas hoy si se las compara con las de la décadas de los ochenta y noventa, como muestran las investigaciones de World University Rankings. Se trata de un fenómeno tan reconocido que tiene nombre propio: Grade Inflation. Es extraño en Colombia un promedio por debajo de 4,3/5,0. Si exceptuamos el hecho de que la universidad contemporánea se asemeja a un negocio que debe dejar satisfechos a los clientes, lo que por mi lado he descubierto es que las notas se asemejan cada vez más a un sueldo: nadie quiere que le bajen sus ingresos. Los promedios acumulados juegan el rol de unas cesantías de las que el estudiante podrá vivir cuando logre su objetivo último de no tener que estudiar. Es en este sentido uno de los pocos casos en que la educación prepara de verdad para la vida social; en ella se emula el hecho de que hemos cortado los vínculos entre la capacidad de aportes a un sistema y el reconocimiento que ese ambiente comporta para el individuo. La misma treta la hemos jugado en la sociedad como un todo; hemos cercenado la capacidad contributiva de un individuo al conjunto social de su valor como persona. Cuando personas que contribuyen mínimamente a la conformación de la sociedad —banqueros, financistas, productores de objetos letales, quienes abren mercados innecesarios, políticos corruptos— son, sin embargo, recompensadas con generosidad por el sistema, estamos haciendo una declaración implícita sobre el rol obsoleto de la educación. En efecto, ¿qué sentido tiene sentarme a asimilar la cultura universal cuando saber las vías de un mezquino juego en un mercado cambiario arroja resultados promisorios?

La pregunta entonces se hace evidente: ¿para qué educamos? No la planteo con ironía, y quisiera dejar claro que la respuesta que intuyo no es que se debe abandonar el empeño. Por el contrario. Parte de la crisis de la educación actual es que no tenemos muy presente para qué les enseñamos a nuestros niños lo que les enseñamos; que existió algo así como el imperio sumerio que floreció entre dos grandes ríos que creemos dieron origen a la humanidad misma, o que el vidrio desde el punto de vista químico se comporta más como un fluido que como un sólido. Y no es como creen los aludidos individuos “prácticos” porque quizá algún día a nuestros educandos les tocará levantar una civilización luego de la hecatombe nuclear o viral y más vale que sepan asentarse al lado de los ríos, o porque llegará el momento en que tendrán que habérselas con el vidrio caliente. Estos son sofismas acomodaticios de aquellos que no entienden que haya cosas que tienen valor en sí mismas. Por mi lado, se me hace una actitud casi tan peligrosa la que afirma que dichas cosas han de aprenderse porque son “interesantísimas”. Terminarán estos individuos usándolas como verdades salvíficas en el decir de Rorty (aquellas que nos permitirán eventualmente dejar de pensar en nosotros mismos) y no harán reparo en usarlas para apagar las llamas de lo que en sus radares perciben como “crisis morales”.

Creo de nuevo que es Midgley la que pone los puntos sobre la íes con toda contundencia cuando nos recuerda que debemos enseñar estas cosas porque con ellas “…se les está proporcionando una serie de mapas aproximados —físicos, emocionales, intelectuales— de los campos principales de la experiencia humana, mapas que más tarde ampliarán, mejorarán, y completarán por sí mismos”.

Esos mapas no sirven para propósito específico alguno. Solo para el general de incluir a los educandos en un proceso que se lleva a cabo entre más de dos y que se está dando desde que comenzamos a hablar: unirlos a una gran conversación universal de la cual deberán participar si quieren poder ser —para usar la expresión de Diógenes el Cínico—, ciudadanos del mundo.

Etiquetas: Camila López , filosofía , Roberto Palacio

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