Archivo restaurado
Universo Centro 100
Septiembre 2018
Por Alfonso Buitrago Londoño
Fotografías por Edgar Jiménez Mendoza
A mí los Pepes me debieron haber matado. Todavía no entiendo por qué no me mataron —me cuenta Édgar Jiménez Mendoza, conocido como el Chino, mientras buscamos en la orilla de la vía, en un corregimiento cercano a Medellín, a un viejo amigo suyo con quien compartió sus días durante la época en que fue el fotógrafo privado de Pablo Escobar.
Es cerca del mediodía de un sábado soleado en tierra fría. El Chino lleva una camiseta tipo polo metida por dentro del bluyín, correa y tenis, el atuendo que más lo identifica. Tiene 68 años y mide un 1,74 metros. Usa gafas, lleva el pelo canoso un tanto alborotado y cuando uno le pone la mano en el hombro para saludarlo siente su cuerpo huesudo. Cuando lo recogí por la mañana en su casa en Aranjuez todavía estaba resacoso y no se acordaba de que el último mensaje de wasap me lo había enviado a la una y media de la mañana. Estaba jugando billar con unos amigos en un bar del Centro de Medellín, que además funciona como club de ajedrez.
Entre sus aficiones también están jugar o ver jugar ajedrez —sobre todo beber con los ajedrecistas—, y ha sido fotógrafo de algunos torneos internacionales. La discreta y tragicómica historia del ajedrez local —que no escapa a su capítulo relacionado con la mafia— lo ha tenido como uno de sus peones más persistentes.
Nos recomendaron que preguntáramos por el amigo del Chino —a quien le perdió la pista hace unos veinte años— en un hospedaje y tenemos la esperanza de que nos quiera contar la historia de cómo creó y editó, hace cuarenta años, cerca de quinientos números de algunas de las primeras revistas pornográficas de Colombia, con nombres como Cuerpos, Póster, Tabú, Póker, Faxx, Jeans, distribuidas en toda América Latina por Editorial Televisa de México, y de las que el Chino fue fotógrafo en sus primeras ediciones.
Pionero del porno local. El Chino tomó esta fotografía
para la revista Cuerpos a principios de los ochenta.
Nos detenemos frente a un portón de madera pintado de blanco y el Chino se baja del carro.
—Yo sufro de claustrofobia, ya no me aguantaba ahí adentro —me dice mientras cruza la calle y se dirige ansioso al portón que está cerrado con una cadena.
Tenemos la dirección del hospedaje, una foto de un perfil de Facebook —inactivo desde mayo del año pasado— y una fecha de nacimiento: 9 de junio de 1969, que no cuadra con las cuentas del Chino, quien nació en 1950 y lo recuerda como un contemporáneo suyo. Si el amigo hubiera nacido en ese año que aparece en su perfil, para 1980, cuando ambos se conocieron, hubiera tenido once años contra treinta del Chino. En la foto del perfil está calvo, con una incipiente barba canosa y unas gruesas gafas oscuras. Aparenta menos años de los que supone el Chino, quien además lo recuerda con pelo y más flaco.
O el año de nacimiento está equivocado o existe la posibilidad de que no demos con el hombre correcto y los anales de las primeras poses criollas de porno nos queden incompletos. Hasta ahora tenemos quince fotografías originales del Chino y dos ejemplares de dos revistas diferentes consignadas en un incipiente archivo sobre el erotismo local, guardado en la Universidad Nacional bajo responsabilidad del profesor Óscar Calvo.
Pero dichos ejemplares son de una época posterior a la participación del Chino, cuando la revista dejó de usar modelos locales —jovencitos y jovencitas de las comunas atraídos por un pago fácil— y comenzó a publicar imágenes extranjeras en sus portadas. Y carecen de la picardía, el sabor y el color típicos de los cuerpos de nuestras laderas.
Ocho días atrás habíamos estado en un restaurante del occidente de Medellín preguntando por un pariente de Pablo Escobar, pues en una lujosa casa del barrio El Poblado donde vivió en los años noventa, los Pepes quemaron gran parte del archivo fotográfico del Chino. La casa de dos plantas, con piscina y gimnasio, quedaba ubicada en la urbanización El Diamante Nro. 1, en la carrera 42 con 16B Sur, al frente del Club El Campestre.
