La llegada de Andrómeda
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por LINA MARÍA PARRA
Ilustración de Julián Cárdenas
El hombre de la moto se quita el casco y desde la ventana puedo ver su pelo rojo. Tiene los ojos irritados, la piel quemada por el sol y llena de pecas. Parquea la moto en la entrada de la finca y no toca la campana de la portada, no necesita llamar la atención, sabe que lo están esperando. Cada mes lo esperan y él llega puntual, se baja de la moto, se quita el casco y no toca la campana. Usualmente nado en la piscina o leo en una hamaca y me hago la que no sabe que esto sucede, no escucho, no siento los pasos de mi papá sobre la gravilla cuando sale hasta el portón, ni el intercambio de palabras dichas entre dientes. La llegada del Mono siempre sucede a plena luz, antes del almuerzo, pero todos en la casa volteamos para otro lado y es mi papá quien camina solo, con un sobre de manila en la mano y dentro del sobre el paquete de billetes de cada mes. Mi papá es un hombre confiable, de palabra, se acerca en silencio y apenas si saluda al Mono con un movimiento de la cabeza. Quiere dejarle en claro que lo desprecia, que aborrece sus encuentros mensuales, pero como es un hombre de palabra, el Mono recibe el sobre de manila y no lo abre, no tiene que contar lo que hay adentro. Nunca se dan la mano.
Esta vez no nado en la piscina, ni me mezo en la hamaca, en cambio leo en mi cuarto junto a la ventana, en el segundo piso de la casa. La vista da al portón de entrada y cuando siento los pasos casi mudos de alguien sobre la gravilla levanto la mirada. Es mi papá con el sobre de manila en la mano. Preveo su trayectoria hacia el portón, al otro lado de los barrotes de hierro forjado de la puerta está el Mono, que se quita el casco y lo pone sobre el asiento de su moto. Ya casi es mediodía y el Mono tiene la cara toda sudada y brillante. La altura de la ventana desde donde miro me da la sensación falsa de la distancia, como si la cosa no fuera conmigo, cierro el libro y veo todo el encuentro como se mira una película o la desgracia ajena.
Mi papá nació daltónico. Se dio cuenta de pequeño, sentado con su hermano en la banca de atrás del carro de su padre. Los dos niños miraban por la ventana y mi papá le preguntaba a su hermano por qué decía que el pasto era verde si él lo veía rojo. Él mismo concluyó, unos años después, que era daltónico cuando encontró en una enciclopedia unas imágenes compuestas de círculos de colores en las que una persona normal tendría que poder discernir un número y él no logró ver nada. Todos sus hermanos leyeron las cifras escondidas en cada una de las imágenes: 39, 45, 88, 26, y él no vio más que círculos de colores terrosos. No sé si entendió entonces que gran parte del universo le había sido negada. Ya en su adolescencia empezó a interesarse por el espacio. Quería estudiar física pura para luego especializarse en astronomía. Se veía religiosamente los capítulos de Cosmos de Carl Sagan, buscaba libros en las bibliotecas para aprender a leer los cielos, con el dinero que ahorró de su trabajo como empacador de supermercado se compró un telescopio blanco con el que podía ver los cráteres de la luna. Empezó a tener la esperanza de que el hombre encontrara vida en el universo antes de que él muriera. No podemos estar solos.
Mi papá siempre ha sido un hombre que confía en las instituciones, por alguna razón su amor por la ciencia no le transmitió la tendencia a cuestionar los sistemas de pensamiento imperantes. Se arropa como un niño temeroso bajo el manto de seguridad de la Iglesia, el Estado, la Academia, la Familia. Yo me di cuenta de que había crecido el día que entendí que mi papá era un hombre con miedo. Desde la ventana el gesto de su caminar pausado, como si no tuviera afán de alcanzar al Mono al otro lado del portón, se me revela doloroso. La seriedad y la dureza de sus maneras son la valentía impostada de la que se reviste para que no se note lo obvio: que tiene miedo, que está muerto del miedo.
La conversación de este mes es más larga, se demoran uno frente al otro, desde cada lado de la puerta. Hablan entre dientes, miran a su alrededor como si temieran ser sorprendidos. Mi papá mete las manos en los bolsillos del pantalón y tensiona la espalda mientras el Mono se rasca la cabeza y guarda el sobre de manila. Desde la ventana me doy cuenta de que mi papá no quiere seguir ahí y por un momento me propongo bajar a acompañarlo. Hacerme la que no sabe nada y saludar al Mono como si no supiera quién es él y para qué viene cada mes. Pero yo también tengo miedo y me resguardo en la altura de la ventana como si fuera mi propia institución fantasmal.
En un momento mi papá niega fuerte con la cabeza, e inusualmente el Mono parece un poco inseguro. Saca el sobre de manila que ya había guardado en el bolsillo de su pantalón y por primera vez lo abre en frente de mi papá. El pelo del Mono chispea bajo el calor, hecho una llama de rojos brillantes, naranjas estridentes y amarillos encendidos, pero mi papá no puede verlo, para él el pelo del hombre al que debe pagarle cada mes una especie de seguridad obligada, es simplemente rubio cenizo. Yo, desde la ventana, sí me encandilo con la brillantez del pelo del Mono y me olvido por un momento de las razones que lo traen mensualmente a nuestra puerta, para maravillarme con los colores terriblemente violentos que lo coronan. Pienso en una zarza ardiente, pienso en la imagen de la galaxia de Andrómeda.
