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Por Patricia Nieto
Hace unos días leí que después de retirar las caracolas de mar que poblaban la superficie de una mochila hallada flotando en alta mar, los rescatistas del buque humanitario Open Arms lograron correr la cremallera. Adentro encontraron una caja con tabacos, dos páginas escritas en árabe ilustradas con mariposas, un tarro con jabón, algunas prendas de vestir y dos argollas, marcadas con la leyenda “Ahmed ♡ Doudou”, dentro de un cofre transparente.
El hallazgo ocurrió el 9 de noviembre de 2020 en el Mediterráneo, en la ruta en la que miles de personas han muerto al intentar huir de países africanos donde la violencia y la pobreza hacen de la vida un tránsito insoportable y pisar suelo europeo con la esperanza de encontrar libertad y bienestar.
Entre los restos del equipaje, tan prolijo como austero, las alianzas se revelaron como el gran descubrimiento de esta peculiar exhumación cuando su fotografía se hizo pública en la prensa. Ante mis ojos, los anillos de boda dejaron de ser cosas que naufragan y se convirtieron en las huellas de dos desaparecidos capaces de dejar un hermoso rastro de su paso por el mundo. Tal vez impulsados por un sentimiento similar al mío, hecho del anhelo de que los novios sobrevivan, los tripulantes se sintieron impelidos a decir: “¿Dónde están Ahmed y Doudou?”.
Mientras observaba la fotografía, un primer plano de la sortija marcada con el corazón y exhibida por una mano enguantada en azul, recordé otra imagen similar. En ella la mano, protegida por un guante de látex, sostiene una argolla sin brillo atada a un cordón manchado de tierra. El encuadre recorta la imagen hasta el punto de no dejar ver más que lo ya descrito, pero hay más.
El hallazgo ocurrió el 9 de julio de 2010 en La Granja, el caserío que sirve de posada para quienes van desde el norte de Antioquia hacia el Nudo del Paramillo, una selva rocosa y húmeda en la que cientos de personas han muerto como consecuencia de las disputas entre grupos armados en Colombia.
Hasta La Granja llegó, en helicóptero, el grupo de exhumaciones de la Fiscalía General de la Nación para rescatar decenas de cuerpos enterrados clandestinamente. Al descubrir la primera fosa quedó a la vista un escenario compuesto por restos marrones del que sobresalían un cepillo de dientes de mango rojo y un anillo opaco amarrado a un cordón que fueron fotografiados en el instante del alumbramiento.
Al ver la argolla, una mujer que observaba el trabajo de los forenses dijo: “Él es mi hijo. Aquí está”. La afirmación cortó el camino de las preguntas y convirtió el objeto encontrado en respuesta. A partir de ese momento, la madre no volvería a decir: “¿Dónde está Juan Carlos?”. Imagino que la argolla, presencia del hijo ausente y a la vez confirmación de su ausencia definitiva, logró romper los días y las noches de una espera que no parecía tener fin.
Ahmed y Doudou fueron ubicados en un albergue de Médicos sin Fronteras, en Sicilia, después de que la fotografía de sus argollas circulara entre grupos de rescatistas en mar y voluntarios en tierra. Conmovidos por el hallazgo de su equipaje dijeron a los periodistas que desean llevar sus anillos como señal de haber sobrevivido. Quizá, con el paso del tiempo, las argollas se conviertan en el soporte de las memorias mínimas de dos jóvenes que intentaron cambiar la historia.
Juan Carlos Benítez Restrepo, con sus apellidos restituidos después de un largo proceso de identificación por ADN, reposa en la tierra que su familia eligió como lecho definitivo. Su argolla cuelga de un cordón anudado al cuello de su madre; acunada en el pecho se balancea con los movimientos de ella cuando lava la ropa, ordeña la vaca, desgrana el maíz o arrulla a un ternero recién nacido. Pese a estar oculta, la argolla puede convertirse en señal universal del peligro que corremos, en la evidencia de que la historia de algunas personas queda reducida a una cosa; un objeto que si es rescatado se convierte en la huella de una vida sacrificada y, por ese camino, en el símbolo de la humanidad en ruinas. Eso debería indignarnos.