A eso de la una de la tarde del 15 de febrero de 1993 hombres armados intimidaron al portero, entraron, le rociaron gasolina a la casa y le prendieron fuego. Los reportes de prensa de la época dicen que solo se salvó de las llamas la piscina y se quemaron varias motocicletas, un kart, muebles, tapetes, esculturas, electrodomésticos, pinturas y varios originales de Picasso, Dalí, Grau y Botero. Veinticinco años después, los mismos que cumplirá de muerto Pablo Escobar este año, buscamos que aquel testigo de esa cacería nos cuente su versión de la historia.
En esa casa consumida por la venganza, el Chino tenía a su disposición un moderno laboratorio fotográfico que él mismo y su hermano Elkin le habían ayudado a construir al dueño cuando se interesó por la fotografía. El Chino fue instructor y cómplice en lo que se vislumbraba como una aventura empresarial.
—El laboratorio se salvó porque lo habíamos desmontado y lo habíamos llevado para una casa en Envigado, pero olvidé unos paquetes con muchos negativos. No recuerdo bien si los dejé en el cuarto donde estaba el laboratorio o en la biblioteca que quedaba en un nivel superior. Me parece que fue ahí, empacados en sobres de manila, donde los llevé debido a que el cuarto del laboratorio, que quedaba en el garaje, era húmedo y nos estaba dañando los equipos por los hongos —recuerda el Chino.
Si hay algo que se ha ignorado en esta manoseada historia nuestra del narcotráfico —que de solo mencionarla de nuevo a muchos produce hartazgo— es lo que vivieron gentes comunes y corrientes, quienes por distintas razones se encontraron o quisieron estar al alcance de las primeras ondas expansivas de un negocio desconsideradamente lucrativo.
¿Sentirán culpa por haberse dejado arrastrar por el imperativo deseo de hacerse ricos, por haber querido vivir rodeados de poder y opulencia o por haber cerrado los ojos frente al huracán violento que se levantaba en sus narices? ¡Ay, Señor, pero quién no ha pecado alguna vez por ambición o por omisión en esta tierra de devotos católicos! Quizás ahora quisieran que ese pasado fuera borrado de la faz de la tierra. Que les implosionaran la memoria con toneladas de dinamita —como se propone hacer el alcalde Federico Gutiérrez con el simbólico edificio Mónaco—, pero entonces dejarían de ser lo que son. Renunciarían a esa condición esencial de sus vidas de haber sido testigos de primera mano de una época con la que todavía se define nuestro lugar en el mundo.
El anuncio oficial de derribar el edificio Mónaco, clamor que acompaña una parte de la sociedad que no soporta ver las ruinas de lo que fuimos —así como le rehúye a la decadencia de sus cuerpos o a las imágenes de sus muertos—, conmueve porque confía ingenuamente en que la pólvora conseguirá borrar la culpa y la vergüenza que aún produce haber acogido y hecho florecer con tan violenta pasión un negocio que despertó tanta codicia e indolencia.
***
El apartamento donde vive el fotógrafo que conserva las imágenes de los años más ostentosos de la mafia está ubicado en un barrio tradicionalmente obrero y no tiene más de ochenta metros cuadrados, con tres habitaciones que comparte con Irma, su madre de 92 años, y seis perros recogidos de la calle. En la parte trasera del apartamento hay un pequeño patio que conecta con un local comercial, convertido en un miniapartamento donde vive su hermana Patricia, de sesenta años.
Todo el patrimonio del Chino está concentrado en su archivo fotográfico, que retrata nuestras costumbres ceremoniosas de finales del siglo XX. Así como un fin de semana podía estar tomando fotos de una primera comunión en una mansión donde los nuevos ricos de la ciudad festejaban con whisky a manos llenas; igualmente podía estar en un barrio popular fotografiando un bautizo en el que repartían arroz, ensalada de papa y mortadela en platos plásticos.
En una de las habitaciones, que funciona como su estudio, en la pantalla de su computador me muestra centenares de fotografías, desde las campañas políticas de la Anapo en Antioquia en los años setenta, pasando por la campaña de Pablo Escobar a la Cámara de Representantes en 1982 o la vida en la hacienda Nápoles, hasta imágenes de desmovilizados de distintos grupos guerrilleros.
