La promesa

¡Jamás voy a volver a pisar un barco! Esta fue la promesa que me hice a mediados de los noventa, durante un viaje de veintiún días a través del océano Pacífico.

Zarpamos de Tokio hacia Long Beach, el puerto de Los Ángeles, en el Punjab Senator, un carguero alemán recién construido. La tripulación, oriunda de Rostock, estaba a las órdenes de un viejo capitán que añoraba los tiempos de la República Democrática Alemana: “En aquellos días aún se podía contar con tiempo, montones de tiempo”, decía. Las mejores travesías las hacían a Cuba para descargar maquinaria agrícola a cambio de azúcar crudo. La operación podía tomar tres semanas, lo que permitía a la tripulación viajar por el país e incluso hallar algún romance. Hoy cada minuto en puerto está costeado y contado. El mundo se ha convertido en una empresa sin alma, monitoreada y cronometrada al segundo.

La falta de actividad física, el tedio generalizado en los espacios cerrados y el ruido constante de los motores, todo ello, era demasiado para mi cerebro y mi alma, tan acostumbrados a usar estímulos del mundo exterior para funcionar. Tuvimos una doble navidad, pues cruzamos la línea de cambio de fecha el 24 de diciembre. Ambas celebraciones estuvieron acompañadas por un pato asado a la Pekín que parecía de caucho y olía a aceite de motor, como todo lo demás. El chiste recurrente entre los oficiales decía que Vladimir (el cocinero, de San Petersburgo) mataba la comida dos veces.

Vladimir también mataba botellas de vodka. Después de la cena a menudo tocaba la puerta de mi cabina acompañado de una botella sin descorchar. Brindábamos por Pushkin, Tolstói, la glasnost, la Madre Rusia, la amistad y el coraje hasta que me daba por vencido y él me decía con su espeso acento ruso: “¡Mira cuánto bebo por ti! ¡Tú no estás bebiendo por mí!”.

Pero no todo fue tedio y vodka. Una gran tormenta, con vientos huracanados, golpeó al Punjab Senator en medio de la travesía. Tuvimos olas de entre diez y quince metros, una situación realmente peligrosa para cualquier embarcación. Esto nos sacó a todos del proceso de embalsamamiento. Durante tres días con sus noches nadie durmió. El Punjab Senator, que hacía su viaje inaugural cruzando el Pacífico, tuvo que reducir su velocidad para no ser atrapado, entre la proa y la popa, por la cresta de una ola, una posición que crea un vacío central que podría romper la nave en dos. Observando esas planchas que mantienen unido un barco podías seguir, literalmente, los golpes de las olas pasando por el cuerpo de metal de la nave. Al mencionarle esto al agotado capitán, me tranquilizó explicándome que las propiedades elásticas de la estructura aseguraban que el impacto de las olas fuese absorbido y desviado, evitando daños estructurales. Luego añadió una frase impactante: “Lo que es inflexible puede quebrarse”.

La traición

Mi amigo Till, el orgulloso capitán del SY Passage —participante en la regata Whitbread alrededor del mundo—, construido en aluminio reforzado, había estado navegando por el norte lejano por los últimos cuatro años. Remontó la costa de Noruega hasta Svalbard, bajó por la costa este de Groenlandia hacia Islandia, subió por la costa oeste de Groenlandia y regresó a Europa. Yo había estado eludiendo las repetidas invitaciones a unírmele, insistiendo en mi absoluta ignorancia de asuntos marineros, en la tortura de los mareos, en los peligros de un suicidio o un asesinato y en el pánico a verme atrapado en una situación social insoportable en esa caja de metal de dieciocho por cinco metros. Till desplegó argumentos contra mi escepticismo: yo tendría la oportunidad de salir de mi zona de confort, compartiría un espacio con personas que de otra manera no podría conocer, personas que no piensan como yo, no votan como yo, no se visten como yo; la experiencia ampliaría mi horizonte social y me haría un ser más tolerante.

