A que te pincho la burbuja

 

Por Catalina Oquendo B.

 

Cuando comenzó la pandemia, por allá en un mundo que suena a otro siglo y que transcurre apenas en meses, la imagen de la desigualdad era la de aquellos trapos rojos que ondeaban como banderas en las casas más pobres. El SOS del hambre en medio del coronavirus. ¿Alguien los recuerda?

Hoy, sin embargo, no hay una imagen que refleje mejor la desigualdad que esas burbujas transparentes con forma de domo, tan sofisticadas y elegantes, donde unos pocos comen platos exquisitos a la vista de quienes mendigan un pedazo de lo que sea, una moneda, una oportunidad. La reactivación. Tan pomposa.
Desde que volvimos a la calle paso todos los días cerca de uno de esos domos. Me detuve a ver el día en que un trío de emprendedores, tan chic (porque esos innovadores se autonombran en espanglish), tan orgullosos de su gran invento, lo instalaban frente a una estación de policía, muy cerca de donde un agente sin identificación golpeaba con palos a ciudadanos (toda una imagen de época); lo he visto llenarse de amigos que se encierran a guardar el virus dentro de ese material transparente, “si nos vamos a contagiar que sea entre iguales”, dirán; de familias que, claro, merecen volver a la vida en la calle, todos deberíamos recuperar la calle; y de aquellos que los ven desde afuera esperando al menos una mirada de vuelta. Aquel señor de Tumaco que va con su hija y pide un trabajo; el que vende artesanías de bicicletas de lata y te persigue por unas monedas; el muchacho que te encara diciendo: “No soy un malandro, solo un migrante”; la familia que ofrece bolsas negras.

Confieso que he tenido ganas de pinchar esa burbuja. Aunque parezcan inofensivas, su existencia no solo refleja una estratificación del espacio público, algo tan colombiano que duele, sino la cara de la insolidaridad, la evidencia de que la pandemia no nos igualó como decían algunos ingenuos, ni consiguió siquiera ponernos en el lugar de los demás. Pienso en eso cada vez que un nuevo estudio dice que lo que se viene es incluso peor que el virus, que habrá 118 millones de mujeres pobres en América Latina, que entraremos en recesión y que en Colombia la pobreza alcanzará el 49 por ciento, más de diez millones de personas cayendo en picada a la miseria.

Pero lo que más me preocupa es que estemos actuando tal como antes de que esta pandemia nos obligara a detenernos y, supuestamente, a pensar cómo estábamos viviendo: con la misma indiferencia que ha construido la desigualdad tan arraigada en nuestra cultura. A decir verdad, yo no sé bien qué podemos hacer, entiendo poco de economía y apenas puedo esbozar preguntas en este espacio; pero sí creo que, a pesar del ímpetu del inicio, hemos dejado diluir la discusión sobre la renta mínima, que al menos en otros países dejó de ser una utopía; hemos permitido que el gobierno se autoelogie por entregar un dinero que resulta apenas un paliativo para algunas familias y se ufane sin pudor en un programa de televisión. Seguimos tan campantes comiendo dentro de la burbuja, porque aprendimos cómodamente a esquivar la mirada.

Se nos olvidó —o quizá preferimos hacerlo— que muy cerca de esos domos de la reactivación las banderas rojas siguen existiendo, como la de aquella mujer que aún se para frente a un supermercado y porta un trapo, por si nos quedaban dudas, marcado con la palabra “Hambre”. Tan cómodos dentro de la burbuja, tan proclives a la indiferencia.