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Hace veinte años, cuando el Municipio de Medellín, después de décadas de no hacer nada o de intentos fallidos por intervenir el entorno ruinoso de la incendiada y desaparecida plaza de mercado cubierta de Guayaquil, financiaba los estudios para restaurar los edificios Vásquez y Carré, una dama bienpensante demandó ante las instancias judiciales una posible restauración de aquellos vetustos, abandonados y tapiados edificios.
Entre los argumentos esgrimidos decía que no se podían invertir recursos públicos en recuperar algo que no tenía mayor valor histórico y que, por el contrario, la restauración contribuía a exaltar un pasado sórdido y hacer homenaje a un antro de vicio, que solo remitía a inquilinatos, drogas, prostitución y muerte.
Hace treinta años, en julio de 1991, el cronista Carlos Sánchez retrató con crudeza lo que se vivía al interior del edificio Vásquez en uno de los años más violentos de la ciudad de finales del siglo XX. “El hospedaje La Esperanza, que comparte con el hotel Santana la misma dirección, Carabobo, al número 44-17, edificio Vásquez, es el hotel de los desechables, el único de Medellín. El único donde se puede dormir por cien pesos en 1991”, escribió Sánchez en su libro El contrasueño. Historias de la vida desechable.
Aquella demanda de la dama indignada no prosperó y los edificios al fin fueron restaurados. Las obras en el edificio Vásquez se adelantaron entre 2002 y 2006, a cargo de la oficina del arquitecto Laureano Forero. Cuando se puso al servicio el 1 de febrero de 2006, como una unidad de servicios de la Caja de Compensación Familiar de Antioquia, a la que se le entregó en comodato por veinte años, curiosamente los restauradores señalaron en sus memorias que le habían devuelto “la dignidad al edificio”.
Al parecer, la intervención del edificio le dio lustre y lavó ese pasado ignominioso que tanto molestaba a la dama demandante. Mirado bajo la transparente cubierta, soportada en una bella estructura de madera, que le da luz al patio interior, nada recuerda lo vivido por décadas allí en sus espacios interiores. “Con toda razón los desechables nunca llaman a este lugar hotel, que es de cierta manera una palabra fina, elegante. Ellos dicen colectivo que se refiere no a una forma de la solidaridad, sino de la incomodidad. Quiere decir que a lo largo de los corredores en los destartalados catres y en el piso dormirán gamines, ladrones, prostitutas, mendigos, locos, vagabundos, maniacos. (…) Eran tan viejo y su interior había sido refaccionado tantas veces, que desde adentro era imposible considerar su aspecto original”, escribió Sánchez.
Por fuera, el cuadrado volumen dejó de ser el patito feo de antaño para convertirse en el cisne de la arquitectura; el que sale en las páginas y las rutas turísticas y es fotografiado en bellos atardeceres, reflejados en sus rojizos ladrillos, que resaltan detalles arquitectónicos antes no vistos, en jambas, dinteles, antepechos o cornisas.
La dignidad del edificio había sido salvada y reactualizada. De eso no cabe duda, pues era un buen ejemplo de la arquitectura de final del siglo XIX, cuando el ladrillo se impuso en el paisaje urbano para reemplazar las casonas de tapia y bahareque, y se levantaron edificios comerciales de más altura, de más calidad constructiva y arquitectónica, con los aportes del diseñador y arquitecto francés Charles Carré.
Un edificio sin grandes alardes estéticos, pero bello y funcional, que resistió el uso, el abuso y los incendios, uno de ellos en 1922, que lo distanciaron formalmente de su edificio gemelo, el Carré, pues al incendiarse el techo cambió de tener la cubierta con los aleros tradicionales, para tener a cambio un remate con cornisa y ático, muy en el estilo historicista de entonces, que hoy lo distingue y diferencia. También, es un edificio que se adaptó a todas las épocas y actividades, como lo demuestra hoy mismo, ya convertido en referente histórico y patrimonial.