Al final, fue una combinación de cosas: un verano aburrido y muy caluroso en Zúrich, una larga racha de desempleo y la atracción por lo desconocido hicieron que viera el viaje como una oportunidad para refrescarme, tener una aventura y tal vez ganar algo de dinero, que mucha falta me hacía.

En mi papel de fotógrafo, mi primer intento fue con una revista austriaca encabezada por una frase perfecta para mi decisión: “Descubre y comprende el mundo”. Mi propuesta se enfocó en una incierta misión científica en la que iba a embarcarse la tripulación del SY Passage, que consistiría en tomar muestras de un permafrost que nunca antes se había investigado y descubrir nuevas formas de vida. Como lo científico de la misión estaba en duda, el intento recibió una rotunda negativa por parte del editor: “Un montón de europeos ricos navegando hacia el este de Groenlandia ¡NO ME INTERESA!”. La siguiente revista, que estaba dedicada por completo al mar, respondió que acababan de hacer algo sobre Svalbard y que, por tanto, no estaban interesados en más hielo. Entonces —justo cuando estaba fuera me volvieron a meter— me llegó una respuesta positiva de una revista de aerolínea interesada en los aspectos del viaje que sugerían una aventura. Firmé un contrato que me dejó sin excusas. Cuando le hablé del proyecto a mi hermano (un hombre con alguna experiencia marítima en el círculo ártico), su consejo fue que comenzara a tomar duchas frías de diez minutos. Este entrenamiento debería demorar mi muerte por hipotermia por, al menos, un par de minutos cuando cayera en las aguas heladas.

El fin del mundo

El vuelo de Air Iceland de Reykjavik a Kulusuk (uno de los cinco asentamientos a lo largo de los 2670 kilómetros de la costa este de Groenlandia) estaba lleno de turistas treintañeros y unos cuantos niños, todos vestidos con atuendos de excursionista, caros y coloridos. La persona sentada junto a mí tenía el tipo de una vikinga: piel blanca ligeramente sobreexpuesta y cabello rubio, cara redonda y penetrantes ojos azules, dedos gruesos, cuello fuerte y una trenza bella y elaborada. ¿A qué iba a Kulusuk?, le pregunté. Respondió en un inglés con acento holandés que iba a hacer un viaje en kayak. Esperaba ver osos polares, ballenas, narvales, cazadores inuit y desprendimientos de glaciares ¡antes de que se acabaran! Estas últimas palabras no invitaban mucho a más conversación, me dejó mirando por la ventanilla preguntándome acerca del fin del mundo.

En el avión también iba Diane, joven, adorable y de gafas, miembro de la tripulación del SY Passage e investigadora de células madre, que iba a ser cocapitana en el viaje, es decir, una de mis futuras jefas. Acababa de llegar de una misión científica de dos meses en el Atlántico norte, en la que usaron drones para recolectar muestras de la respiración de las ballenas para analizarlas en busca de contaminantes.

De cuando en cuando, como si alguien hubiese encendido una bombilla, el brillo de un iceberg irrumpía a través de la monotonía del manto de nubes grises que cubría el estrecho de Dinamarca. Al comenzar el descenso, más luces se encendieron, con sus halos tocándose unos a otros. De repente los icebergs tomaron forma, gigantescos, brillantes y azulados, rectángulos perfectos como cargueros de contenedores esperando pacientemente en fila para pasar a través de las esclusas del canal de Panamá.

Una ballena muerta

Luego de registrarnos en el Hotel Kulusuk el dueño, mitad danés, mitad inuit, nos informó que en el pueblo acababan de capturar una ballena piloto, que deberíamos ir a ver; se encontraba en el embarcadero. Por alguna razón inexplicable, tanto Diane como yo esperábamos que la ballena estuviese viva. Caminamos los treinta minutos desde el pueblo como si de conocer a Moby Dick en persona se tratase. Tal vez después de dos meses de observar ballenas, era imposible para Diane pensar de otra manera, ¡yo debí haberlo sabido!

