Archivo restaurado
Universo Centro 043
Marzo 2013
Universo Centro 043
Marzo 2013
Por ANAMARÍA BEDOYA BUILES
Fotografías de la autora. Ilustración: Tobías
Y todos van tragando cada sapo en el camino
Y la gente se va amando pues también sin un cariño
No hay quien aguante la cuestión.
Querido amigo,
Chico Buarque
Era mi primera vez en Ituango. El viaje en bus no fue tan tormentoso como me habían dicho; la vía ya no es la carretera destapada que te tocó a vos cuando el viaje era un suplicio de hasta doce horas. La de ahora es una autopista moderna que soporta el peso de los carros de carga que transportan materiales para la hidroeléctrica. En siete horas llegás, y eso porque el bus se detiene para descargar y recoger pasajeros en Llanos de Cuivá, San Andrés de Cuerquia y Toledo.
Las horas del viaje se me fueron mirando por la ventana: las llanuras extensas, veladas por la neblina, en las que pastaban las vacas; los campesinos que esparcían semillas en las parcelas, las señoras que barrían con escobas de paja la entrada de las fincas; luego, una cadena interminable de montañas encumbradas hasta filos rectos y largos como tajos.
En el estrecho en el que las montañas se juntan el impetuoso río Cauca abre y cierra las curvas de su cauce fiero, aguas amarillas por las que todavía corre oro en granitos. Difícil ver un río majestuoso que dejará su forma natural para transformarse en la represa más grande de Colombia. Hola y adiós, río Cauca.
Lo primero que vi apenas me bajé del bus fue la estatua del tigre, parado en sus cuatro patas, los músculos tensos, todo negro y con el hocico cerrado; es el recuerdo de un felino de carne y hueso que un campesino mató a tiro de escopeta. Detrás, la cúpula anaranjada de la iglesia sobresalía, luminosa, entre las nubes plomizas. Lo que no vi fue tu efigie, ni ese día ni el siguiente.
Entré a almorzar al único restaurante que vi después de dar un vistazo a las calles alrededor del parque. El lugar parecía un comedor familiar, todo muy limpio, los manteles de flores, y un televisor sintonizado en Teleantioquia.
En la mesa del centro había un grupo de cuatro hombres que almorzaban mientras veían las noticias. Me entró una llamada al celular. Era mi mamá, estaba muy asustada. Como siempre que me da una razón, pegó palabras a la loca: “en ese pueblo mataron una muchacha, por Dios, cómo está eso por allá, cuídese mija”.
En las noticias apareció el mismo parque en el que me había dejado el bus, y una voz en off decía: “la joven al parecer era una miliciana que fue degollada por guerrilleros que…”. Los hombres se miraron, alzaron las cejas; uno de ellos parecía reírse del reportero.
Tres mujeres entraron al lugar y se sentaron en una mesa detrás de ellos. Sonó el celular de una de ellas, de falda y cabello largo; oí que decía: “la suben por la tarde, la vamos a velar en la casa”.
Cuando los hombres se levantaron de la mesa, otra de las mujeres se lanzó sobre uno de ellos: “¡Alcalde, por favor!”. Un señor bajito, blanco, de ojos verdes, se devolvió a regañadientes a escucharla: “Vea, es que esta señora es muy pobre, a ver si usted le puede ayudar con lo del entierro”. Él le dijo: “pásese ahora más tarde por la Alcaldía a ver qué podemos hacer”.
Bienllegada a Ituango, pensé. La mesera, una señora que sonreía como si tuviera los labios congelados, me sirvió una mazamorra con bocadillo.
***
La noticia de los grafitis que habían aparecido esa semana en las fachadas de varias casas arrastraba a su paso rumores acerca de la muchacha asesinada. Si quería tomarles fotos a los muros, me dijeron, tenía que ser bien temprano.
La mañana del martes el cielo estaba cerrado. Las pocas personas que caminaban por esa calle empinada miraban de soslayo las letras rojas sobre la pared rosa: “jovencitas amantes de soldados y policías ultima llamada de atencios, o ustedes veran pagan las consecuencias… milicias Bolivarianas FARC. EP (sic)”.
Después de tomar las fotos fui a uno de los colegios del pueblo. La rectora, una mujer enjuta, sin maquillaje, estaba en su oficina hablando por teléfono, a la vez que atendía a la mamá de un estudiante. Apenas pudo hacerme pasar, cerró la puerta, prendió un Marlboro y empezó a hablar casi en susurros, mientras de afuera llegaba el murmurio de los estudiantes.
—Acá es imposible ser neutro porque para la guerrilla y la fuerza pública tenés que estar de un lado o de otro —dijo—. Los soldados han intentado entrar varias veces al colegio con la excusa de una charla sobre estupefacientes, cuando lo que buscan es sonsacarles información a los muchachos porque según ellos este colegio está lleno de milicianos.