Solo se recuerda a su promotor, el empresario Eduardo Vásquez Jaramillo, en homenaje al cual lleva el nombre el edificio desde 1916, pero ¿qué pasó con la historia de la gente que lo habitó? Era gente sin dignidad y, por tanto, sin historia. Sin el debido interés como para ser narrada y, mucho menos, recordada, pese que desde que se inauguró la plaza de mercado cubierta de Guayaquil en 1894, ella misma y su entorno se llenó precisamente de “esa gente”; pero no la que se pensaba cuando la calle La Alhambra era habitada por familias notables, y tampoco cuando los edificios Vásquez y Carré fueron construidos pensando en los locales comerciales del primer piso y en las buenas familias que habitarían los apartamentos en los pisos superiores.
Desde el inicio la situación en el nuevo barrio de Guayaquil inquietó e incomodó a la clase dirigente y a la sociedad del momento, que esperaba un sitio aséptico, normatizado, regido por los principios morales y estéticos que ellos seguían e imponían desde su nueva concepción urbana; pero no, este entorno se llenó de cantinas y de cacos, como se llamaba a los ladrones de entonces, como Quico, el alias de un tal Francisco Roso, capturado en 1899 por la sospecha de haberle robado cuarenta pesos a un confundido señor de Urrao.
Las buenas familias salieron huyendo, dejaron abandonada la calle de La Alhambra en busca de mejores casas y un sitio más tranquilo al oriente de la Catedral Metropolitana, por los lados del circo de toros, y les dejaron sus casonas, por ejemplo, a los talleres de los imageneros, ya fueran los Carvajal o los Osorio, venidos de Envigado en busca de clientela, o al fotógrafo Benjamín de la Calle, que hizo de aquella calle y del barrio el entorno para mimetizarse y fotografiar a hombres vestidos de mujer, a mujeres vestidos de hombre, a buhoneros, arrieros o campesinos, a mestizos, mulatos o esa gente del común; en fin, un mundo variopinto aun desde antes de la década de 1910, cuando comenzaron a descender de los trenes que llegaban a las estaciones Amagá y Medellín los hombres y mujeres llegados de pueblos y regiones cada más lejanas, con sus otras hablas, sus otras músicas, sus otras maneras de ser, para multiplicar la complejidad y diversidad de este microcosmos.
No sirvió ni siquiera el llamado del propio monseñor Cayzedo, máxima autoridad moral y religiosa de entonces, para embellecer y moralizar el barrio, cuando bendijo la primera piedra de la iglesia del Sagrado Corazón en mayo de 1924 (hoy en Barrio Triste), diseñada por el arquitecto belga Agustín Goovaerts, otro diseñador europeo, como Carré, el de la plaza de mercado y de los edificios Vásquez y el Carré. Las autoridades eclesiásticas pensaban que los fieles quedaban muy lejos de los otros templos y era necesario llevarles hasta allí el pasto espiritual del que estaban ausentes.
Sí, la iglesia se edificó como parte de un barrio que no se construyó del todo o que se hizo a medias, Los Libertadores, que tuvo su propia escuela modelo a finales de los años veinte del siglo pasado, pero sus proyectadas casas no fueron finalmente tales, sino talleres, almacenes, molinos, pequeñas y medianas fábricas, con sus trabajadores, obreros y desocupados. Y ahí quedó la iglesia de ladrillo con sus formas neogóticas como testimonio de una parroquia a la que le quedaron faltando fieles.
Guayaquil no solo fue cantinas, prostitutas y ladrones. Fue eso y mucho más. Fue trabajo y fiesta. Vida diurna y nocturna por igual. Virtud y pecado. Y ese entorno fue demasiado como para mantenerse en los márgenes y no ser sometido al orden urbanístico que se quiso imponer. Por eso entró en barrena desde la década de 1960 cuando comenzó a sufrir incendios, el último de ellos en 1968, considerado desde entonces por lo menos sospechoso.