Nuestro feliz y expectante estado de ánimo se vio interrumpido brevemente por una jauría de perros de trineo encadenados que mostraban una expresión realmente amenazante. Más lobos que perros, definitivamente; incluso los cachorros que andaban libres por allí no inspiraban mucha ternura. La tarde destellaba con un cielo azul. El pueblo parecía de juguete con sus sesenta casitas pintadas de brillante azul y rojo. Junto a estos hogares de juguete había enormes y oxidadas cisternas de petróleo, un cementerio con cruces blancas desperdigadas, la mayoría sin nombre, una iglesia, una escuela, un supermercado, y un diminuto museo donde se exhibía el “modo de vida tradicional”.

La ballena piloto, de color gris oscuro y cerca de cinco metros de largo, estaba flotando de lado, atada a un motor fuera de borda por una soga alrededor de la aleta de cola. Su ojo estaba abierto. ¿Acaso lo cerró? El arpón la había golpeado sobre la aleta lateral, donde un chorro de sangre se había congelado. Habían cortado la aleta dorsal y estaba tirada sobre una roca cerca de una piel de foca que habían puesto a secar. Cuando levanté la aleta toqué la parte de la carne, ¡se sentía justo como carne roja! Nunca antes había tocado un mamífero marino, por un instante sentí como si estuviera viendo el cuerpo de un miembro da mi familia.

Parado cerca con el rifle sobre los hombros, rodeado por una pequeña multitud de curiosos, el cazador disfrutaba un cigarrillo, dándole profundas y significativas caladas. Como sucede con otras personas (gente de piel suave, indígenas americanos), era difícil estimar su edad. A juzgar por su cabello negro y su piel bronceada sin arrugas diría que estaba entre los veinticinco y los cuarenta años. Vestido con varias capas de suéteres bajo una chaqueta negra que había sido usada para pintar algo de azul, explicaba en buen inglés que primero le había disparado a la ballena con el rifle de caza, y luego la había arponeado. La carne le aseguraba que sus perros no pasarían hambre durante el invierno que se avecinaba. Dos meses atrás había matado a su primer oso polar, lo que lo convertía en un cazador consumado.

Por la tarde nos unimos a un grupo de turistas estadounidenses que habían concertado una visita al museo del “modo de vida tradicional”. La visita estaba guiada por una pareja, ambos maestros. Ella era nativa de Kulusuk, él de Nuuk, y habían estado en Suiza como invitados de un científico amigo. Quedamos maravillados ante las habilidades de supervivencia de los inuit: kayaks hechos de madera a la deriva llegada desde Siberia y de huesos de animales, drenajes y guantes para remar hechos de piel de foca, atuendos completos hechos de piel de oso polar, piezas portátiles de madera tallada que parecían raíces de jengibre, pero que en realidad eran mapas de la línea costera utilizados para la navegación. Para evitar la ceguera causada por el resplandor de la nieve cortaban pequeñas rendijas en piezas de hueso que luego usaban a modo de gafas para el sol.

Ahora era diferente, estaban en un período de transición de una sociedad de cazadores a una de pescadores, lo que estaba causando muchos problemas y sufrimiento. Significaba una rápida pérdida de identidad porque culturalmente, y en un nivel instintivo, aún eran, por mucho, cazadores. Pero la pareja guía agregó que los inuits son un pueblo positivo que mira hacia el futuro. La siguiente generación estudiará duro, aprenderá habilidades organizacionales y pronto se independizará de Dinamarca. Si se alcanza la independencia, los 56 000 groenlandeses, de los cuales el 85 por ciento es inuit, reinarán sobre más de 2.1 millones de kilómetros cuadrados de tierra cubierta por el hielo. La gente sabe que la independencia podría hacerlos ricos. El acelerado derretimiento de la capa de hielo les facilitaría el acceso a incontables depósitos de minerales, incluyendo las muy codiciadas tierras raras, necesarias no solo en computadores y teléfonos inteligentes sino también en turbinas eólicas y autos eléctricos.