Sigifredo de Jesús, el padre del Chino, fue un obrero raso de principio a fin. Operario textil en Coltejer, aplanchador de sombreros, taxista, y terminó manejando un camión distribuidor de carne hasta que se pensionó. Irma, la madre, ama de casa y modista.
—A ellos les tocaba luchar duro. Mi mamá tenía que coser y hacer los oficios de la casa. Fue una infancia de mucha pobreza, pero fácil, ¿sabés?, porque transcurrió en las calles, jugando todo el día —me dice con esa forma de hablar suya que a veces parece redactando, quizás en un intento de darle mayor claridad a su pronunciación enredada, que le valió el apodo del Chino.
Esa primera infancia la vivió en el barrio El Salvador, donde conoció a Amparo Molina, quien años después sería la madre de Silvia Carolina, su única hija, que hoy tiene 35 años. El Chino estudió la primaria en la escuela Boyacá, en el parque de La Milagrosa, y siempre ocupó el primer puesto entre sus compañeros. En 1963 ingresó al Liceo Antioqueño, donde compartiría salón de clase con un jovencito cuatro meses menor que se haría muy popular: Pablo Emilio Escobar Gaviria.
Estudiaron juntos los primeros tres años del bachillerato; en los que el Chino siguió siendo uno de los mejores estudiantes y Escobar empezó a ser reconocido por las gestas de su hermano Roberto Escobar, que se hacía famoso como ciclista. A partir del cuarto año, cuando ya tenían quince, sus caminos se apartaron. Pablo se volaba de clase para ir a cine, se robaba los exámenes de matemáticas de la sala de profesores para cambiar las notas y ejercía liderazgo entre sus compañeros. Empezó a mostrar sus propios “méritos”, pero perdió cuarto de bachillerato y tuvo que repetirlo en la jornada de la tarde. El Chino dejó de ser del grupo de los mejores estudiantes, pero le alcanzaba para avanzar sin problemas. Hasta que en quinto de bachillerato se interesó por la fotografía.
—Yo veía que Jaime Osorio y otro muchacho Naranjo llegaban al salón con todos esos negativos revelados. Averigüé y me dijeron que había un laboratorio de fotografía, entonces me metí. Lo dirigía Israel Berrío, el profesor de Física —me cuenta el Chino.
El ayudante del laboratorio era Antonio Betancur, un estudiante un par de años mayor, que también era monitor de Química y vivía en el barrio Las Palmas, muy cerca de donde el Chino había pasado su infancia. Para esa época, finales de los años sesenta, gracias a los trabajos como mensajero y ayudante de joyería que había conseguido Elkin, el hermano mayor, la familia se había mudado al barrio Fátima. Con la ayuda de Elkin, el Chino se hizo a su primera cámara, una Fujica de medio formato que empezó a compartir con Antonio.
Después de visitar a su novia Amparo en El Salvador, el Chino pasaba a Las Palmas para visitar a Antonio, quien era el mayor de ocho hermanos, todos muy rumberos, encargados de mantener la cuadra animada. Entre ellos, junto a otros muchachos del barrio, como Elkin Herrera y Nelson Cardeño, con quienes se fusionó tanto que los tres eran conocidos como los Chinos, encontró su gallada de adolescencia y los amigos que marcarían los encuentros más decisivos de su vida.
María Eugenia Rojas en campaña presidencial en 1974.
Con Antonio en el laboratorio del Liceo, el Chino fue aprendiendo los detalles del oficio de fotógrafo. Les tomaba fotos a sus compañeros en clase y a la salida del colegio; fotografiaba a su novia Amparo, que en las fotos que el Chino me muestra parece una modelo de los años sesenta; y en Las Palmas a las jovencitas que se dejaban impresionar por su cámara. De esas me muestra sus primeros desnudos, que le hizo a una jovencita del barrio de nombre Omaira. Una conmovedora escena para un “pornonarcofotógrafo”, como lo llamaban en su época de mayor prestigio sus amigos de parrandas ajedrecísticas. El Chino siempre se consideró feo, pero con gracia para las mujeres.