Se paró, fue hasta su escritorio, abrió un cajón y revolvió hasta sacar varios cuchillos y navajas que ha decomisado.
—Yo no te voy a negar que acá hay pelados involucrados, pero no puedo permitir que entren los soldados a hacer inteligencia; estos pelados ante todo son mis alumnos.
En el 2003 en la cancha de ese colegio aterrizó un helicóptero blanco –sin permiso de la rectora–, cargado no de computadores ni de libros ni de tableros de acrílico, que bastante falta hacen, sino de paramilitares. Al principio la gente creyó que eran funcionarios del gobierno, como pasó en 1996, cuando las autodefensas llegaron por primera vez. Dicen que la policía los custodió hasta un apartamento junto al comando. Pero esa vez vos no estabas para decir lo que todos veían y nadie se atrevía a denunciar. Volvió a pasar lo mismo, Jesús: los paramilitares se sentaban en las heladerías de la calle La Peatonal con las pistolas sobre la mesa y bebían whisky con los policías.
En este colegio, donde también viven los pájaros que anidan en las acequias, los estudiantes leyeron las amenazas pintadas en los muros: de los paracos contra los milicianos y de los milicianos contra los paracos. Basta con raspar la cal para encontrar esas letras.
Más tarde conocí a la profesora Soledad*; hablamos en la biblioteca del colegio.
—A nosotros lo que nos mata no son las balas sino el miedo. ¿Te molesta si me fumo un cigarrillo?
Soledad da clases en décimo y once. Cuando los pelados le dicen que en este pueblo no hay nada que hacer, ella les cuenta tu historia:
Que naciste el último día de febrero en el corregimiento La Granja, hijo de Jesús y Blanca, hermano de siete mujeres y tres hombres. Desde pequeño trabajaste junto a tu papá como lechero, y también vendías la prensa en el pueblo. Cuando terminaste la escuela tu papá se llevó a la familia para Medellín y se partió el espinazo para que vos y tus hermanos estudiaran. Te graduaste de bachiller en el Liceo Antioqueño y luego pasaste a la universidad a estudiar Derecho. Nunca dejaste de venir a Ituango en las vacaciones, que se te iban jornaleando en el campo; sembrabas fríjol y con la plata te alcanzaba para unos zapatos, que era lo que más gastabas.
Que vos, les dice Soledad, te hiciste defensor de los derechos humanos y denunciaste las masacres de El Aro y La Granja, el asesinato de campesinos y de líderes comunitarios, el abandono del Estado y la complicidad entre paramilitares, ejército y policía.
En La Granja los campesinos creen que si vos no faltaras habrías cumplido la promesa de ayudarlos. Recuerdan ese día en el que llegaste untado de barro hasta el pelo, después de haber manejado como un loco desde Medellín por la carretera hecha un lodazal. Visitaste a las viudas y a los huérfanos, todavía la sangre humedecía la tierra, y vos, cuentan los campesinos, sollozabas como un niño.
Soledad se enteró por la radio de lo que te hicieron el día antes de tu cumpleaños número 55. Salió en pijama a la calle, corrió hasta el parque y buscó a todos los que imaginó llorando, pero la gente miraba al suelo y los paracos seguían ahí, en las heladerías, cafés, restaurantes y bancas del parque.
***
El miércoles en el cielo asomó por fin el azul. Desde las siete de la mañana la gente subió las cortinas de hierro de las cafeterías, pero en los mostradores seguían los mismos buñuelos, empanadas y pasteles de ayer. A ambos costados de las calles, como ujieres, permanecían los soldados con armas y cascos, como si en cualquier momento pudiera desatarse la guerra. Nadie les dice buenos días, ni los miran siquiera.
Esa mañana conocí a Ramiro*, un mecánico que ha sido detenido tres veces en las capturas masivas del CTI en el pueblo; falsos positivos judiciales, les dicen. La puerta de su casa permanece abierta, y en un rincón, a la vista de todo el que pase por ahí, hay una bandera de Colombia. La fiscalía lo acusa de porte ilegal de armas, concierto para delinquir, narcotráfico y terrorismo; pero siempre, como les ha pasado a otros comerciantes, conductores y campesinos, recupera la libertad a los pocos días porque no existen pruebas. ¿Qué sería de ellos si estuvieras acá, vos que les enseñaste a los condenados el recurso de casación, que en tu tiempo era lujo de los ricos?