Un rifle para llevar

Till estaba anclado en el pueblo vecino de Tassilaq, al costado de una nave de suministros, la Angaju Ittuk, enviada por Dinamarca en el verano, cuando la retirada del hielo la permitía atracar. Desde la lancha en la que estaba cruzando la bahía al día siguiente, me las arreglé para fotografiar la cola de una ballena jorobada entre los icebergs, antes de que desapareciera. Iba a ser la única imagen de una ballena que tomaría. Tassilaq, el asentamiento más grande en el este de Groenlandia, con cerca de dos mil habitantes, parecía, de lejos, un pueblo minero de los Andes. Tal vez ese sea su futuro. La tripulación del Passage aún no estaba completa, Bruno, el arquitecto de Zúrich, llegaría al día siguiente.

A bordo hasta ahora: la capitana, Leonie, una persona peculiarmente no verbal a mediados de sus veintes, de Suiza. La cocapitana Diane, la investigadora de células madre, mitad iraní y mitad estadounidense, pero criada en Suiza. Till, el capitán fumador y vapeador, en la mitad de sus sesentas, firme en su decisión de ceder el poder absoluto a estas dos jóvenes mujeres. Yo, con casi cincuenta y ligeramente calvo (lo que trato de compensar dejándome crecer la barba), fotógrafo en la crisis de la mediana edad y con gafas negras bifocales de diseñador. ¿Iría a ser de alguna utilidad a bordo? Oriundo de la parte italiana de Suiza. Johannes, un arquitecto alemán de sesenta años, fumador y curtido, de cabello largo y gafas a lo John Lennon. Su tarea era acortar la escota para sacarle velocidad extra a cualquier vela con la que estuviésemos navegando. Mathias, cerca de los sesenta, también de Suiza, hombre de familia y glaciólogo por formación. Estaba ansioso por volver al mundo congelado tal como lo había hecho en su juventud cuando vivió en Alaska. Este también era su primer viaje en un bote de vela.

Mi primera asignación fue encargarme del asunto de la protección contra los osos. Till me envió a ver al setentón Roberto Peroni, un explorador italiano que cruzó 1400 kilómetros del manto de hielo con una jauría de perros de trineo, escribió un libro al respecto y abrió un hostal sobre una colina con vista al pueblo y al puerto. La jugada era que, al hablarle en su nativo italiano, tal vez ganaría su buena voluntad y podría alquilar un rifle de caza junto con las necesarias balas dum-dum, necesarias para defenderte del ataque de un oso polar. Peroni, de cabello gris, alto y esbelto, simpatizaba con la causa, pero a menos que pudiésemos garantizar el retorno del rifle no lo alquilaría.

Traté de convencerlo de que nos vendiera uno, pero tampoco funcionó. Su negocio de turismo estaba floreciendo y necesitaba todos sus rifles. Pude contar cerca de treinta alineados en su oficina. Till (que tenía alrededor de veinte balas que le habían quedado de un viaje a Svalbard) decidió comprar el arma en el centro comercial. Mostramos una bala al vendedor inuit y señalamos la sección de rifles. Luego de diez minutos regresó de la parte trasera con un equipo completo, incluyendo binoculares. No había que mostrar ninguna identificación, no había que firmar nada. Un rifle para llevar, por así decirlo.

A continuación, fui puesto a cargo de comprar comida para siete personas durante tres semanas. La experimentada Leonie tenía una regla de oro: debíamos llenar al menos tres carros de supermercado y, de la mayor importancia, debía haber una manzana diaria por persona, lo que daba un total de 147.

