Meditación: del ataque de risa a 247 mindful minutes

Por: Mónica Baró Sánchez

Por primera vez en mi vida, estoy meditando. No hay que cantar victoria aún, porque todavía no cumplo el mes, me faltan unos días, pero para mí está siendo un logro gigantesco. Yo era ese tipo de persona que se veía en la urgencia de salir de sesiones grupales de meditación por un ataque de risa. Tan pronto empezaba a escuchar una grabación con el sonido de las olas, acompañada por una voz dramática que te pedía que cerraras los ojos y pusieras la mente en blanco, empezaba a reírme como una verdadera idiota.

Quienes me hablaban sobre mindfulness para mí no eran muy distintos de los Testigos de Jehová que, antes de la pandemia, tocaban a mi puerta los fines de semana sobre las ocho de la madrugada para venderme su salvación. A pesar de ser una persona espiritual, practicar meditación me parecía simplemente patético. Sin embargo, aquí estoy ahora, con 32 años, a punto de cumplir los 33, meditando casi todas las mañanas, de lunes a domingo, entre quince y treinta minutos. Es lo primero que hago en el día, antes de levantarme de mi cama, frente a una amplia ventana de cristales que no tiene una vista de millones de dólares, apenas se ve un edificio de ladrillos naranjas al otro lado de la calle, pero me contento con las nubes y las luces del paisaje. Además, muchas de las sesiones son con los ojos cerrados.

Es raro el día en que me salto una meditación. En el último mes he dejado de meditar si acaso tres o cuatro veces, no más, y esos días no han sido nunca tan productivos y armónicos como los días que comienzan con un ejercicio de meditación. Los minutos que me tomo para meditar los siento como una revisión de todo el sistema de mi mente, que sirve de preparación para echarla a trabajar. Me ayudan no solo en el tiempo que dura cada práctica, sino especialmente durante el resto del día. Y la mejor parte de todo es que no supone un esfuerzo, menos un sacrificio, sino un placer. Realmente estoy disfrutando meditar.

Quizás se deba a la aplicación que estoy usando. Esto no es un anuncio patrocinado, pero de veras la recomiendo. Se llama Waking Up y está basada en el best-seller Waking Up: A Guide to Spirituality Without Religion (2014), un libro del neurocientífico y filósofo americano Sam Harris. Incluye un curso introductorio de 28 días, lecciones teóricas, distintos tipos de meditación y conversaciones con importantes autores que profundizan en el funcionamiento de la mente. Los únicos inconvenientes son que se encuentra en inglés y debes pagar por usarla. No obstante, hay una buena noticia: quienes no dispongan de los medios económicos para costearla pueden enviar un correo al equipo de soporte con un asunto que diga “Free Subscription Grant” y empezar a acceder a la aplicación de manera gratuita.

Por supuesto, en este terreno soy todavía una simple aficionada. Hay gente con años de experiencia en meditación, y según mi app, yo solo he realizado 32 sesiones, para un total de 247 mindful minutes. Sin embargo, en esa trayectoria tan breve, ya he empezado a desarrollar habilidades y experimentar cambios en mis rutinas.

Mi memoria ha mejorado mucho, incluso a cada rato me vienen a la mente recuerdos que me sorprenden. Mi ansiedad —que está asociada a un trastorno depresivo con rasgos obsesivos— también ha disminuido de manera considerable y, por tanto, mi capacidad de concentración ha aumentado. He aprendido a prestar atención a lo que hago o vivo en el presente, he aprendido a estar presente. Mentiría si dijera que no hay momentos o días en que mi mundo se pone patas arriba, pero estoy logrando enfrentar mejor esos momentos o días desde que empecé a meditar.

Si en un año cambio de opinión, prometo escribir otro texto abjurando de la meditación. Incluso, consideraré ir a tocar puertas de desconocidos los fines de semana a las ocho de la madrugada para hacer campaña en contra. Pero ahora pretendo seguir explorando y conociendo mi mente, está siendo uno de los viajes más reveladores que he hecho, y cuando llegue a los mil minutos sí voy a cantar victoria.

Fotografía por Juan Fernando Ospina