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Al principio del confinamiento, cuando todo era confusión y miedo, mi madre y mis tíos convencieron a mi abuelo materno, de 97 años, de irse para la finca de su propiedad, a unos cincuenta minutos de Armenia, donde vive. Allá había quién le cocinara, estaría al aire libre la mayor parte del tiempo y pasaría el encierro alejado de contagios.
Apenas aguantó una semana. El lugar que había levantado con sus propias manos, en el que trabajó más de la mitad de su vida, lo estaba matando de aburrimiento. Regresó a su apartamento en Armenia. “Ni Duque ni mis hijos me van a encerrar”, dijo. El encierro era una muerte anticipada. Tanto cuidado podía ponerlo en riesgo. Obligarlo a confinarse era hacerlo más vulnerable. Su supervivencia depende de la posibilidad de salir a los lugares donde come y ve a sus conocidos, pues por voluntad propia hace todo por su cuenta. Si iba a morir por covid, lo haría con el tapabocas a medio poner, siguiendo con su vida normal hasta que llegara el día.
Pese a la edad y las restricciones para los adultos mayores, muchos ancianos del centro de Armenia prefirieron salir a que la enfermedad los cogiera a cielo abierto, en el café tomando tinto, en el restaurante a la hora del almuerzo, en la banca de la plaza. Avanzada la tarde, cuando ya habían dejado las bancas calientes, la policía pasaba, les advertía que habían sobrevivido un día más y les pedía que se fueran a sus casas. Hay desobediencias inevitables, que incluso la autoridad consiente.
El abuelo Alberto sabe superar tragedias. Quedó huérfano muy joven, y con apenas estudios de primaria se hizo cargo de la tierra familiar y de diez hermanos. Hoy solamente le queda uno vivo. En su finca se le murió un hijo de dieciséis años, ahogado en el río La Vieja, y muchos años después también vio morir a un hermano, al que le cayó su caballo encima luego de un desliz en una montaña. Enterró a su esposa, víctima de un cáncer, y después, a otro hijo, asesinado por sicarios. Pese a todo, no fue un hombre triste ni de dejarse abatir fácilmente.
Yo pensaba que nunca iba a envejecer. Incluso hoy cuesta encontrarle arrugas, aunque su tez blanca se va tornando amarillosa. Aunque oye poco y le llora un ojo, que no lo ha dejado de hacer desde que tengo memoria, su cuerpo erguido, de estatura media, apenas se ha inclinado un poco para recostarse contra el bastón con el que ahora camina.
Lo recuerdo siempre práctico, sin veleidades, de una austeridad rayana con la tacañería. Recio, autoritario, con una preocupación permanente por garantizar que su descendencia aprendiera a hacer plata. Lo suyo fue madrugar, comprar y vender vacas, trabajar de sol a sol.
Después de no haberlo visto desde antes de la pandemia quería ir a visitarlo y llevarle a mi hijo de siete años, su único bisnieto, y quien no pudo disfrutar de sus abuelos varones, ya fallecidos. Al verlos juntos, me sorprendía pensar que hay noventa años y la vida de tres generaciones entre ellos.
A principios de enero se anunciaba el aumento de casos positivos para covid y nuevas medidas restrictivas. ¿Era necesario correr el riesgo de hacer un viaje desde Medellín para ir a saludarlo? Aunque fuera para moverle la mano desde la calle y verlo asomado en su balcón, planeamos un viaje familiar con una escala en Salento para visitar el valle de Cocora.
El día que salimos nos dijeron que una prima que vive en Armenia tenía covid y que su padre, el hijo menor de mi abuelo, estaba indispuesto. Alerta roja, pues ellos se habían visto con mi abuelo en las fiestas navideñas. Ya en Salento, a mi hermano le dio gastritis y le subió un poco de fiebre, lo que hizo que una tía, con problemas coronarios, saliera corriendo de vuelta para Medellín. Mientras nos debatíamos entre cómo deshacernos de mi hermano, continuar para Armenia o regresar, la gastritis pasó con una pastilla. Y nos fuimos al encuentro del destino.
Nos encontramos con el abuelo en la terraza de un café en el Parque Bolívar de Armenia. De lejos chocamos codos y nudillos, con la alegría escondida detrás de los tapabocas. Mi hijo, muy nervioso, con el tapabocas casi forrado a la cara, no se atrevía a acercarse. Temía poner en riesgo a su bisabuelo y ser el culpable de su posible muerte. ¿Qué pasará en la vida de alguien que de niño ya se consideró una amenaza para sus seres queridos? El abuelo Alberto se le acercó, con el tapabocas en la mitad de la boca, y le entregó un frasco de plástico lleno de monedas de quinientos y mil pesos, un regalo a la medida de sus preocupaciones. Y una lágrima le asomó por su cachete.
Estaba muy animado, lúcido y con ganas de conversar —aunque era muy difícil hablarle duro, con la boca tapada, y sin acercársele—, y caminamos con él varias cuadras por el centro de Armenia hacia su apartamento. Se detenía a cada tanto para bajarse la mascarilla y mostrarnos el lugar donde tomaba chocolate o el restaurante donde las Noreña le servían el almuerzo. Le preguntó a mi hermano si le estaba yendo bien y contó la anécdota de un tipo que le quiso robar cincuenta mil pesos, enredándolo con un cambio. La gente iba y venía por las aceras congestionadas. Llegamos al edificio y lo acompañamos a subir las escaleras hasta la puerta de su casa. Pensé que lo natural era no interferir con su voluntad. En 97 años uno ya debió haber aprendido cómo vivir su vida y, si es del caso, cómo procurarse una buena muerte. Por ahora, había sobrevivido un día más.