Esa noche fuimos a la discoteca local. Tenía una atmósfera enérgica con muchas parejas bailando mediante el método de agarrarse con fuerza y dar giros, otros saltaban de arriba abajo al estilo punk. Todo animado por una banda de rock en vivo con una vocalista impactante y hermosa que estaba cantando vestida con un uniforme de fútbol. Cuando no estaba cantando estaba bebiendo y abrazando y besando a sus compañeras de equipo. En general, las mujeres se veían más felices que los hombres. El equipo de Kulusuk acababa de ganar el torneo femenino de Groenlandia del este. La edad de la gente en la pista iba desde los quince a los ochenta años y algunas personas se arrimaban hasta nuestra mesa para sacar a alguien a bailar o invitar a todos a formar un círculo, tomarnos de las manos y celebrar la victoria. En cierto momento, Till estaba bailando feliz con una inuit octogenaria.

Cuando salí para tomar aire debían ser las dos de la mañana y todavía había suficiente luz como para jugar un partido de fútbol. Una anciana borracha, capaz apenas de caminar, salió de la disco y trató de tomar el camino, iba escoltada por un hombre joven, cuando caía él le ayudaba a levantarse, juntos recorrieron unos cien metros hacia la orilla de la bahía, ella cayó de nuevo en el frío concreto, él se tendió a su lado y ahora parecían un matrimonio que acababa de irse a dormir.

Volví adentro pensando en la tasa de suicidio de los groenlandeses, de lejos la más alta del mundo. ¿Era la transición a la modernidad con la pérdida de identidad que conlleva? ¿Era el período invernal de oscuridad total con sus cuarenta grados bajo cero? ¿Una predisposición genética? ¿Se las arreglaron los aparentemente desinteresados y sobreprotectores daneses para fregar a estos feroces cazadores con sus generosos programas de bienestar social y sus coloridas casitas de juguete? ¡Preguntas sin respuesta!

Mare incognita

Finalmente, llegó Bruno desde Kulusuk, un arquitecto suizo con mucho estilo, una barbita de hípster y experiencia como capitán. Ya podíamos zarpar. Fui a darle un vistazo a Till, quien estaba sentado a la mesa de mapas estudiando atentamente uno que exhibía una advertencia:
“PRECAUCIÓN: POSICIONES OBTENIDAS POR SATÉLITE
Las posiciones obtenidas mediante sistemas satelitales de navegación como el Sistema de Posicionamiento Global (GPS) están basados en los datos de 1984 del Sistema Geodésico Mundial (WGS). La diferencia entre las posiciones obtenidas por satélite y las posiciones en esta carta no pueden determinarse; se advierte a los navegantes que estas diferencias PODRÍAN SER SIGNIFICATIVAS PARA LA NAVEGACIÓN y por lo tanto se les aconseja usar fuentes alternativas de información posicional, en particular si navegan cerca a la costa o en las cercanías de elementos peligrosos”

En los días siguientes quedó claro: algo salió mal en el paso de papel a digital. A veces, según el mapa de ruta del GPS de Navionics, estábamos navegando sobre tierra firme, rocas y picos montañosos. El este de Groenlandia no tiene todavía, en 2019, cartas de navegación confiables. Las cartas electrónicas actuales están llenas de errores: islas que no existen e islas que sí existen, pero no en las cartas… Había otro problema tecnológico, el repetido mal funcionamiento del Eco Sounder que se usa para determinar la profundidad. Mathias, el glaciólogo, conocía el problema: estaba relacionado con el cambio de salinidad que altera la velocidad de desplazamiento del sonido y, por lo tanto, la precisión del aparato. En fin, me dije, no te preocupes, bendita sea la ignorancia, deja que los profesionales lo hagan. Izamos la vela mayor y dejamos, en silencio, la protección del puerto de Tassilaq.

