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“Mira, esa mujer sí sabe ocupar su lugar”, le oí decir a una chica en un velorio en el que estuve hace poco en la Costa. Yo estaba un poco ida, apartada de la conversación. De repente reaccioné: “¿Qué significa ocupar su lugar?”. Ella me explicó que era ser una mujer “bien puesta”, que no intentaba sobresalir más que el hombre, que era callada, que hacía caso al marido; que al llegar a un lugar no se hacía notar, que en las redes sociales no mostraba “más de lo necesario”; que si él decía algo, ella no lo contradecía. Me pregunté —y me pregunto— cómo aún se puede creer que eso signifique ser una buena esposa. ¿Cómo no se cuestiona ese patrón patriarcal que busca anular a la mujer en todo el sentido? Pareciera que el respeto estuviera dado cuanto menos nos hacemos notar.
La descripción de “una buena esposa” la hizo una joven. Una joven que ha ido a la universidad, que ha visto cómo las mujeres han logrado espacios en el mundo, pero que piensa como hombre del siglo pasado. Pienso en cómo ellas, de alguna manera, han perpetuado el machismo —quizá— como una forma de sobrevivencia en ciertas culturas en las que la mujer debe ser la sombra del hombre, pero —eso sí— la sombra útil.
Aunque el machismo es marcado en todo el país, en el Caribe lo es más. Allí, disentir está mal visto. Es como si la mujer naciera para evitarles cualquier molestia a los hombres, como si tuviera la obligación de ser su madre protectora. Si bien rechazan el maltrato, muchas no se dan cuenta de que celebrar la sumisión de una mujer es permitir comportamientos machistas, como el de que nuestro lugar es estar ocultas.
Le pregunté a María del Mar Ramón, escritora feminista, por qué todavía hay mujeres que consideran que deben ser calladas y sumisas. “Para ellas es más cómodo seguir ese orden y no creo que eso deba juzgarse moralmente”, me respondió. Además, me dio otra razón interesante: “La palabra pública tiene un costo alto para las mujeres que decidimos tomarla, y ese castigo es visible: las burlas, las ofensas, las difamaciones; lo difícil e incesantemente duro que es ser una mujer con una voz pública funciona de manera aleccionadora para todas las demás”. Callarse, cuestionar, es menos agotador.
“La rabia es particularmente indeseable en una mujer —dice la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie en su libro Todos deberíamos ser feministas—. Si eres mujer, no tienes que expresar rabia, porque resulta amenazador”.
De adolescente, recuerdo la insistencia de mi madre en que me sentara “bien”. Para ella, significaba sentarme con las piernas cerradas, sin mostrar mi ropa interior. Tampoco debía vestir blusas en las que se transparentaran mis pezones. “Ojo con provocar”, me decía tácitamente. Siempre que me ponía licras y blusas cortas, un tío me llamaba la atención con su mirada reprobatoria. Ellos buscaban protegerme, pero el foco no debía estar sobre mí. Nunca le oí decir una cantinela similar a mis primos hombres, ni siquiera un “Ojo con andar de morboso por ahí”. No. A ellos les era permitido hacerlo.
Cuando estaba en el colegio, una niña de mi salón quedó embarazada. La rectora, evangélica obstinada, puso el grito en el cielo y la expulsó. El novio era compañero de clases, pero no recibió expulsión ni reparo alguno —no digo con esto que debió recibirlo—. “Les hacemos sentir que, por el hecho de nacer mujeres, ya son culpables de algo”, dice Chimamanda.
Aún sigo desoyendo —cuando menos cuestionando— esos pesos impuestos en el régimen machista de la Costa. Aún hay que hablar de estas cosas: explicar que las mujeres solteras o divorciadas no han “fracasado”, que las mujeres también reclamamos, que el respeto se gana independientemente de cómo estemos vestidas, que una mujer “no se realiza” cuando es mamá, que no hay que estar calladas para complacer a un hombre. Es absurdo que aún haya que explicar por qué queremos ser libres, sin imposiciones sociales.