En la universidad mi papá estudió ingeniería electrónica. Se dejó convencer por su padre de la inseguridad económica que implicaba estudiar física. Se dejó llenar de miedo sobre el futuro. La astronomía se convirtió en su pasatiempo. Al telescopio le dio un hongo en uno de los lentes y la reparación era tan cara que quedó olvidado en el cuarto útil de la casa de mis abuelos. Aun así, cada noche mi papá levantaba la mirada al cielo y nombraba las constelaciones que reconocía: Orión, Canis major, Canis minor, Tauro, las Pléyades. Señalaba para sí mismo las estrellas por su nombre: Betelgeuse, Rigel, Sirio, y coleccionaba fotos de galaxias. Su favorita era Andrómeda. Fue uno de los primeros en tener internet comercial en la ciudad, y se descargó un programa para que, mientras él no lo usara, la Nasa empleara su computador como procesador de los datos recogidos por los satélites espaciales que buscaban vida extraterrestre. El universo era algo hermoso que no le daba miedo. La vastedad oscura que rodea a la Tierra lo asombraba en su colorido, y de pequeña me mostraba las fotos de las galaxias, los diagramas de los agujeros negros, el modelo del sistema solar, los anillos de Saturno.
Tengo el libro cerrado entre las manos, pero siento que los dedos se me entumecen. Mi papá allá abajo, y su conversación con el Mono, se me hacen algo del pasado. De repente entiendo que mi papá no puede ver los colores de las galaxias. Que las fotos que admira en sus libros son para él nada más que una amalgama de colores amarillentos y marrones, ocres y mostazas. El universo de mi padre es uno que no distingue entre los rojos, los fucsias y los azules. El calambre se me sube hasta las palmas de las manos y me duele pensar lo que pienso. Como si alguien hubiera muerto, me ahoga la impotencia de no poder mostrarle lo que yo veo siempre que juntos admiramos las nuevas fotografías que la Nasa publica de la galaxia de Andrómeda, tomadas en infrarrojo por el telescopio Spitzer. Ante el espacio él es un hombre sin recelos, pero caigo en cuenta de que también es un hombre ciego. Ha tenido que enfrentar el universo con la certeza de que no puede verlo, de que hay una infinidad de posibilidades que se desdoblan en los colores de las cosas y que a él le han sido negadas. Y aun así lo enfrenta, lo busca, lo estudia maravillado.
Abajo la conversación sigue entre dientes, mi papá mira hacia la casa pero no me ve en la ventana del segundo piso. El Mono hace rato dejó la pose de cobrador y parece desenroscarse en una historia larga que mi papá se ve obligado a aguantar. Se levanta la camiseta para secarse el sudor de la cara y asomada por la pretina de su pantalón hay una cacha de revólver. Mi papá y yo la vemos. Yo sé que él la ve por cómo su espalda se endereza crispada. Alcanzo a agarrar algunas palabras de la conversación, son recomendaciones bienintencionadas. En la noche mi papá nos explicará con rabia que el Mono le advirtió que mejor no volviéramos al pueblo en unas semanas, que no nos preocupáramos que ya no había que pagar más, que él quedó muy bien parado porque es un hombre de palabra, pero que la cosa se va a poner caliente. Le dolerá decirlo, porque nunca pagó por voluntad, sino por miedo, y por obligación.
Se espera que la galaxia de Andrómeda choque con la Vía Láctea en cuatro mil millones de años. Se espera que un bloque guerrillero que viene movilizándose desde el sur del país choque con los paramilitares que han dominado esta zona por varios años. Del ejército nada se sabe. Desde la ventana advierto cómo con este último pago se derrumba la confianza de mi papá en las instituciones. Se queda parado al pie del portón de hierro y mira a través de los barrotes la estela de tierra amarilla que levanta la moto del Mono en la carretera mientras se aleja. Yo lo veo flotar solo en el universo, sin nadie que lo acoja, que aplaque su miedo. Su única certeza es el vacío.
Luego camina hacia la casa, lento, como si tratara de no hacer ruido con sus pasos sobre la gravilla. Se sienta en la jardinera junto a la casa y se queda mirando un árbol de pomarrosas maduras. Sé que no puede ver su color rojo sangre. Mi papá confía a ciegas en que las cosas son como le dicen que son, solo puede acceder a versiones fantasmales y amarillosas de esas mismas cosas. Flores, frutas, galaxias. Me enseñó de niña cómo diferenciar los planetas de las estrellas. Estas titilan, los planetas no. Me enseñó a identificar a Marte por su color rojo, color que él nunca pudo ver. Me enseñó a no tenerle miedo a cosas por las que él estaba aterrado. Sé que no quiere entrar a la casa, que le avergüenza dar la cara como si nada hubiera sucedido. Tiene miedo y espera un momento a que se le pase. Esta vez el momento es largo. Se acomoda sobre la jardinera, recoge una poma del suelo y se la come. Parece que prefiriera esperar cuatro mil millones de años a la llegada inevitable de Andrómeda.