Icebergs en las rocas

Icebergs, su colosal tamaño, sus formas y colores, su poder simbólico y real. Uno puede pensar en ellos como land art, como pedazos del planeta derritiéndose al ritmo del termostato, como testimonios de la historia climática y geológica o como peligros marítimos (nuestra preocupación más inmediata). Churchill soñó con emplearlos como pistas de aterrizaje en la Segunda Guerra Mundial, hoy los ingenieros piensan en remolcarlos desde la Antártida hasta Sudáfrica para resolver la aguda escasez de agua. El agua que contienen impulsará el ascenso del nivel del mar, cambiará su salinidad y posiblemente interrumpirá el flujo de las corrientes marinas y perturbará las cadenas alimentarias.

Mientras más te acercas más ruidosos se vuelven, se mueven crujiendo, a veces dándose la vuelta, explotando, haciéndose añicos. En un día soleado la actividad aumenta dramáticamente: comienzan temprano en la mañana, exudando y goteando profusamente como una cerveza de litro que un blanco europeo se está tomando en el trópico. Al fundirse el hielo las burbujas atrapadas suenan como si se destaparan al tiempo un millón de bebidas efervescentes. Esta resulta ser la razón por la que no se puede asustar a los osos polares sonando la sirena, están muy acostumbrados a altos niveles de ruido.

Después de anclar a la vista del fracturado glaciar, a los 65° 51’ 26,1” N, 38° 37° 01’ 47,3” O, preparamos los kayaks y remamos hacia los imponentes icebergs, que se veían mucho más cerca de lo que realmente estaban. En el regreso al Passage, dejando atrás el concierto que ofrecía el goteo del deshielo, Till decidió que yo debería recoger un pedazo de hielo para el gin tonic vespertino.

Al día siguiente navegamos a través de varios fiordos y llegamos, hacia el final de la tarde, al asentamiento de Kuummit, a los 65°51’26,1” N, 37°01’47,3” O, un poblado con cerca de cien casas. En el muelle había cuatro hombres y una mujer tomando café, fumando y mirando hacia el fiordo, en el que dos ballenas jorobadas emergían a tomar aire, formando ondas en las aguas calmas. Estaban en su descanso matutino del trabajo en la planta procesadora de pescado, donde limpiaban el fletán que iba a ser embarcado para el continente. Hice un retrato de un hombre de cabello gris, con una amplia sonrisa, que sostenía un cigarrillo. En la planta pedimos permiso para llenar nuestros tanques de agua y pagamos con barras de chocolate suizo, una divisa efectiva. La señal de celular volvió, débil, pero volvió.

Fui a visitar el pueblo y vi a una madre hablando por celular con un recién nacido en un enorme cochecito bajando la colina. Dos mujeres charlando y bebiendo cerveza en un porche, un perro de trineo ladrando, un hombre en un vehículo oruga remontando la colina, un helicóptero rojo en la distancia a punto de aterrizar, un cementerio grande con montones de cruces blancas decoradas con flores de plástico, motonieves parqueadas, trineos rotos usados como bancas, tres niños saltando en un gran trampolín negro, pescado secándose en un solar, música rock atronando desde una casa, bicicletas oxidadas y pipetas de gas tiradas por ahí, la red eléctrica tendida sobre el terreno, parches de hierba con flores púrpura, un anciano sentado a la entrada de la iglesia mirando hacia la bahía con binoculares, una toalla del Barcelona en un alambre, unas diez focas muertas que estaban siendo pesadas y marcadas por un niño. Muchas casas, de nuevo pintadas de rojo y azul, estaban ancladas al terreno mediante sogas tendidas sobre los techos y atadas a grandes rocas o a barriles de petróleo llenos de concreto.