Si vieras, Jesús, a los agentes del CTI llegar en helicóptero, acompañados de soldados: allanan, injurian, amarran las manos a la espalda. Si hubieras visto cómo el hijo de Ramiro se reventaba a los gritos mientras él, con el pecho aprisionado contra el suelo y una bota militar inmovilizando su cabeza, les pedía respeto por la bandera colombiana. Si hubieras visto al ex fiscal 29, Amín Mosquera, cuando dijo que prácticamente el cien por ciento de los intuanguinos se dedicaba al cultivo de la coca…
—Si yo fuera guerrillero, ¿estaría acá sentado tan tranquilo? Estaría en ese hijueputa cañón armado hasta los dientes, combatiendo —dijo Ramiro, que me miraba receloso—. Los periodistas lo único que me han hecho es daño. Se van felices con su pantallazo, para encochinar están ahí pero para decir la verdad y rectificar no.
La casa de Ramiro queda cerca del cementerio, cuya entrada custodian la Virgen del Carmen y un candado que solo se abre cuando hay entierros. El sepulturero, hijo de sepulturero, me guió por la necrópolis de tumbas enjalbegadas y sin flores, porque al cura no le gustan los mosquitos y a los mosquitos les gustan las flores de cementerio. La misma cruz negra se repite en todas las tumbas.
El sepulturero es un señor de tez morena y ojos verde oliva que camina por el camposanto como por la sala de su casa. Me llevó hasta la última galería, un paredón lleno de huecos, como una colmena. Aquí estuvieron hasta hace poco decenas de N.N. La mayoría eran paramilitares y guerrilleros muertos en combate en la época en que los paracos tenían el dominio de Ituango y la guerrilla se les metió a los campamentos y los sacó a punta de bala y cuchillo.
Después de esos combates trajeron los cuerpos en volquetas hasta el hospital, que está diagonal al cementerio, y los filaron en el patio a la vista de los buitres que rondaban desesperados por los techos. Como pudieron hicieron las necropsias. Luego los metieron desnudos a las tumbas, sin cajón, sin homilías, sin adiós, sin nombre. Allí estuvieron hasta hace poco, pues el cura ordenó que los exhumaran y los echaran a la fosa común.
—¿Ve ese hueco que está ahí arriba? Ahí echamos todos los huesos.
Peronés, tibias, falanges, omoplatos, esternones, vértebras, cráneos,costillas, húmeros, cúbitos, radios, clavículas, mandíbulas, sacros. Frente a esas galerías, en un pedestal, un ángel de piedra caliza con las alas extendidas sella sus labios con el índice izquierdo.
Junto a la entrada del cementerio están enterrados los muertos más recientes. Ahí están las tumbas de Andrés Felipe y Luz Aleida, dos jóvenes menores de veinte años acusados de ser guerrilleros, detenidos en las capturas masivas y liberados por falta de pruebas. Dicen que a Luz la mató la guerrilla, dicen que a Andrés lo mató el ejército.
***
Las flores naranjadas de los cámbulos caen sobre la carretera y forman un tapete mucilaginoso. Al mirarlos, Rosa* dijo: “tan bonitos”; sonreía con todos los músculos del rostro. Llamó por celular a su hijo y le dijo: “estoy feliz mijo, tan bueno caminar en el campo, los árboles echan flores”.
Jesús, los árboles echan flores y de sus copas cuelgan los nidos de los gulungos.
Íbamos a pie hacia la vereda Palo Blanco, a un encuentro al que asistirían víctimas de la violencia. Las señoras paraban a admirar los cultivos y los terneros de las vacas. Rosa se acercaba a los calvarios, se echaba la bendición y musitaba una oración corta.
—Si esta carretera contara de todos los muertos que vio caer, ¡ay mija!
Rosa no piensa irse nunca de esta tierra. Ya le tocó abandonar El Cedral, la vereda en la que junto a su esposo crió a sus hijos. Tenían una parcela en la que cultivaban fríjol, maíz, yuca, plátano. Los paramilitares llegaron una mañana de octubre de 1999, arrimaron a las fincas y le ordenaron a toda la gente presentarse en el puesto de salud. “¿Hace cuánto pasó la guerrilla?, ¿quién es el comandante guerrillero?, ¿quiénes de ustedes son sus cómplices?”, preguntó un hombre. “Ve, cómo se van a hacer matar”, les dijo, porque nadie respondía. Eligió a cuatro personas y las fusiló delante de todos. Luego les ordenó que abandonaran la vereda, y todos vieron las columnas de humo que se alzaban hacia el cielo: los paramilitares habían incendiado las casas.
—Mija, ¿lo de El Cedral por qué no salió en las noticias?
Llegamos a una casa en la que viven varias familias desplazadas de San Jorge. En el patio, esparcidos sobre costales, los granos de café se secaban al sol. Nos sentamos en el corredor de la casa a tomarnos una aguapanela con limón. En la cocina varias mujeres preparaban arroz con leche.
Al rato los campesinos sacaron fotografías de sus billeteras. Rosa me mostró la suya: un bebé de unos ocho meses acostado en la yerba.