El diseño y construcción del nuevo centro administrativo municipal ya estaba decidido en sus proximidades, al otro lado de la calle San Juan, en los terrenos de La Alpujarra, que comenzaron a ser desalojados de los tugurios, cuyos habitantes fueron a parar en el nuevo barrio Popular en las laderas nororientales de la ciudad. Mientras que en las calles de los alrededores de la incendiada plaza se plantaron los tenderetes de los vendedores desalojados. Ese mundo de horror y de antisociales tenía que desaparecer.
Mientras se discutía cuál era el proyecto adecuado para el nuevo centro administrativo La Alpujarra desde los años sesenta, y se construía e inauguraba en la década de 1980, se desmantelaba y dispersaba el mundo de la plaza de mercado y sus alrededores, que fueron a parar a la plaza mayorista al sur del valle de Aburrá; a las plazas de mercado satélites en los barrios, ya fuera en La América, Castilla, La Paz, entre otros; ya en la plaza minorista José María Villa; o desperdigados por todo el Centro de la ciudad cuando este se “guayaquilizó”.
Y el edificio Vásquez, con su gemelo el Carré, también pasaron del auge a la decadencia y la lumpenización. No digamos que vivieron una época de esplendor, pero sí de intenso uso con los locales del primer piso siempre ocupados con tiendas de víveres, almacenes, cantinas, prenderías, boticas y sus cuatro apartamentos por piso, que se anunciaban en la prensa, los que luego pasaron a ser, en uno de sus pisos, el Club Demócrata, de don Luis Tirado, o el eufemístico Club de Juegos Permitidos. Luego, con los años, se establecieron los hoteles Sevilla, de Julio Arboleda M.; Jericó, de Leticia Rodríguez; o el Caribe, de Román Blanco.
Y así pasaron los años, entre las quejas de los inquilinos por los apartamentos sin excusados ni baños, con permanentes visitas de inspectores de sanidad y policía por los tubos rotos o la falta de cañerías, por los olores fétidos al interior, por la carencia de higiene, por la ausencia de pañetes y pinturas en las paredes, por la subdivisión de los apartamentos y el número creciente de habitantes en los espacios cada vez más reducidos, sin cocinas, pero con fogones que iniciaban los incendios. Y luego de cada arreglo, en vez de lustre, cada vez más el edificio pasaba a ser habitado por seres desesperados y fantasmales. Como dice Carlos Sánchez: “La Esperanza es un hotel de desechables, pero también llegan por aquí uno que otro ladrón de oficio. No tienen equipaje y siempre están limpios. Tampoco las prostitutas que llegan a veces llevan equipaje o en cualquier caso éste siempre constituye una carga menos dramática, menos visibles que la de los desechables”.
Los locales del primer piso fueron cerrados y sus puertas tapiadas; solo se mantuvo hasta el último momento el bar Ortiz, antes de ser desalojado por orden judicial en 2001, como lo fue el último inquilinato, el Hospedaje Santa Ana, en el segundo piso, al costado sur, con sus ventanas hacia la calle San Juan.
Quedaron unos espacios interiores a los que se subían por unas escaleras de madera, endebles y traqueteantes, sobre entrepisos de encanados deslustrados, divididos por paredes endebles de madera y bahareque, una penumbra que apenas iluminaba los corredores interiores, un techo con goteras, cuyos pañetes de boñiga se caían a pedazos, dejando ver sus cañabravas, y un olor penetrante a moho, humedad, bazuco y años de abandono; a ese edificio le dieron lustre y le devolvieron la “dignidad” sus restauradores. Un edificio al que le vaciaron de contenido por su pasado indigno, ahora luce esplendoroso para las fotos sin memoria, convertido en campo de disputa del poder. Pero de todo esto está hecha nuestra historia.
*Profesor asociado de la Escuela del Hábitat, Facultad de Arquitectura, Universidad Nacional de Colombia sede Medellín.