Al día siguiente, cerca del ocaso, luego de ver una foca ocelada en una banquisa y de exponernos al radiante glaciar Knud Rassmusen, llegamos a lo que iba a ser el último lugar habitado que veríamos. Sermiligaaq, que tiene unas treinta casas y doscientos habitantes, se asienta en un valle en forma de una U perfecta, rodeado por altos picos y con una pared de hielo como telón de fondo. ¿Quién, en este mundo, decide quedarse a vivir aquí? En el muelle, un grupo de adultos y niños observaba con curiosidad nuestras exitosas maniobras de atraque. Till invitó a todos a bordo, provocando una procesión de visitas y una disminución considerable de nuestras existencias de cerveza, bebidas, papitas fritas y chocolates.

El carácter se congela o se derrite bajo presión

Leonie seguía siendo la criatura no verbal, sensata y profundamente silenciosa que había revelado ser desde el principio, comprometida por completo con cualquier tarea y dispuesta a trepar al mástil cuando fuese necesario. Nunca se quejó por las ampollas en sus manos y horneaba deliciosos pasteles de manzana con canela y azúcar. Pero un nuevo rasgo estaba por emerger: su determinación para tomar grandes riesgos.

Johannes, según supe, era padre de tres hijos de tres matrimonios distintos. A estas alturas ya había cejado en sus intentos de asumir la posición de macho alfa a bordo y se volvió más y más callado conforme avanzaba el viaje. Este cambio se vio reforzado por el hecho de que el resto de la tripulación hablaba alemán suizo y rara vez se molestaba en cambiar al habla alta del idioma. Se hallaba, además, afligido por un problema existencial al haber perdido su licencia de conducción por manejar borracho.

Luego de estar enfermo de mareo por un par de días, Mathias resucitó y todos pusimos nuestras esperanzas en sus conocimientos como glaciólogo. Viendo la frecuencia con la que el Eco Sound perdía el rumbo, bien fuese que navegáramos a lo largo de la costa o que nos internásemos en un fiordo, nuestro profesor experto en ambientes extremos era consultado como un oráculo. Él observaría el paisaje a nuestro alrededor, estudiaría su formación y geología y emitiría un veredicto acerca de en cuál ruta hallaríamos más profundidad. ¡Magia! Igual que los inuits, nosotros teníamos nuestro propio y potente chamán y seguíamos su consejo.

Diane era el alma feliz a bordo, siempre con una chispa en la mirada y la sonrisa fácil. Si este era un largo viaje psicodélico, ella era la puerta de regreso al mundo conocido, un seguro contra la locura. De haber algún asunto de mujer alfa entre ella y Leonie, mis sensores no estaban calibrados para detectarlo. Su relación parecía colaborativa, armoniosa y orientada hacia las tareas de la expedición.

Till, el indiscutido espalda plateada, se deleitaba contando historias de su ilimitado repertorio de aventuras, que incluía una acerca de haber sido secuestrado, siendo periodista, por el ELPS (Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán), un percance que calificaba retrospectivamente como su mayor logro. Era típico de él contar una historia y ver si podía impactar y sorprender a sus oyentes, moverles el piso, sacudir sus fundamentos y creencias. De vez en cuando me pedía que reforzara el programa de esparcimiento contando historias de mi juventud que involucraban infracciones menores, como la invención de una lotería falsa en nombre de la Virgen María y la vez que convencí a mi hermana para huir de casa y vivir en el bosque, una aventura que solo duro unas doce horas.

De regreso al trópico

Se esperaban fuertes vientos causados por una profunda depresión que se movía entre Groenlandia e Islandia sobre el estrecho de Dinamarca. Al dejar Sermiligaaq se decidió que debíamos alejarnos de la costa hacia aguas abiertas y enfilar hacia el norte hasta un lugar llamado Storo donde podríamos encontrar abrigo, según una entrada de 1931 en las Direcciones de navegación del Almirantazgo: piloto ártico, volumen II. El mar nos estaba dando una paliza y el considerable oleaje hacía difícil distinguir las banquisas de las olas rompientes, para no mencionar alguna roca puntiaguda sobresaliendo entre los icebergs. El radar tampoco ayudaba mucho. El ambiente era tenso, todos estábamos en cubierta listos para ejecutar las órdenes. Alcanzamos Storo a tiempo antes de que los vientos atiborraran la costa de miles de témpanos, haciendo imposible la entrada.