Muy rápido se convirtió en asistente de Antonio, quien ya trabajaba como fotógrafo de eventos sociales, pero Antonio tenía problemas con el trago y muchas veces le fallaba el pulso y no podía cumplir con sus encargos. El Chino le cubría la espalda y para finales de 1968, cuando se graduó de bachiller, se había convertido en fotógrafo social. De eso hace cincuenta años.
En los primeros años de los setenta, uno de los hermanos Betancur lo invitó a una reunión de la Anapo con el entonces congresista Israel Santamaría —a la postre uno de los fundadores del M19, asesinado en Bogotá en 1984—, y así se hizo fotógrafo de campañas políticas. En sus fotos de reuniones de militantes de izquierda y manifestaciones de plaza pública con el general Rojas Pinilla, primero, y con María Eugenia Rojas, después, se puede ver el fervor popular que despertaba la Anapo en Antioquia.
Israel Santamaría, por su parte, le inculcó el gusto por el ajedrez y lo captó como militante del recién creado M19. El Chino hizo parte de una de las células que había en Medellín, donde aprendió la importancia que tenía saber conservar o destruir sus fotografías. Se convirtió en un hombre de absoluta confianza de los comandantes guerrilleros, característica que luego le permitiría trabajar para Pablo Escobar durante casi una década y vivir para contar su historia. Ambos bandos sabían de sus lealtades compartidas.
En la vida del Chino se cruzan varias de las líneas que produjeron graves cortocircuitos en la historia reciente del país. Y sus fotos llegaron a abrir noticieros y ser portada de revistas. A mediados de octubre de 1993, a poco menos de dos meses de que Pablo Escobar fuera abatido, el entonces noticiero QAP sacó a la luz pública veinte fotografías en las que aparecían dirigentes políticos en compañía de Escobar, que habían sido encontradas en un sobre de manila oculto entre dos libros gruesos de la biblioteca del despacho del ex procurador delegado para la Policía Judicial, Guillermo Villa Alzate, destituido por sus nexos con el Cartel de Cali. En ese sobre había fotografías de las reuniones políticas y sociales que el Chino había tomado para el capo en la campaña de 1982. La revista Semana, junto con un análisis de “¿Por qué no cae Escobar?”, publicó su portada del 19 de octubre bajo el título “El lío de las fotos”, con una colección de las fotografías del Chino.
En 1980, con motivo de la conmemoración de un aniversario de la erección en municipio de Puerto Triunfo, Nelson Cardeño, vinculado familiarmente con un jefe conservador de la región y quien fungía como personero municipal, llevó al Chino para que tomara fotos (Cardeño luego fue secretario y relacionista público de Escobar y fue asesinado en un restaurante en las Torres de Bomboná en 1991).
Una vez en Puerto Triunfo, le pidió al Chino que lo acompañara a la finca del hombre más importante de los alrededores. Pablo reconoció con alegría a su antiguo compañero de colegio y lo recibió con un abrazo. De ese encuentro surgió una amistad y un primer encargo: fotografiar toda la fauna de la hacienda Nápoles. El Chino me enseña los primeros brochures que promovían la exuberancia de la hacienda, diseñados con fotos suyas.
Hasta que lo vio por última vez en 1989, en el cumpleaños número trece de Juan Pablo, el hijo mayor de Escobar, el Chino fue el fotógrafo de más confianza y que más íntimamente llegó a fotografiar al gran capo del Cartel de Medellín y a sus familiares y amigos cercanos, matones, trabajadores, empresarios y políticos incluidos.
Pablo Escobar en la intimidad el día de su cumpleaños, acompañado de su cuñada.
Esa fachada en ruina del edificio Mónaco —con ese nombre principesco que hace pensar en costas azules y casinos glamurosos— es la alegoría de lo que fuimos y hoy nos avergüenza, las fotografías que el Chino conserva nos muestran cómo se vivía de puertas para adentro y quiénes participaban de la fiesta. Cuando el Mónaco ya no exista, y en su lugar haya un parquecito idílico, quedarán en pie, como monumentos de memoria, las imágenes de un fotógrafo social que retrató una época mafiosa.
*Este texto es un adelanto del proyecto ganador en la categoría de Periodismo Narrativo de la Convocatoria de Estímulos para el Arte y la Cultura 2018 de la Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín.
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