Archivo restaurado

Universo Centro 010
Marzo 2010

El cuerpo es el destino

Por RUBÉN VÉLEZ

Las caras de muñeca
o de caperucita
no suelen tener éxito
en el bosque
de los lobos invertidos


¿Alguna vez fui un ángel? Alguna vez tuve cutis de ángel, que es lo que la kodak y el mundo reclaman. Hasta los trece años fui una presencia irreprochable. Después, a causa de ese problema de la piel, empecé a pertenecer a la raza de los monstruos. Espejito, espejito, ¿cómo te las has arreglado para soportarme durante tantos años? Espejito, espejito, ¿no deberías hacerte el loco cuando tienes que vértelas con mi máscara de antagonista?

Hoy día casi todos hablan maravillas de la ciencia. Yo tengo una razón monstruosa para desacreditarla. El hombre fue capaz de derrotar la lepra, pero ningún dermatólogo pudo salvarme de la desfiguración. Por espacio de diez años, fui conejillo de indias de la ciencia de la piel, y mi aspecto no hizo más que empeorar. Mi aspecto y mi carácter. Ya lo sabes: también yo iba para buena persona.

“Carepiña”, me decían mis compañeros de bachillerato. Y yo le pedía al dios de los monstruos —una entidad que tuve que inventar para mantenerme en pie—, que me dotara de una pistola de rayos láser, como las que hacen el milagro del borrón instantáneo y masivo en las peores películas de Hollywood. Yo, cara de esto y lo otro. Y mis enemigos, dentro de poco, sin cara y sin cuerpo. El dios de los monstruos, a diferencia de mi espejo, sí sabía hacerse el loco. Otra criatura para odiar.

Menos mal que no me tocaron los tiempos en que sólo importaba la cara. El cuerpo no existía. Fulano es “buen mozo”. Fulano es una “lámina”. La mirada no se metía con el tronco y las piernas, asuntos pecaminosos. Ahora, una cara bonita no basta para convencer al honorable jurado. Tanto en el mundo hetero, como en el mundo homo (sobre todo en el último), un cuerpo olímpico obra como un rayo de ciencia ficción: los otros, de pronto, pierden la cabeza.

Creo que si desde los trece años sólo me hubiese preocupado por el fortalecimiento del cuerpo, me habría librado del derrumbe de mi cara. Cuanto más pensaba en esa erupción, más cráteres me salían. Yo era mi principal enemigo. Y así no me hubiese librado de todas esas señales, nadie se habría atrevido a compararme con una piña o una piedra pómez. Desde los trece años, debí empezar a acorazarme.

En la universidad, pese a que cesaron las injurias (¿madurez de los otros o nada más que hipocresía? ¿No son términos sinónimos?), me propuse compensar mi gran defecto físico con una gran cualidad material. Cosas de la libido: no quería pertenecer a la raza de los indeseables.

Ya había pasado la época en que la condición de marica era el problema. Lo único que debía mortificarte era el hecho de que tu presencia no “le moviera la aguja” al prójimo.

(El lector espiritual se dirá que a la larga es mejor negocio compensar el defecto físico con una cualidad intangible. Por ejemplo, con la sabiduría. Una sabia observación. Para curarme en salud me digo que no he hecho más que seguir un consejo de los sabios de Grecia y de Roma. Y que de las sagradas escrituras he tomado en serio una máxima cristianopagana que los curas pasan por alto. ¿Por qué me pones cara de arma, amorfo lector? ¿Acaso no me he esmerado por levantarle al espíritu el templo que se merece?).

Démosle un nombre pretencioso a mi filosofía antiplatónica: voluntad de levante. ¿Cómo convertir la bestia en un imán? El camino más fácil era la cirugía plástica. Pero ya sabía que una cara áspera, masculina, si hacía parte de un cuerpo de primera, podría ayudarme en Sodoma. Las caras de muñeca o de caperucita no suelen tener éxito en el bosque de los lobos invertidos. En la fábula, la bestia, gracias al amor de la bella, alcanza la felicidad. En la feria de la carne, la bestia, gracias a su belleza corporal, no vive en el limbo.

Muchos homosexuales dicen que les ha tocado vivir tiempos demasiado heterosexuales. O sea (¿ya por dónde no se colará la rata de biblioteca que sabemos?): tiempos difíciles. Yo no podría decir eso. Cuando quiero pasarla bien, me voy para un turco, donde lo de menos es la calidad del cutis. O para un club de video con cuarto oscuro. O para una sala equis. O para un parque, al atardecer. Y no tengo que decir ni pagar nada para pasar del tedio a la gloria. Me basta con exponer por ahí mis bíceps y mis tríceps. Mis amigos heterosexuales, incluso los de cuerpo de podio, dicen que ellos tienen que dar más vueltas que los maricas para conseguir un revolcón.

El lector romántico se dirá que mi vida sentimental es un desastre. ¿Y qué de las cosas del corazón? ¿Qué será de tu “felicidad” cuando se te derrumbe el cuerpo? ¿Te bastará el sexo mercenario, que es tan mecánico, para salvarte de la demoledora sensación de vacío? “Carepiña” se encoje de hombros: el dios de los monstruos le ha hecho saber que no podrá ser tan infeliz como lo fue en su época de estudiante de secundaria.