Luego, aquella misma tarde, una partida salió en kayaks para ver si la situación había cambiado en mar abierto. La expedición regresó convencida de que deberíamos esperar a ver qué traía el estado del tiempo al otro día. A la tarde siguiente el viento amainó y todos estuvimos de acuerdo en que deberíamos intentar alcanzar aguas abiertas para evitar formaciones rocosas cercanas a la costa sin cartografiar. Tan pronto como dejamos la protección de la bahía nos enfrentamos a una barrera de banquisas y témpanos con fuertes vientos contrarios y un oleaje que no era diferente al del día anterior. Alguien debería haber sugerido el regreso a un sitio seguro, yo debí haberlo hecho, pero estábamos todos muy emocionados. En particular, nuestra capitana Leonie y Johannes tenían una mirada brillante y una expresión febril cargada de adrenalina.

La luz se desvanecía rápidamente, Johannes me ordenó apostarme en uno de los costados y vigilar que no hubiese banquisas u otros obstáculos, pero yo no estaba viendo mucho a través de mis gafas. Bruno estaba al timón manteniendo el curso, la barba hípster la daba ahora el aspecto de un curtido marino. Till permanecía bajo cubierta. El Passage iba surcando las olas con bravura, adentrándose en ellas para luego emerger triunfante. Bajo cubierta, el sonido magnificado de los bloques de hielo deslizándose a lo largo del marco de aluminio se sentía como si proviniese de grandes colisiones, en especial cuando golpeaban la quilla de 3,4 toneladas. Till estaba inconmoviblemente confiado, hablaba del Passage como si este fuese un tanque peso ligero.

Cuando una preocupada Leonie bajó a consultar con Till, sobre cubierta Johannes vio lo que nadie había visto: un pequeño islote a unos cien metros a las once en punto. Era difícil verlo, pero una vez que fijabas tu vista en su silueta se veía muy claro. Las olas lo golpeaban, cerniéndose sobre él ¡descargando su energía en grandes chorros de espuma! Por primera vez en cubierta desde que dejamos Storo, Till se veía realmente preocupado, de inmediato ordeno lo que llamó un Kuh Wende, una maniobra de 180 grados que terminó por ubicar al Passage de proa a la línea costera y navegando a favor del viento, una manera mucho menos ruidosa y dramática de avanzar. También dio la orden de seguir exactamente la ruta trazada el día anterior por el GPS y regresar a Storo. La verdad, nos salvamos por un pelo, Johannes fue el héroe de la jornada pues, al parecer, salvó al Passage de hundirse con nuestras almas a bordo. La posición del islote establecida por el GPS debía ser transmitida a las autoridades marítimas de Dinamarca para propósitos cartográficos. De regreso a la protección que nos brindaba Storo, anclados en la misma posición que antes, la tripulación se fue a descansar, pero es imposible dormir cuando estás cargado de adrenalina.

Al día siguiente nos preparamos para una larga espera mientras el sistema de baja presión se expandía. De acuerdo con el pronóstico del estado del tiempo iba a haber una oportunidad en dos días. Finalmente, tomamos un descanso que mucho necesitábamos. Nos las arreglamos para dormir, tomar una ducha y cambiarnos. Abrí una lata de cerveza, cerré los ojos y me puse de cara al viento. Al final todo acabó: la humedad, el frío, el mar picado, el mareo, los icebergs amenazantes, las peligrosas banquisas, el miedo de chocar contra un islote que no está en las cartas. ¡Todo pasó! Estaba de regreso a los trópicos, a donde los humanos pertenecen en verdad.