—Es el parque de Ituango y ese es mi sobrino —dijo—; eso hace treinta años no tenía cemento, solo árboles y mangas donde nos acostábamos a recibir el sol.
Camilo, un pelado de trece años y ojos vítreos, pidió la palabra para contar la historia de la foto que traía en un portarretratos, donde aparecían cinco hombres. El segundo a la derecha, el más alto y viejo, el papá, carga un bebé en los brazos; los otros tres hijos son más pequeños que Camilo ahora. El desvaído retrato fue tomado hace quince años.
—Este es mi abuelo y estos niños son mis tíos. Ellos vivían en San Jorge, sembraban fríjol y cacao. Este niño se llama Alberto, está desaparecido.
Camilo se puso a llorar y se fue a su cuarto. El silencio se extendió sobre el olor a panela que inundaba el corredor. Camilo no terminó la historia que vino a contarnos, que todos los niños de esa foto están desaparecidos o muertos.
Las mujeres repartieron el arroz con leche y todos siguieron contando sus historias. Mientras comía su dulce Rosa me dijo: “qué pesar, mija, que se acabe este día”.
***
El último día en tu pueblo, Jesús, solo quise andar por las calles. Subí hasta el parque de La Plazuela, luego seguí por la calle Buenos Aires, donde un viejo, sentado en una silla afuera de su casa, se protegía del sol con un sombrero blanco. No miraba a ninguna parte porque era ciego, y no respondió mi saludo porque era sordo o mudo, pero estoy segura de que sintió mi presencia.
En ese momento decidí buscar a Jairo Contento. Tu amigo el tendero está igual, Jesús: barbado, cachetón, la barriga redonda, vestido de sudadera y camisa zurcida en los hombros. Cuando entré a la tienda estaba sentado en el mueble negro de madera tallada, con el mismo forro verde limón de borde rojo. En la pared siguen colgados los almanaques de años pasados, las láminas que Jairo recorta de las revistas y dos pares de chanclas que no ha vendido; en el suelo los costales con fríjol, y arrebujado entre los granos un gato de ojos azules. En una vitrina que parece cerrada desde hace más de diez años hay condones marca Tahití, champú Pert Plus y relojes baratos.
“Jairo, ¿cómo están las cosas?”. Le parecía verte atravesar el umbral de la puerta mientras le hacías esa pregunta –siempre la misma–, y sentarte en este mueble viejo en el que las horas parecen inamovibles. Si estuvieras acá, te prepararía café y empezaría por decirte que la cosa aquí está negra. Y cuando hubiera terminado de darte noticias de tu tierra, el sol estaría en las antípodas.
En este mueble se sentaron muchas noches a hablar de lo que pasaba en Ituango. Acá, me cuenta Jairo, se hicieron las verdaderas sesiones del Concejo, y acá vos le pediste que hiciera parte de API (Acción Popular Independiente). Si no hubiera sido por aquella fuerza armada de la ultraderecha, tal vez el movimiento político seguiría existiendo y, quién sabe, las noticias de tu pueblo no serían el desempleo de los campesinos, las piernas amputadas por minas quiebrapatas, los muchachos que se van para la guerrilla y los soldados que invaden las calles del pueblo.
—La última vez que hablé con Jesús me pidió que me pronunciara sobre lo que estaba pasando en el pueblo. Yo le dije: “Jesús, vos sabés que uno acá metido no puede hacer eso”.
Cuando colgaron Jairo sintió que los gallinazos volaban en espiral sobre el techo de su casa. En su cabeza resonaron tus palabras: “Cuando a uno lo alimenta el pueblo uno debe llevar las banderas del pueblo”.
De la tienda de Jairo salí a mi último encuentro. En el parque busqué tu efigie y me encontré con una estatua de brazos mutilados que en lugar de ojos tiene dos cuencas vacías. Ese no podés ser vos, Jesús. La nariz no es ancha, la barbilla no es roma, los labios no son amplios.
Te hicieron de piedra. Fijaron el pedestal de cara al comando de la policía, un edificio destruido siete veces, tras cada toma guerrillera, donde ahora viven muchachos uniformados que no saben que eres Valle Jaramillo y que antes de tu muerte proclamaste en un recinto, tras revelar lo que pasaba en tu pueblo, los versos de Rafael Alberti: “De piedra los que no lloran / de piedra los que no gritan / de piedra los que no ríen / de piedra los que no cantan”.
Las estatuas están hechas del miedo al olvido. Jamás tu memoria será pétrea, ni tu legado necesitará atributos. El poema sigue, querido Jesús: “Yo nunca seré de piedra / gritaré cuando haga falta / reiré cuando haga falta / cantaré cuando haga falta”.
*Nombres cambiados a petición de las fuentes
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