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Por Juan Fernando Ramírez Arango
A propósito de la propuesta de legalizar el porte de armas en Colombia, lanzada por María Fernanda Cabal, vale la pena recordar una portada de la revista Semana, la que acompaña este texto, correspondiente a su edición 42, publicada el 28 de febrero de 1983. Allí, bajo el título Yo me armo, tú te armas…, una pistola de un tirador anónimo apuntaba metafóricamente cómo la ciudadanía y el gobierno intensificaban las medidas de seguridad ante la grave situación de orden público que vivía el país, que en el primer mes de aquel año había dejado, según El Tiempo del 1 de febrero de 1983, más de 200 personas asesinadas y 56 secuestradas.
Cuatro días más tarde, dicho periódico editorializaría esas cifras bajo el título Día de la Paz, donde se decía, entre otras cosas, lo siguiente: “Sólo hay dos maneras de vencer a los violentos. Con la bandera nacional en el pecho o con las armas en la mano. Los colombianos estamos dispuestos a utilizar los dos métodos… Si nos obligan a utilizar las armas, las inocentes banderas que hoy luciremos se convertirán mañana en el apoyo más fervoroso a las Fuerzas Armadas…”. Fuerzas Armadas que, días atrás, habían motivado públicamente ese tipo de apoyo, en cabeza, por ejemplo, del coronel Osvaldo Caraballo, comandante de la Policía Militar del Valle, quien, en reunión con agricultores de Cali, Palmira y Buga, les había recalcado estas palabras: “Todo el que pueda armarse, que se arme. Si no tiene salvoconducto, yo respondo por el arma”. Palabras que tendrían eco en los cuatro puntos cardinales del país, empezando por el sur, como lo informaría El Tiempo el 17 de febrero de 1983: “Ganaderos de Arauca anunciaron un frente común para prestar auxilio al Ejército en aras de combatir la subversión y el abigeato”. Ese mismo día, ese mismo periódico, publicaría una publicidad de un tercio de página pagada por catorce gremios del departamento de Córdoba, dirigida al presidente Belisario Betancur: “No encontramos hoy recursos de defensa adecuados contra un bandolerismo indiscriminado e injusto que limita todas las libertades”.
Unas páginas más atrás de esa publicidad que desembocaría en autodefensas, en la tradicional 4A, en una columna titulada La otra violencia, Enrique Santos Calderón se hacía estas cuatro preguntas sin respuestas concluyentes: “¿Cuál es la capacidad de aguante de este país frente a la criminalidad y la violencia? ¿Tenemos los colombianos un desprecio especial por la vida humana o una propensión singular por la delincuencia? ¿Estamos anestesiados frente a la brutalidad o existe un punto de saturación? ¿Vamos en carrera desbocada hacia la ley de la selva o todo es apenas una expresión ‘objetiva’ de determinadas condiciones sociales y económicas?”.
Cinco párrafos después de esas preguntas abiertas, como dando un salto temporal, la columna terminaría con estas palabras aún vigentes: “Y es esta violencia cotidiana, a veces soterrada y anónima, en otras desafiante y ostentosa, esa que se expresa en el secuestro por diez mil pesos o en el de diez millones, en el raponazo en la carrera quince o la puñalada en la calle 10, es esta violencia la que golpea de una u otra forma a casi todos los estratos de la sociedad colombiana. Y al comprobar su magnitud y su crecimiento, se entiende que el problema de la paz en Colombia es mucho más complejo de lo que parece: al margen de la campaña por la paz política, que es la indiscutible prioridad del momento, está la titánica brega por sentar las bases de una convivencia social, que vaya erradicando a esa otra violencia institucionalizada en tantos contrastes económicos y desequilibrios sociales. Para que en este país la gente algún día deje de sentir que la manera más expedita de asegurar un porvenir es arrebatarle al que tiene un poco más, o aplastar al que nada tiene”.
Posdata 1: Según el referido artículo de Semana, diariamente se recibían en las oficinas de Indumil, en el edificio del Ministerio de Defensa, 500 solicitudes para comprar armas con salvoconducto, de las cuales 100 eran aprobadas: “Se les exige, como requisitos, llenar un formulario, tener libreta militar, certificado judicial, cédula y recomendación de dos personas. Si se tiene recomendación de un coronel, se puede solicitar una carabina. Una sola persona tiene derecho a adquirir un arma de corto alcance y otra de largo. Las municiones también son vendidas allí: por cada arma, una caja de 50 tiros cada tres meses”.
Posdata 2: Además de esas solicitudes, también se había disparado el número de celadores en el país, sobrepasando los 100 mil solamente en la capital: “Son, en general, hombres de quinto año de primaria y 30.000 pesos de sueldo, contratados por esas prósperas empresas que son las agencias privadas de seguridad, cuyos avisos ya ocupan nueve páginas de la lista amarilla de teléfonos”. Lista a la que se le sumaban, en las ciudades intermedias, las llamadas Brigadas Sociales, entrenadas por el Ejército: “Mediante un formulario, se seleccionan técnicos, médicos, abogados y otros profesionales de entidades oficiales para que hagan entrenamiento los fines de semana. Tras un período de entrenamiento, reciben un escalafón y permanecen en sus ocupaciones corrientes como fuerza de reserva”.
Posdata 3: Finalmente, el referido artículo de Semana reseñaba que, grupos como el MAS, Muerte a Secuestradores, ya habían dejado de ser “un mito fantasmagórico”, para convertirse en “una tremenda realidad social”: “No hay una, sino una pluralidad de organizaciones de autodefensa y de grupos locales de personas decididas a actuar al margen, por fuera de las reglas del juego, para golpear a todo el que consideren enemigo de su vida o de sus bienes”.
Posdata 4: En Medellín, por ejemplo, pronto se le sumarían al MAS otros grupos de limpieza social como la Asociación pro Defensa de Medellín, el Frente Cívico Ciudadano, Grupo Amable de Medellín, Limpieza Total, Robocop, GAMA, Amor por Medellín y Aburrá Tranquilo, responsables de buena parte de las 114 masacres cometidas en esa ciudad durante los ochenta.